Ella sonrió con timidez y después se sonrojó.
– No habrá peticiones de mano para mí, señor Niall -aseguró con tristeza-. Mi padre destruyó hace tiempo todas mis posibilidades. Anoche, cuando habló de esa manera de vuestra prometida, seguramente pensasteis que es un hombre duro, pero vuestra situación le recordó algo que le sucedió y que estoy segura de que quiere olvidar. Hace dieciséis años, los piratas berberiscos atacaron la isla y, cuando se fueron se llevaron a mi madre. Mi padre estaba muy enamorado de ella y enloqueció a causa de su pérdida. Logró recuperarla seis semanas después, pagando un fuerte rescate.
»Yo nací seis meses después de eso. Aunque ella juró ante los curas y por cada santo del calendario, incluso por la Santa Virgen, que los piratas no la habían tocado, mi padre nunca pudo creerla del todo. Nunca, nunca. Y cuando ella fue engordando por el embarazo, se separaron más y más. Ella lo adoraba y eso le rompió el corazón. Vivió apenas el tiempo suficiente para traerme al mundo y después murió como una vela que se extingue. La ironía es que me parezco mucho a ella. Desde que nací he sido un reproche viviente para mi padre y, para vengarse, él me considera responsable de la muerte de mi madre y ha arrojado sobre mis orígenes dudas suficientes como para que no haya familia decente en Mallorca que me desee como esposa de sus hijos. Y sin embargo, soy su hija. Es absolutamente cierto. Ana fue la sirvienta de mi madre aun antes de que ella se casara con papá. Estuvo con ella durante todo el tiempo que pasaron con los moros y jura que mi madre no conoció a otro hombre que mi padre.
De pronto, Constanza se detuvo. Su rostro adquirió un tono casi púrpura. Cuando se dio cuenta de las razones de su vergüenza, Niall Burke dijo con voz tranquila:
– No te arrepientas de tus palabras, niña. Las mujeres siempre me hablan con franqueza, soy así. Ahora entiendo las palabras de tu padre. Es un hombre duro, pero quería decirme la verdad.
La muchacha se arrodilló junto a la cama, con su hermosa cara oval levantada hacia él.
– Lo lamento, señor Niall. Sé lo terrible que es para vos la pérdida de vuestra amada, pero Dios ha dispuesto que viváis. Los dos rezaremos por el alma inmortal de vuestra Skye, pero debéis prometerme que vais a hacer lo posible por restableceros.
Niall Burke se conmovió cuando oyó esa sincera demanda. Puso su gran mano sobre la pequeña manita que reposaba sobre la colcha.
– De acuerdo, Constanza. Te lo prometo. Pero tú debes prometerme que vas a ayudarme, ¿de acuerdo?
La mano que retenía en la suya tembló levemente, ella enrojeció de nuevo y sus pestañas, de un dorado oscuro, rozaron las mejillas del rostro oval.
– Si lo deseáis… -dijo en voz baja.
– Claro que lo deseo -le contestó él, soltándole la mano.
En pocas semanas, recuperó las fuerzas. La fiebre desapareció por completo y le aumentó el apetito. Finalmente, pudo caminar por la habitación. Luego una tarde se aventuró hasta los jardines. Esa tarde fue la más feliz en mucho tiempo. Él y Constanza, con Ana de Chaperona, se sentaron en el césped y comieron jugosas uvas verdes, pasteles de carne y un delicado vino rosado. Niall les contó historias de su infancia en Irlanda y, por primera vez, oyó reír a Constanza, con una carcajada dulce de alegría genuina, mientras él le contaba una anécdota particularmente divertida de sus travesuras de muchacho. Desde ese momento, él volvió a dormir de noche y las pesadillas en las que veía cómo los piratas se llevaban a Skye empezaron a desaparecer lentamente de sus noches.
La flota de la O'Malley volvió a la capital de la isla, Palma. Habían pasado varios meses en Argel buscando a su señora y finalmente tuvieron que partir sin una sola información. Sin embargo, el Dey les había otorgado el permiso de navegación, como una forma de compensarlos. Parecía que ya no había esperanza de encontrar a la O'Malley viva. Los barcos irlandeses navegarían muy pronto hacia la patria bajo las órdenes del capitán MacGuire. Pero todos pensaban que Niall todavía no estaba suficientemente restablecido para la larga travesía.
Niall le confió el perro a MacGuire y le entregó una extensa carta para su padre en la que volcaba todo su dolor y que terminaba con la siguiente advertencia:
«No hagas contactos para mí. Cumpliré con mi deber para con la familia, a mi manera y a su debido tiempo.»
Luego, con una terrible sensación de pérdida, Niall despidió a la flota de la O'Malley desde la terraza de los jardines del conde.
Niall veía muy poco a su anfitrión y se alegraba de eso, porque no disfrutaba de la compañía de ese español frío como el hielo.
Un día, Constanza le sugirió que saliera a cabalgar con ella y él aceptó encantado. Esa tarde, se encontró en un brioso ruano árabe, cabalgando por un campo cubierto de anémonas. Constanza montaba sobre una elegante yegüita árabe de color blanco. Era buen jinete y tenía manos firmes, además sabía ser delicada y tenía un buen asiento.
En el calor de la tarde, se detuvieron en una colina sobre el mar para dar reposo a los caballos y comer un almuerzo liviano que Ana les había preparado. Constanza extendió un mantel blanco sobre el pasto y colocó la comida sobre costras de pan: queso blando, duraznos, peras y vino blanco. Niall desensilló los caballos para dejarlos descansar. Un árbol alto y frondoso les daba sombra y el aire olía a tomillo silvestre.
Comieron en silencio. Después del almuerzo, fue Constanza la primera en hablar.
– Pronto vais a dejarnos. ¿Adónde iréis? ¿De vuelta a Irlanda?
Una sombra oscureció el rostro de Niall.
– No directamente, niña. Quiero viajar un poco antes de volver. Pero debo regresar, porque soy el único heredero de mi padre. Mi primer matrimonio se anuló. El segundo no llegó a consumarse.
– Encontraréis la felicidad, señor Niall. Rezaré todas las noches a la Santa Virgen por vos.
Él le acarició la cara.
– Eres una criatura muy dulce, mi Constanza.
Ella enrojeció y apretó la mejilla contra la mano de él. De pronto, él pensó en besarla y lo hizo. La abrazó con fuerza, inclinó la cabeza y buscó su boca. Ella temblaba ostensiblemente, pero no se resistía. Él, alentado, le abrió los labios y entró en la húmeda caverna, buscando, encontrando, acariciando la lengua satinada con la suya. La sostenía con una mano, mientras con la otra le acariciaba los senos.
Constanza se apartó bruscamente, buscando aire. Trató de tomarle las manos con desesperación. No tenía miedo de Niall, sino de ella misma. Niall Burke era un caballero y una palabra bastaría para detenerlo, pero ella no podía pronunciarla. Ningún hombre la había besado ni acariciado antes. Le latía el corazón con tanta fuerza que temía que le estallara en el pecho. Y, sin embargo, no decía nada que pudiera detener a lord Burke. Su boca volvió a hundirse en la de él y sintió que él buscaba su alma y la encendía de una pasión que nunca había sospechado guardar dentro de sí misma. Los dedos de él estaban desatándole los lazos del corsé y quitándole la camisa.
Niall estaba asombrado con la forma en que la muchacha lo aceptaba. Estaba seguro de que era inocente, pero parecía dar la bienvenida a sus avances. Se sintió culpable un instante, pero luego lo olvidó. Skye estaba muerta y él, vivo. Y Constanza era hermosa y dulce. Sus ojos miraron un momento sus pequeños y tiernos senos, las areolas doradas, los pezones gráciles y oscuros como el coral que se pusieron tensos como pimpollos recién nacidos. Él los besó y los acarició casi con reverencia, y sintió el placer de oírla gemir entre dientes.
Constanza percibió una tensión inesperada y desconocida dentro de sí. La asustaba un poco. No quería que él se detuviera, pero, de pronto, Niall se apartó.
– Eres virgen, ¿verdad, niña? -La vio enrojecer, y ésa fue la respuesta más clara-. No pienso deshonrarte, Constanza -le dijo con seriedad-. No estaría bien que arruinara lo que le debes a tu futuro esposo, sobre todo porque has sido muy buena conmigo. No tengo derecho a hacer lo que estoy haciendo. Te pido perdón y comprensión.