Niall asintió.
– Pronto, mi señor, y cuando lo haga, me gustaría llevarme algo de Mallorca.
– ¿Un recuerdo, lord Burke?
Niall no pudo evitar una risita.
– Sí, llamémoslo así -dijo-. Me gustaría casarme con Constanza. Os estoy pidiendo formalmente su mano.
La cara del conde permaneció impasible.
– Eso es imposible, lord Burke.
– ¿Está ya comprometida?
– ¿Padece alguna enfermedad incurable?
– No.
– Entonces, ¿por qué me rechazáis? Soy el único hijo y heredero de un hombre muy noble y muy rico en mi país. Mi linaje es igual al vuestro en calidad. Tendríais nietos. Y, como mi esposa, a vuestra hija no le faltaría nada.
– No tengo por qué daros explicaciones, lord Burke. Soy el padre de Constanza y no os quiero por yerno. Mi palabra es lo único que cuenta.
Niall respiró hondo.
– ¿La razón de vuestra negativa es que dudáis de la paternidad de vuestra hija?
Francisco Ciudadela palideció.
– Sois impertinente, lord Burke. ¡Fuera de mi vista! No tengo ganas de discutirlo con vos.
Los ojos plateados de Niall se afinaron.
– Dejadme deciros cómo he pasado la tarde, conde. La he pasado disfrutando de los favores de vuestra hija. Se me ha entregado de buena gana y me alegra poder deciros que era virgen. Tal vez en este mismo momento mi semilla fertiliza su vientre. Vos habéis destruido deliberadamente sus posibilidades de casarse en Mallorca. Ahora ni siquiera la podréis hacer aceptable para un convento. ¿Cómo pensáis enfrentaros a vuestros amigos cuando empiece a hacerse evidente que espera un niño? Sois el último de vuestro linaje, conde, y la familia de vuestra esposa ha desaparecido ya. No hay lugar al que podáis enviar a Constanza para esconder vuestra vergüenza. Ya oigo la risa de vuestros amigos. Y si este escándalo llega a oídos del rey Felipe, tal vez decida reemplazaros en el gobierno de la isla. En cambio, si aceptáis mi propuesta, todos os envidiarán por el yerno que habéis conseguido. Pero, por supuesto, la decisión es totalmente vuestra.
Francisco Ciudadela había pasado del blanco al rojo y luego al blanco de nuevo mientras Niall hablaba. Ahora dejó escapar un sordo y ahogado murmullo.
– ¿Eso quiere decir que aceptáis, mi señor? -preguntó Niall con suma amabilidad.
El viejo asintió sin decir palabra y Niall sonrió, satisfecho.
– Mañana -dijo- visitaremos al obispo y arreglaremos las cosas para el primer anuncio. Que vuestro secretario tenga la primera copia del contrato por la mañana. Supongo que la dote de Constanza ha de ser generosa, porque ella es vuestra única hija. No es que me importe -agregó-, pero mi padre no se conformará con menos.
El conde lo miró con rabia. Niall sonrió y salió de la biblioteca. Listo. Una vez más tenía una prometida y esperaba que esta vez la unión diese sus frutos.
Constanza no era Skye, nunca ocuparía el lugar de Skye en su corazón. Rió con amargura. Skye era la única a quien había amado. Se preguntó la razón de la crueldad del destino que los había separado cuando estaban a punto de casarse…
– Skye -murmuró con voz suave-. Skye O'Malley, amor mío. -Quería sentir el sabor del nombre en la lengua. No, no podía estar muerta. ¿Acaso si lo estuviera su espíritu no habría vuelto a él? ¿Acaso él no lo habría notado de alguna manera si hubiera sucedido? ¿Tenía que aceptar que estaba muerta cuando en realidad se negaba a creerlo?
No, nunca amaría a Constanza como había amado a Skye, pero Constanza era dulce y buena, y se merecía su cariño. Y lo tendría, se juró a sí mismo. Pero cuando cerró los ojos para conjurar la cara oval con los ojos violeta y el halo de rizos rubios, vio una nube de cabello renegrido alrededor de una cara con forma de corazón y ojos azules y risueños sobre una boca roja y suave.
– Demonios, Skye O'Malley -maldijo-. No puedo evitar estar vivo y que tú estés…, estés… Déjame en paz, amor mío, deja que consiga un poco de felicidad.
Fue a buscar a Constanza y le anunció:
– Tu padre ha aceptado que nos casemos, cariño. Mañana haré que el obispo lea los primeros anuncios y firmaremos los contratos.
– No puedo creerlo -jadeó ella, con ojos brillantes-. ¿Cómo has logrado convencerlo?
– Le he explicado cómo hemos pasado la tarde -dijo Niall con sequedad.
Constanza tembló.
– ¡Va a pegarme esta noche!
Niall vio esos ojos asustados y se dio cuenta de que ella no exageraba.
– ¿Alguna vez te ha pegado?
– Claro. Es mi padre. Nunca ha sido un hombre fácil, Niall, pero ahora que sabe que me he entregado voluntariamente a un hombre, se pondrá furioso. Tengo miedo.
– No te asustes, Constanza. No permitiré que nadie te haga daño, ni tu padre ni nadie.
Ella anidó entre sus brazos con un suspiro y él se sintió feliz, como no se había sentido en mucho tiempo. Ella lo amaba, lo necesitaba…, todo resultaba fácil para ellos.
A la mañana siguiente se firmaron los contratos y se leyeron los primeros anuncios en la catedral de Palma, durante la misa de mediodía. Por la noche llegaban ya las primeras felicitaciones a la residencia del gobernador. El conde se sintió particularmente contento cuando uno de sus amigos, que había pasado una época en Londres, lo felicitó por haber conseguido un prometido de alcurnia para Constanza.
– El padre de lord Burke es muy rico, mi querido Francisco, y ha dotado a su hijo espléndidamente, como tú has hecho con Constanza. ¡Qué matrimonio más espléndido! Pero claro, siempre has sido un diablo muy astuto, ¿eh? -Los dos hombres rieron como conspiradores y el conde empezó a sentir que tal vez llevaba las de ganar. Eso atemperó su odio hacia Niall.
Los anuncios volvieron a leerse dos veces durante ese mes y luego, una brillante mañana de invierno, varios días después de la Duodécima Noche, Constanza María Teresa Floreal Alcudia Ciudadela se unió en sagrado matrimonio con lord Niall Sean Burke. El obispo de Mallorca celebró la boda personalmente.
El sol se filtraba a través de los vitrales y formaba hermosos dibujos en el suelo de piedra gris de la catedral. La novia entró precedida de seis niñas con vestidos de seda rosados sobre miriñaques diminutos con mangas de gasa plisada y guirnaldas de rosas en el cabello suelto. Llevaban canastas de pétalos que arrojaban a su alrededor en una ceremonia llena de colorido y belleza.
Constanza se aferraba al brazo de su padre y era una presencia tan exquisita y etérea que todos los presentes suspiraban al verla. Llevaba un vestido de brocado de seda blanco sobre una segunda falda de tela de plata. Las mangas eran de brocado blanco, con largos cortes que dejaban ver la plata que había debajo. Estaban adornadas con cintas hasta el codo. Más abajo, eran de una seda leve y blanca que se adhería a la piel, y terminaba en cintas lujosas. El corsé de brocado blanco iba muy pegado al cuerpo y empezaba justo debajo del amplio pecho de la novia. Un velo de seda casi transparente con un virginal y redondo cuello, guardaba la modestia de la novia.
El cabello rubio de Constanza estaba suelto, adornado por una corona de pimpollos de rosa blanca atados por pequeños broches de perlas a una hermosa nube de gasa que flotaba a su alrededor como un velo.
Llevaba un ramo de gardenias en una mano y un único collar de perlas rodeaba su cuello.
El novio, que la esperaba en el altar, iba tan elegante como ella. Sus calzas de seda tenían rayas doradas y rojas, cubiertas desde la rodilla por pantalones anchos con cortes de terciopelo color vino clarete. El jubón corto, de cuello alto, era de una seda del mismo color y se abría por delante para mostrar una camisa de seda blanca y bordada con muñequeras adornadas con puntillas. Sobre este jubón llevaba un chaquetón bordado de terciopelo color vino, adornado con perlas naturales y lentejuelas de oro. Llevaba una gorra de terciopelo, inclinada para mostrar la parte interior, completamente enjoyada y coronada por una pluma rosada. Los zapatos, fabricados con cuero de nonato, estaban cubiertos de una tintura de oro.