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– ¿Qué es la matemática? -preguntó Skye.

– Mirad, señora… -Jean escribió una suma sencilla sobre un papel-. Si tenéis cien denarios y les agregáis otros cincuenta, el total es…

– Ciento cincuenta denarios -respondió Skye-, y de la misma forma, si tenéis los ciento cincuenta y les quitáis setenta y cinco, os quedarán setenta y cinco.

Los dos hombres se miraron con un asombro casi paralizante. Skye dijo:

– ¿Qué sucede, Khalid? ¿Hay algún error en lo que he dicho?

– No, mi Skye, es correcto. Eres rápida, ¿no te parece, Jean?

– ¡Sí, mi señor!

El Bey rió.

– Creo que te dejo en buenas manos, mi amor. No seas muy dura con el pobre Jean, porque me es indispensable. -Khalid salió de la habitación riendo entre dientes:

Skye se sentó cómodamente a la mesa de la biblioteca y miró a Jean como esperando sus instrucciones. Jean tuvo miedo de pronto, porque sabía que tenía entre sus manos a la más extraña de las criaturas, una mujer inteligente. Respiró hondo y se lanzó de cabeza a la tarea que le habían asignado.

Skye pasó varios días con Khalid y Jean, encerrada en la biblioteca, y, finalmente, logró entender todos los entresijos del negocio de su esposo. Durante un tiempo, albergó dudas sobre la dignidad del negocio. Luego, comprendiendo que Khalid no había inventado la prostitución, lo aceptó.

Skye se dio cuenta enseguida de que cada uno de los burdeles que manejaba Khalid debía ser tratado como una entidad independiente. Los de la costa que atendían a los marineros, funcionaban de una forma muy distinta de la Casa de la Felicidad. Hasta las mujeres eran distintas. Junto al mar, había muchachas hermosas, campesinas sin educación que podían servir a dos docenas de hombres por día sin cansarse.

Las jóvenes seleccionadas para los burdeles más elegantes de Khalid eran todas bellezas meticulosamente adiestradas para conversar en árabe y en francés y hacerlo con delicadeza. Se les enseñaban también buenos modales, higiene y tacto en el vestir. Poseían habilidades sexuales muy desarrolladas. Los hombres que disfrutaban de su compañía pagaban por una noche entera.

Todos los burdeles de la costa trabajaban cinco días por semana y luego descansaban dos días. Había que controlar quién trabajaba y quién no. Cada una de las mujeres recibía una centésima parte de la tarifa que cobraba por sus servicios cada noche, y después de cinco años, se les daba la libertad y el dinero que hubieran acumulado. La mayoría se casaban y sentaban cabeza. Algunas se prostituían por las calles y se perdían. Otras se alquilaban a burdeles de menor categoría y pronto terminaban agotadas y enfermas. La mayoría de los dueños de esos burdeles no cuidaban a sus mujeres como Khalid el Bey, que tenía contratados a dos médicos moros como parte de su personal y hacía que revisaran a todas las mujeres semanalmente para comprobar si habían contraído enfermedades como la viruela.

Todo ese movimiento requería controles estrictos y Skye empezó a interesarse mucho por los negocios de su esposo. El manejo de los burdeles no significaba solamente ocuparse del bienestar de mucha gente, sino también aprovisionarlos y mantenerlos en buen estado.

Los problemas se triplicaban en los burdeles elegantes, porque las mujeres de esos burdeles necesitaban ropa exquisita y joyas excepcionales. Y también aceites para sus baños y los mejores perfumes. Pero, a pesar de sus gastos, Khalid el Bey era un hombre rico. Sus ganancias netas eran enormes. Y había que invertirlas.

Eso era lo que más interesaba a Skye, las inversiones. Su esposo había puesto algo de dinero en el negocio de un orfebre, Judah ben Simón; algo en bienes fácilmente transportables, como gemas de mucho valor, y el resto en barcos que pertenecían a un inglés llamado Robert Small. Poco después de que los esposos volvieran del Quiosco de la Perla, Skye conoció a ese capitán.

Una noche, mientras ella y Khalid escuchaban canciones de amor en la voz de una esclava, se oyó un gran alboroto en el patio de la casa. Su esposo saltó sobre sus pies, riendo, y Skye oyó una voz retumbante que vociferaba.

– Bueno, pequeña, tu amor tal vez esté con una de sus favoritas, pero te aseguro que a mí me recibirá. ¡Fuera de mi camino! Maldito sea; Khalid, viejo moro. ¿Dónde estás? -La puerta del dormitorio se abrió de par en par y un hombre paticorto entró en la habitación.

Verlo era un espectáculo fantástico. Sus ropas incluían pantalones con tiras de caro terciopelo rojo, medias de seda negra, un jubón de terciopelo rojo bordado con hilos de oro y plata, una gran capa y un sombrero bajo con una pluma de garza real. Esa ropa habría resultado sorprendente incluso en un hombre de estatura normal, pero Robert Small medía sólo metro cincuenta.

Robusto, tenía el cabello rubio como la arena y los ojos de un azul profundo, una cara redonda y cansada tan traviesa como dulce, tal vez la más dulce que Skye hubiera visto nunca. Y era tan pecoso como un huevo de perdiz.

– ¡Ajá! Aquí estás, Khalid. Y, como siempre, bien acompañado.

– Robbie, eres un malvado, así que no me siento culpable por darte esta sorpresa. La «buena compañía» es mi esposa.

– ¡Que Dios se lleve mi alma, Khalid el Bey! ¿En serio? -El Bey asintió y el inglés se inclinó ante Skye-. Mis más humildes disculpas, señora, espero que no me juzguéis mal por esto. -De pronto, se dio cuenta de que había estado hablando en inglés y dijo-: Khalid, no sé qué lengua habla la dama. ¿Puedes traducir lo que he dicho?

– No hace falta, señor -dijo Skye con dulzura-. Os comprendo perfectamente y no estoy ofendida en lo más mínimo. Es natural que creyeseis que soy una prostituta, considerando la naturaleza de los negocios de mi esposo. Pero ahora os ruego que me permitáis retirarme, porque supongo que tendréis mucho que hablar con mi señor. -Se levantó con gesto sensual y sonrió como una niña traviesa antes de dejar la habitación.

El pequeño inglés rió entre dientes.

– ¿Cómo es posible -dijo- que un español renegado convertido en árabe termine casado con una irlandesa?

– ¿Irlandesa? ¿Dices que Skye es irlandesa?

– ¡Por Dios, hombre! ¿No te lo ha dicho?

– No lo sabe, viejo amigo. Hace algunos meses se la compré a un capitán. Era una mujer enferma y asustada. El hombre la había conseguido de manos de otro capitán que zarpaba para un largo viaje y decía que la había capturado en una escaramuza. No sabía nada de su historia. Cuando recuperó el sentido, no recordaba nada. Sólo su nombre.

– ¡Y te has casado con ella! ¡En el fondo eres como un chiquillo!

– ¡Gran error! -Khalid el Bey sirvió en una taza pequeña el mejor café turco endulzado para su amigo-. Había pensado convertirla en la prostituta más cara y codiciada del mundo.

Robert Small respiró hondo.

– ¿En serio, muchacho? ¿Y por qué no lo hiciste?

– Me enamoré, amigo mío. No solamente de esa cara y ese cuerpo maravillosos. Me enamoré de la mujer que empecé a ver emerger a medida que el miedo y la enfermedad se retiraban. No tiene malicia, es generosa. Y es la mujer menos ambiciosa que conozco, en lo que a bienes materiales se refiere. Cuando me mira con esos extraordinarios ojos azules, me parece que pierdo pie, Robbie… Pronto empezó a molestarme la idea de que otros la tocaran. Y descubrí que quería hijos y una esposa, como cualquier hombre normal.

– Entonces, que Dios te ayude, amigo, porque ahora tienes una debilidad y tus enemigos la usarán en tu contra. Mientras el gran Señor de las Prostitutas de Argel era un hombre invulnerable, nadie sabía cómo atacarlo. Ahora…

– No seas bobo, Robbie, no tengo enemigos. Hasta mis mujeres me respetan.

– ¡Por favor, Khalid! -La voz del inglés sonaba aguda y fría-. Todos los hombres ricos y poderosos tienen enemigos. Piensa en ti mismo y en la belleza que has elegido por esposa.