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– Mi querido Jean, tú y tu Marie habéis sido buenos amigos para Khalid y para mí. Por eso quiero que compartáis un secreto que solamente conoce mi esposo. Espero un hijo para la primavera.

Marie la miró y exclamó:

– ¡Ah, señora! ¡Yo también! ¿No es maravilloso?

Llenas de alegría, ambas mujeres se sentaron juntas y charlaron, mientras Jean reía entre dientes, divertido. A instancias de su patrón, poco tiempo después de haber recibido a Marie como regalo, la había manumitido y se había casado con ella. Había sabido que venía de una aldea costera del sur de Bretaña, cerca de Poitou. Los piratas berberiscos no atacaban esa zona con frecuencia, pero en uno de esos ataques, Marie, que entonces tenía catorce años y estaba a punto de entrar en un convento de la región, había caído prisionera. El capitán pirata le había arrancado el hábito con sus propias manos, pero al ver lo atractiva y joven que era, la encerró en un pequeño camarote con varios jergones de paja, un balde y un pequeño barril de oporto. Pronto puso allí a otras dos jóvenes; una de ellas, su prima Celestine.

Las tres niñas desnudas, se aferraron una a la otra, aterrorizadas, durante toda la interminable primera noche. En la cubierta, encima de la pequeña prisión, se oían constantemente los alaridos, ruegos y sollozos de las mujeres de la aldea que tenían la mala fortuna de estar casadas o ser más viejas o vírgenes pero no hermosas, y caían en los brazos de los violadores piratas que las obligaban a fornicar y las sodomizaban. Al menos dos de ellas se suicidaron saltando por la borda. Muchas murieron víctimas de la brutalidad del abuso, incluyendo a una niña de diez años cuya madre fue estrangulada cuando trataba de herir con un puñal a uno de los hombres que atacaban a su hija. Finalmente, al amanecer, las sollozantes supervivientes se amontonaron, como una manada asustada, en un rincón de la cubierta y permanecieron allí durante el resto del viaje, quemadas por el sol durante el día, tiritando de frío por la noche, y fácilmente accesibles para cualquier marinero que quisiera divertirse con ellas.

En el pequeño camarote, Marie y sus dos compañeras de infortunio no estaban mucho mejor. El calor del día convertía el lugar en un horno insoportable y el aire húmedo de la noche las helaba hasta los huesos. Eso, junto con el balde maloliente, que era lo único que tenían para cumplir con sus necesidades fisiológicas, las iba debilitando y deteriorando. Los marineros vaciaban el balde cada dos días. Les pasaban comida dos veces por día a través de la reja de la puerta. Muchas veces era un cuenco con una mezcla sorprendentemente gustosa de salsa de hierbas y granos de pimienta con tomates, cebollas, berenjenas y una carne dura, correosa, que Marie creía de cabra. No tenían cubiertos, comían con los dedos y luego se tragaban el pequeño pedazo de pan que les daban. Les traían una jarra de agua con la comida, y era la única que recibían en todo el día. Con el tiempo aprendieron a racionarla para que les durase las 24 horas.

Cuando el barco llegó a Argel, las muchachas se amontonaron junto al único ojo de buey del camarote para ver cómo se llevaban a sus parientes y amigas. Luego, desde las bodegas, trajeron a los hombres de la aldea, sucios, con las barbas sin recortar, como matas salvajes en la cara. Cuando las tres se preguntaban qué sería de ellas, se abrió la puerta del camarote y entró el capitán con algo sobre el brazo. Les arrojó una bata a cada una para que cubriesen su desnudez.

– Ponéoslas -ordenó con voz ronca, en un francés casi ininteligible, y cuando le hubieron obedecido, les dio un velo a cada una-. Ajustáoslo sobre la cabeza y seguidme -ordenó-. Si abrís la boca una sola vez, os arrojaré a mi tripulación. Les encantaría, os lo aseguro.

Asustadas, las tres muchachas se deslizaron tras él hasta la cubierta y luego bajaron del barco por el puente que lo unía con el muelle. En tierra firme les esperaba una enorme litera cerrada.

– Adentro -ladró el capitán, y todas ellas obedecieron-. Vais a los baños para que os limpien y os pongan guapas -explicó-. Haced lo que os digan. Os venderán en subasta esta misma noche. Agradeced a Alá que, debido a vuestra juventud y belleza, no hayáis terminado como las otras mujeres de vuestra aldea. -Cerró las cortinas de un golpe y la litera empezó a moverse.

Celestine miró a su prima Marie.

– ¿Nos matamos? -susurró.

– Non, non, chérie -se burló Marie-. Fingiremos que nos hemos resignado a nuestra suerte y, luego si tenemos ocasión, trataremos de escapar.

– Pero si nos venden, nos separarán -gimió Renée. Era la única hija del hostelero de la aldea y sus padres siempre la habían malcriado. Había sabido desde muy pequeña que su dote era mayor que la de cualquier otra muchacha en setenta kilómetros a la redonda-. ¿Cómo puedes sugerir que cedamos ante el infiel, tú, que eres monja?

– No soy monja, Renée, he sido novicia durante un mes solamente. Pero sé que Dios nos prohíbe suicidarnos. Toleraremos lo que sea en Su nombre. No estamos en Tour de la Mer ahora, y no creo que volvamos al pueblo.

En los baños, las masajearon, las rasquetearon, las bañaron, les afeitaron el vello, les pusieron cremas y perfumes. Les lavaron, secaron y cepillaron el largo cabello hasta que brilló como una joya. El castaño oscuro y ensortijado de Marie era precioso, pero el cabello rubio de Celestine y Renée las hacía mucho más valiosas. Las vistieron de seda transparente y les dieron un poco de pechuga de capón y un helado de fruta dulce.

La subasta empezó a la hora en que salía la luna. Mientras miraba lo que sucedía, Marie sintió que la invadía una especie de sopor y se dio cuenta de que la habían drogado para estar seguros de que se portaría bien. Vio cómo vendían a Renée a un gordo negro sudanés, un mercader que se mostraba encantado con ella. Renée abrió la boca para gritar pero no pudo emitir ni un sonido. Solamente sus ojos hablaban de su terror.

Los mercaderes vendieron una muchacha tras otras hasta que le tocó a Marie. Khalid el Bey la compró sin dudarlo un instante, y porque le pareció un hombre amable, ella le rogó que comprara también a Celestine. El Bey aceptó, pero el eunuco que manejaba el harén del gobernador había marcado a Celestine para su amo y la etiqueta obligaba a Khalid el Bey a retirarse de la puja.

Marie fue a parar a la Casa de la Felicidad y Yasmin la adiestró como cortesana. Pero justo cuando estaba a punto de tocarle hacer su debut, Khalid la eligió como regalo para Jean.

Celestine no tuvo tanta suerte. Su resistencia inicial a los acosos de Jamil, le aseguró un éxito inmediato con él. Pero la niña, en su inocencia, se enamoró del cruel capitán y eso hizo que el interés de él se desvaneciera. Cuando el gobernador dio instrucciones a su eunuco de que la vendiera, Celestine se suicidó saltando desde el tejado de una de las torres de la fortaleza Casbah.

Marie se había sentido desolada por esa muerte. Le parecía especialmente terrible a la luz de su propia buena suerte. El amor de Jean la había sostenido en esos momentos. Pero el gobernador turco se había ganado una enemiga. Marie todavía no sabía cómo, pero había jurado vengarse.

Ese día, sin embargo, la venganza no estaba en su cabeza. La noticia de que su ama estaba embarazada la había llenado de felicidad.

– Yo traeré al mundo a los bebés de ambas -le dijo a Skye con orgullo-. Mi madre era la mejor comadrona de las tres aldeas vecinas en Bretaña y yo la ayudaba muchas veces.

– El médico me ha dicho -aclaró Skye- que ya he dado a luz a más de un bebé, pero no me acuerdo. -Suspiró y se preguntó por esos niños. ¿Estarían vivos? ¿Serían niñas o varones? ¿Cuántos años tendrían?

– La señora no debe alimentar al niño -la retó Marie.

Skye sonrió con tristeza ante la muchacha que, con varios años menos que ella, la trataba como una madre a una hija.