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– ¡Mi señor Jamil! ¡No podéis entrar en el dormitorio de mi señora! ¡Su pena es demasiado grande para ser compartida con testigos!

– Yo era el mejor amigo de Khalid el Bey -ladró la voz poderosa del gobernador.

«¡Qué Alá lo maldiga!», pensó Skye.

– Es mi obligación consolar a su viuda. ¡Fuera de mi camino! Khalid habría hecho lo mismo por mí.

«Que Alá lo mate en este instante, porque no creo que pueda mirarlo sin traicionarme», pensó Skye en un grito silencioso, pero respiró hondo y trató de calmarse. Vengaría a Khalid.

La puerta se abrió de nuevo y ella supo que Jamil había entrado. Escuchó un ruidito a su alrededor y se dio cuenta de que sus mujeres se habían marchado, dejándola a solas con él. Sollozó.

– Skye, querida, lo lamento tanto…

Ella sollozó con más fuerza todavía, luchando por no reaccionar cuando sintió su mano sobre el hombro. El gobernador la forzó a levantar la cabeza con la otra mano y la miró a los ojos. Era evidente que le sorprendía la profundidad del dolor que vio en ellos, pero, de todos modos, siguió adelante con su plan.

– No temas, hermosa Skye, me ocuparé de ti como lo hacía Khalid -¡Por Dios! Esas esmeraldas valían el rescate de un rey.

– Estoy tan…, tan sola ahora Jamil.

– Yo me ocuparé de ti -repitió él mientras desviaba los ojos hacia los senos de la viuda. Parecían más llenos que antes. ¡Maldita sea! Hubiera deseado tomarla allí mismo, pero no se podía jugar con una viuda mientras el cuerpo de su esposo se enfriaba todavía en la habitación contigua. Ya habría tiempo… Si actuaba con precipitación tal vez perdería la oportunidad de poner las manos sobre la riqueza inmensa de esa mujer.

Ella se apretó contra él, llorando, mojándole la camisa, casi desvanecida entre sus fuertes brazos. ¡Por Fátima, sí que era hermosa! Jamil oía su propia respiración entrecortada, mientras sus ojos devoraban ese cuerpo repleto de curvas perfectas. No quería soltarla, pero no podía seguir sosteniendo así a una mujer a punto de perder el conocimiento. Se puso en pie, la llevó hasta el sillón y la acomodó en él.

«Mira bien, bastardo mal nacido -pensó ella mientras lo observaba con los ojos entornados-. Sueña el último de tus sueños de lujuria, porque no conseguirás otra cosa que sueños.»

Finalmente, Jamil suspiró y se fue a regañadientes. Ella siguió sentada, tranquila, sin moverse, hasta que Marie se unió a ella para decirle que todos en la casa sabían que serían severamente castigados si no la cuidaban con sumo respeto.

– ¡Bestia! ¡Dice que cuidará de mí como hacía mi señor Khalid! ¡Apenas si he podido contenerme y no vomitar cuando me ha tocado! ¡Ah, Marie! ¿Dónde está la justicia en este mundo? ¿Por qué ha tenido que morir Khalid, tan bueno y dulce, mientras que Jamil sigue vivo?

Los ojos de la francesa volvieron a llenarse de lágrimas.

– ¡Ah, señora! Quisiera saber qué contestaros…

Marie se quedó con Skye toda la noche. Ninguna de las dos durmió.

Los arreglos para el funeral se hicieron por la mañana, porque era jueves y, a menos que lo enterraran antes de la caída del sol del sabath, no podrían hacerlo hasta el sábado. Primero lavaron el cuerpo, luego lo envolvieron en una mortaja blanca y sin mácula, que había sido impregnada con las aguas del pozo sagrado de La Meca, el Zamzam, cuando Khalid el Bey hizo su viaje a la Ciudad Sagrada.

Del brazo del gobernador, la desolada y hermosa viuda del Bey, vestida totalmente de blanco, con una banda de luto alrededor de la cabeza, encabezó la procesión a través de la ciudad hasta el cementerio, y dirigió el minucioso ritual de lamentaciones para las mujeres y de lecturas del Corán para los hombres.

La tumba del Bey, una pequeña construcción coronada por una cúpula blanca de mármol, miraba hacia el puerto. Colocaron el cuerpo con el rostro orientado hacia la ciudad sagrada y recitaron las plegarias finales para ayudarlo a llegar felizmente al paraíso. Las pronunció el joven intérprete de las Escrituras, que también los había casado. Skye permitió que enterraran honorablemente a Yasmin, y su cuerpo amortajado fue colocado a los pies del de su amo con la esperanza de que pudiera servirlo en el paraíso. En su dolor, Skye se aferró al cuerpo de su esposo en la tumba y tuvieron que separarla por la fuerza.

Con la caída del sol, Skye estaría a salvo de Jamil durante veinticuatro horas, y durante esas horas, Jean trabajaría febrilmente con Robert Small y Simón ben Judah para poner en orden los asuntos del Bey. El joyero, cuyo sabath seguía al del Islam, conocía a varios compradores posibles para los negocios del Bey, pero no se podía hablar con ellos hasta el domingo, que en Argel era el primer día de la semana.

El sábado por la mañana, un esclavo salió de la casa del Bey con un mensaje para el gobernador de la fortaleza de Casbah. Jamil leyó las palabras dos veces, como si buscara un sentido oculto entre líneas. «Mi señor Jamil, aprecio profundamente vuestra amabilidad. Durante los próximos treinta días me recluiré en un luto absoluto y no recibiré a ningún visitante. Sé que aprobaréis mi decisión.» Firmado: «Skye, viuda de Khalid el Bey.»

Jamil apretó los dientes, frustrado y lleno de rabia. Se daba cuenta de que no podía proponer en matrimonio a una viuda tan reciente, pero había pensado volverla loca de amor para impedir que se la arrebatara algún otro. Luego se le ocurrió algo que le hizo sonreír. Esos treinta días tal vez lo ayudarían. Skye era joven y estaba acostumbrada a hacer el amor regularmente. Después de un mes de abstinencia, sucumbiría con rapidez. Sonrió y dictó a su secretario una respuesta a la carta.

«Lady Skye. Respetaré vuestro período de luto, aunque desearía veros antes. Iré a visitaros puntualmente dentro de treinta días.» Firmado: «Jamil, gobernador de la fortaleza Casbah.»

Skye leyó el mensaje y sonrió. Podía oler la frustración que había detrás de esas palabras y le alegraba herir a Jamil aunque fuera de esa forma. En un mes, los asuntos y negocios de Khalid el Bey en Argel estarían listos para ser finiquitados y ella habría escapado.

Y como si el espíritu de Khalid velara por ella, los días se sucedieron sin sobresaltos y todo salió bien. Simón ben Judah explicó a todos los posibles compradores que había gente menos honesta que ellos que podrían querer engañar a una pobre viuda indefensa y que por eso les pedía que mantuvieran todo en el más estricto secreto, y como los que querían comprar no deseaban que otros se enterasen, el secreto se mantuvo. Cuando finalmente se cerraron las operaciones, Skye comprobó que su fortuna se había duplicado. Transfirió el dinero a Londres, en monedas. La casa y el quiosco de la playa pasaron a manos de Osman, el astrólogo.

Osman fue una de las pocas personas que Skye recibió durante el mes de luto. Había venido una tarde para decirle que deseaba adquirir la casa y el quiosco para él y la hermosa esclava que Khalid le había regalado el día de la boda. Ella se lo vendió con alegría. Le agradaba saber que los lugares que el Bey había amado tanto serían de alguien a quien Khalid había querido y respetado. Skye y Osman se sentaron juntos en el jardín de la casa y ella le sirvió café y tortitas de miel.

– Estáis esperando un bebé -dijo él con calma.

– Sí -le contestó ella sin sorprenderse-. Se lo dije a Khalid la noche que… Estaba tan contento…

– Lo hicisteis muy feliz, Skye. Fuisteis su alegría. Yo le advertí que vuestro destino no era quedaros con él, que volveríais con los vuestros y sé que pronto emprenderéis ese viaje.