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– No puedo dejar de preguntarme si mis hijos me extrañan -dijo. Los ojos castaños de Marie se llenaron de lágrimas y Skye se sintió culpable y abrazó con fuerza a la muchacha-. Ahora te he puesto triste y eso no está bien. Dicen que las mujeres embarazadas son muy emocionales. ¿Será verdad? Yo me pongo morbosa y tú lloras. -Hizo una mueca como para burlarse de sí misma y Marie rió a través de las lágrimas.

Skye sonrió y preguntó:

– Maestro Jean, ¿lo dejamos por hoy? Si es así, pasaré el resto de la tarde con Marie en los baños.

El secretario del Bey asintió. Khalid el Bey era un hombre bueno, amable, considerado, y su esposa era una gran dama. A Jean le encantaba que Marie y Skye fueran amigas.

– Id, mi dama. Habéis avanzado tanto con estas cuentas que me llevará al menos dos días alcanzaros. -Sonrió con alegría mientras las dos mujeres se alejaban. La vida era hermosa en casa del Bey.

Esa noche, justo antes de que se sirviera la cena, llegó el capitán Robert Small, cargado de regalos para Skye y gritando sus saludos de marino. Khalid estaba encantado, porque su amigo se había acordado de su esposa, y Skye, conmovida por la forma en que Small se había preocupado por elegir lo que traía. Había varios rollos de seda china, especias raras y un largo collar de perlas de las Indias Orientales. Del Nuevo Mundo, el capitán le había traído una caja de oro delicadamente tallada, forrada en lino blanco, que contenía el collar, el brazalete y los pendientes de esmeraldas colombianas más hermosas que Khalid el Bey hubiera visto en su vida. Las esmeraldas, engarzadas en oro, brillaban con el fuego azul que sólo tienen las mejores piedras.

– Me recordaron vuestros ojos -murmuró el capitán, enrojeciendo.

– Pero, Robbie -sonrió Skye-, ¡qué observador eres! ¡Y qué generoso! -Se inclinó y besó la mejilla hirsuta del capitán-. Muchas gracias.

– Cenarás con nosotros -dijo Khalid. No era una pregunta. Skye fue a avisar al cocinero.

El marino se acomodó en un diván.

– No necesito preguntarte cómo te va, Khalid. Veo que la vida de casado te sienta bien.

– Muy bien, Robbie. ¿Crees que también me irá bien como padre?

– ¡No me digas! -Una expresión de profunda alegría cruzó los ojos del inglés mientras el Bey asentía-. Por Dios, Khalid, qué toro… En mi próximo viaje traeré algo para tu hijo.

– O hija.

– No, hombre, primero varios muchachos. Después una niña, para malcriarla, así es como se hace.

Khalid rió con fuerza.

– Ya está hecho, amigo mío. Debemos aceptar lo que nos dé Alá y estar agradecidos.

La cena se sirvió sin más dilaciones y Robert Small se acomodó junto a la mesa sobre los almohadones. Skye se sentó en un extremo para controlar a los esclavos. Sirvieron una pierna de lechal frotada con ajo y rellena de brotes de romero, sobre un lecho de verduras rodeado de cebollitas asadas. Un bol de alcachofas en aceite de oliva y vinagre de vino tinto. Otro bol de arroz blanco con semillas de sésamo, aceitunas negras, pimienta verde y cebolla salteada. Fuentes con huevos escalfados, aceitunas verdes y púrpuras, tiras de pimiento rojo y tiernas escalonias verdes. Esa comida casera y muy simple se completaba con una canasta de hogazas de pan redondas y chatas, y una fuente de plata con mantequilla. Los esclavos, discretos y atentos, mantenían las copas de cristal llenas de jugo de pomelo fresco sazonado con especias.

Cuando terminó ese primer plato, los esclavos retiraron las fuentes y trajeron boles de plata con agua tibia y perfumada, y pequeñas toallas de lino. El postre consistía en una gran fuente de fruta fresca: dátiles dorados, redondas naranjas de Sevilla, enormes higos, racimos de uva negra y blanca, rojas y tiernas cerezas y peras verdes y doradas. Había también una canasta de filigrana, que contenía pastelitos rellenos de una mezcla de almendra picada y miel. Skye sirvió el espeso café turco preparado a la perfección.

Después se repartieron toallas templadas, para que todos pudieran limpiarse los dedos pegajosos, y los esclavos trajeron pipas para los caballeros. Dos muchachas tocaron música y cantaron suavemente desde las sombras, mientras los hombres fumaban y charlaban. Skye notó que Khalid parecía más cansado que otros días y le hizo una broma:

– Soy yo la que tendría que estar cansada, no tú, mi señor.

Él rió, ahogando un suspiro.

– La idea de la paternidad es agotadora, amor mío. Casi no puedo mantener los ojos abiertos. Voy a retirarme, porque creo que si no me quedaré dormido aquí mismo. Robbie, quédate un rato. Skye tiene muchas preguntas que hacerte y no le he dado ni la más mínima oportunidad. -Se puso en pie. Skye también se levantó y lo abrazó.

– ¿No te importa que me quede un momento?

– No, mi Skye. Llena esa cabecita tuya de las cosas que necesitas saber. -La besó con ternura-. Alá, ¡qué hermosa eres! Este caftán blanco de seda y el bordado de oro destacan las esmeraldas que te ha traído Robbie… Y la llama azul en el centro de las piedras se parece mucho a tus ojos, tal como dice nuestro amigo. -La besó de nuevo-. No me despiertes cuando te acuestes, amor. Dormiré toda la noche.

Ella lo besó también.

– Que descanses, amor mío. ¡Te amo!

Él sonrió con alegría, tocándole la mejilla con un gesto familiar, lleno de ternura. Luego, se despidió de Robert Small y salió del comedor.

– Has sido muy buena para él -dijo el inglés.

– Él es bueno conmigo -le contestó ella.

– ¿No has recuperado la memoria, pequeña? ¿Ni siquiera imágenes sueltas?

– No, Robbie, nada. A veces un sonido, algo que me resulta familiar, pero nunca algo preciso. Pero ya no me importa. Soy feliz como esposa de Khalid el Bey. Lo amo mucho.

Siguieron hablando un rato.

Mientras tanto, en una esquina del jardín se abrió una pequeña puerta que dejó pasar a una figura oscura, envuelta en un velo. Lenta, sigilosamente, Yasmin se abrió paso a través del jardín, sin apartarse de las sombras. Vio dos figuras que conversaban en el salón. Una vestía de blanco. Tenía que ser Khalid. Siempre había vestido de blanco por las tardes y hasta lo había visto de blanco esa misma tarde en su ronda. Oyó una risa en la que reconoció al capitán Small. El capitán y Khalid estaban hablando y seguramente la visita se prolongaría todavía un rato.

Yasmin se preguntó si debía esperar hasta que también Khalid se acostase. La idea de matar a Skye en las narices de Khalid era tentadora. Yasmin adoraba a su amo, pero no podía perdonarle que se hubiera casado con Skye.

Se arrastró pegada a la pared del salón, manteniéndose fuera del alcance de las luces. Oyó el murmullo de las voces, pero sin entender lo que hablaban. «No importa», pensó. Se deslizó por una ventana francesa, subió por las escaleras traseras, que estaban en penumbra, y llegó hasta el dormitorio principal. La puerta estaba abierta y se quedó allí un momento, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Conocía bien la habitación. Miró en dirección a la cama, distinguió una figura acostada, envuelta en las sábanas. Y no lo dudó. Fue hasta la cama y hundió la daga, una y otra vez, en ese ser dormido que gruñó una vez y luego se quedó inmóvil. Yasmin tembló de alegría. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Su rival! ¡Su enemiga! ¡Skye había muerto! Tuvo ganas de gritar de entusiasmo.

Luego, detrás de ella, alguien aulló, un gemido largo, desgarrador. Yasmin se volvió y vio a una esclava que se aferraba a una jarra de agua. La jarra se le cayó de las manos. Yasmin se quedó helada, mirando cómo el cristal estallaba sobre las baldosas y cómo el agua se mezclaba con los trozos formando un arco iris de gotitas desperdigadas sobre el suelo y las alfombras. No podía moverse. Se quedó allí paralizada mientras los gritos de la esclava invadían la casa.

Cuando escuchó los pasos que subían por la escalera, logró por fin moverse. Fue hasta la puerta, empujó a la esclava y trató de huir, pero la esclava la agarró del brazo, gritando: