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– Hace seis semanas que estáis enfermo, milord.

– ¡Dios! -exclamó Niall.

– La flota fue hasta Argel a buscar noticias y obtener una audiencia inmediata con el Dey. Él se mostró muy apesadumbrado y envió mensajes a todos los mercaderes de esclavos de la ciudad, ofreciendo un rescate como para un rey por la O'Malley o por alguna información sobre su paradero. Fue como gritar en la madriguera de un conejo. Ni siquiera eco. El Dey llegó a la misma conclusión que el conde. Skye no llegó a Argel con vida. ¿Qué otra cosa puede haber pasado? -Aquí se le quebró la voz y se limpió los ojos con el dorso de la mano.

En realidad, MacGuire estaba preocupado por otra cosa, algo que no se atrevía a contarle a lord Burke hasta estar seguro de que estaba totalmente recuperado. Había otra posibilidad en el caso de la O'Malley. El Dey le había dicho que tal vez Skye hubiera llegado a Argel a través de una venta privada. La venta privada de cautivos era completamente ilegal, una estafa contra varias personas e instituciones, incluyendo al mismo Dey, que perdía el porcentaje que le correspondía en las ventas legales. Pero a pesar de la ilegalidad, las ventas privadas eran una realidad, sobre todo cuando se trataba de mujeres hermosas. MacGuire pensaba que si eso era lo que había sucedido con Skye, el Dey nunca la encontraría.

– No quiero ser ave de mal agüero, milord, pero si lady Skye está viva, ¿dónde puede estar?

Niall Burke estaba impresionado. ¿Skye muerta? ¡No! No su Skye, tan llena de vida, con sus ojos verdiazules y su orgulloso espíritu. ¡No! Empezaron a temblarle los hombros, sacudidos por sollozos secos que lo recorrían sin piedad ni consuelo. Se puso en pie y cruzó la habitación, abrió las puertas francesas y salió a la terraza. A su alrededor, la vida palpitaba. ¿Cómo se atrevían a decir que su Skye estaba muerta? Se agarró a la balaustrada de mármol y gritó su frustración y su furia por la injusticia del mundo, aulló y gritó hasta que su voz se quebró tanto que ni siquiera podía emitir un sonido.

Sintió un brazo sobre sus hombros. Oyó una voz que trataba de calmarlo con palabras que él no comprendía, se dejó conducir al lecho y allí se derrumbó y perdió la consciencia. Constanza meneó la cabeza mientras corría las cortinas de la cama. Luego se inclinó para tocarle la frente.

– Le ha vuelto la fiebre, capitán MacGuire. Debéis quedaros con lord Burke esta noche, porque mi padre no me perdonará el castigo. Os explicaré qué hay que hacer.

MacGuire asintió, y dijo:

– No es un hombre fácil vuestro padre…

La muchacha no respondió. Siguió con lo suyo en silencio. Cuidó de Niall, arregló las almohadas, recogió las sábanas para que él estuviera cómodo y finalmente colocó la jarra helada junto a la cabecera, en la mesita de noche.

– Se puede hacer muy poco, capitán. Pero hay que mantenerlo quieto y cómodo. Ana traerá una jarra de agua perfumada y volverá durante la noche. -Empezó a sonar la campana de vísperas y Constanza dijo-: Ahora debo irme. Cuando la fiebre ceda, cambiadle el camisón y las sábanas. Ana os ayudará. -Y salió por la puerta y desapareció.

MacGuire veló a Niall toda la noche. Lord Burke no estaba inquieto. Yacía en una quietud amenazadora, mientras la fiebre consumía su cuerpo robusto. El capitán de la O'Malley lo cuidó, mojándole regularmente la frente con agua perfumada y fría y haciéndole pasar un poco de jugo por la seca garganta. Ana, la sirvienta, volvió varias veces y trajo agua fresca y jugo de naranjas. Una de las veces trajo también una bandeja para MacGuire: pollo frío, pan, fruta y una jarra de vino dorado.

Cuando la dejó en silencio a su lado, MacGuire le preguntó:

– ¿Cómo está la muchachita?

Los ojos negros de Ana se encendieron.

– Reza por vuestro amo en la capilla, señor -dijo muy tensa. Luego se fue.

MacGuire comió con hambre, se bebió la mitad de la jarra y volvió junto a Niall. Hacia el amanecer, se adormeció un poco en su silla y lo despertó un fuerte grito de angustia. Lord Burke estaba sentado en la cama con los ojos cerrados y las lágrimas le corrían por las mejillas. Sollozaba con fuerza.

– ¡Skye! ¡Skye! ¡No me dejes, amor mío! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

MacGuire se quedó paralizado durante un momento. La angustia cerraba sus garras sobre él y no podía moverse. Luego, se levantó y tocó al hombre que lloraba.

– ¡Señor! ¡Milord! Es sólo un sueño, despertad.

Gradualmente, Niall fue calmándose y, finalmente, se recostó de nuevo. Tenía la frente fresca. Aliviado, MacGuire trató de cambiarle el empapado camisón.

Después de la salida del sol, Constanza entró en la habitación para ver cómo estaba su paciente. Ana la acompañaba. Constanza felicitó al agotado capitán.

– Lo habéis hecho muy bien, capitán MacGuire. Id a descansar un poco. Yo lo atenderé ahora.

– Pero vos tampoco habéis descansado, muchacha -protestó MacGuire-. Debéis dormir. Ahora está fuera de peligro. Un sirviente puede quedarse con él. -Puso un brazo alrededor de los hombros de ella para llevarla a la puerta y se sorprendió mucho cuando vio que ella hacía un gesto de dolor. Vio una línea roja que empezaba en la punta de la manga sobre la piel. Los ojos del capitán se abrieron de asombro.

– ¡Sí! -dijo Ana-. El conde le pegó a mi Constanza anoche.

– ¡Ana! -La muchacha había enrojecido de vergüenza-. Es mi padre y es su deber castigar a una hija que se equivoca. Desafié su autoridad. Me lo merecía.

– Es una santa, mi niña. ¡El conde disfruta cuando le pega!

– ¡Ana! ¡Por favor! Si te oye, te enviará lejos y tú eres lo único que tengo.

La mujer apretó los labios con fuerza, suspiró y asintió. MacGuire volvió a hablar.

– El conde ha ido a cumplir con sus obligaciones como gobernador de la isla, ¿verdad? -La mujer asintió-. Entonces, señorita Constanza haré un trato con vos. Yo vigilaré a lord Burke hasta la hora de la siesta, mientras vos dormís en el sillón. Después, me retiraré a mis habitaciones.

Ana sonrió de oreja a oreja. El capitán era muy amable con su señorita y, por lo tanto, para Ana, era un buen hombre, un hombre en quien se podía confiar. Unos minutos después, dejó a la muchacha durmiendo cómodamente, mientras MacGuire seguía con su guardia junto al lecho del convaleciente.

Por la tarde, cuando empezaban a formarse largas sombras y el calor del mediodía se apaciguaba un tanto, Niall Burke abrió sus ojos plateados de nuevo. Recordó inmediatamente el lugar en que se encontraba y las circunstancias que lo habían llevado allí. Una oleada de dolor lo recorrió de arriba abajo y suspiró profundamente.

– ¿Cómo os sentís, señor Niall?

Él miró a la delgada muchachita que lo cuidaba.

– Como el diablo, niña. Pero se diría que estoy vivo, así que será mejor que siga estándolo.

– ¿Era muy hermosa vuestra prometida? -Lo directo de la pregunta era como un puñado de sal sobre sus heridas y lord Burke hizo una mueca. Luego, aspiró hondo y respondió:

– Era la criatura más hermosa que pueda imaginarse, niña. El cabello como una nube negra de tormenta. La piel como una flor de gardenia y los ojos del color azul profundo de los mares de Irlanda. Era buena pero orgullosa. Y no era solamente mi amada, también era mi mejor amiga, y la extrañaré durante el resto de mi vida.

Los ojos de Constanza se llenaron de lágrimas.

– Solamente espero -dijo con suavidad- que alguna vez un hombre me ame de ese modo.

– No veo por qué no, niña. No entiendo por qué no estás casada. ¿Cuántos años tienes?

– Quince, señor Niall.

– ¿Y los caballeros de esta isla no han buscado a vuestro padre para pediros en matrimonio todavía? ¿O es que están ciegos?