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– ¡Osman! ¿Me estáis diciendo que he sido la causa de la muerte de Khalid?

– No, querida, no debéis culparos. Khalid el Bey vivió su destino tal como se había planeado desde el principio de los tiempos. Ahora vos debéis seguir el vuestro.

– ¿Quién soy, Osman?

– No lo sé, Skye, pero os diré lo que sí sé, lo que le dije a vuestro esposo antes de la boda. Nacisteis bajo el signo de Capricornio. Vuestra tierra es un lugar hermoso y lleno de niebla, habitado por espíritus poderosos y fuerzas psíquicas. Siempre controlaréis vuestro destino, y os reuniréis con vuestro verdadero compañero.

– ¡Khalid el Bey era mi compañero! -ladró ella, furiosa.

– No, Skye no. Él os amó profundamente, nunca lo dudéis, y sé que vos lo amasteis. Pero hay otro hombre en vuestra vida, alguien que es una fuerza en vos. Estuvo a vuestro lado antes y volverá a su tiempo. Seguid vuestros impulsos, querida, nunca os engañarán.

– ¿Y mi bebé?

– Nacerá sin problemas, Skye, y vivirá hasta la vejez, como vos.

– Gracias, Osman. Siempre llevaré en mí los recuerdos de Khalid, pero llevar en mí a su hijo es algo todavía más maravilloso. Gracias por la seguridad que me dais.

El astrólogo se puso en pie.

– Ahora me voy, querida, y os diré adiós por última vez. Ya que no estaba en la ciudad cuando murió Khalid, permitidme que os presente mis condolencias ahora. Pero si el hombre que vigila esta casa con tanto encono me ve aquí de nuevo, sabrá que tenéis algo entre manos, de modo que no volveré.

– ¡Jamil ha puesto a un hombre a vigilar mi casa! -exclamó ella-. ¿Cómo se atreve? ¡Qué insolencia!

Osman rió.

– Querida mía, se ve a sí mismo como dueño de todo lo que tenía Khalid el Bey y quiere descorazonar a cualquier otro hombre que os desee como esposa.

– Preferiría casarme con una serpiente antes que con él.

– Eso no será necesario -replicó el astrólogo con sequedad-. Os escaparéis con facilidad. Él no sospecha nada. ¿Cuándo os vais?

– Dentro de dos noches. Con la luz de la luna.

– Bien, pero tened cuidado. ¿Y los esclavos?

– Los he liberado. Les daré dinero para empezar una nueva vida. Jean y Marie vendrán conmigo.

– Decidles a los demás que les daré empleo si quieren quedarse. Pedid a los que quieran quedarse que me esperen hasta que tome posesión de la casa dentro de seis días. Si siguen en su puesto como si todo siguiera igual, los espías del gobernador no sospecharán nada. Eso os dará varios días de ventaja. Será suficiente para salir a mar abierto, y una vez allí, será imposible seguiros.

– Gracias, Osman, ¿cómo puedo pagaros?

Él sonrió.

– Interpretando el papel que os ha asignado Alá, querida mía.

Entraron en la casa y se despidieron en el vestíbulo. Skye le tomó la mano y se la llevó a los labios.

– Saalam, Osman, amigo mío.

– Saalam, Skye, hija mía. Que Alá sea con vos.

Durante los días siguientes, las emociones de Skye fluctuaron constantemente. Estaba asustada. Tenía miedo de lo que la esperaba en la ciudad extranjera de Londres, un mundo desconocido. Pero se sentía feliz con la idea de que le estaba ganando la partida a Jamil. A ratos, se sentía frustrada porque veía que no podía infligirle un daño más grande en venganza por la muerte de Khalid. Sentía alivio y alegría al pensar que Jean, Marie y el capitán Small viajarían con ella, pero tristeza por dejar a un amigo querido como Osman.

Llegó la noche de la partida y se quedó con Marie haciendo un pequeño inventario de las pocas cosas que quería llevarse consigo. La mayor parte de su ropero se quedaría en Argel, por supuesto. Esa ropa no servía de nada en Inglaterra. Sin embargo, quería llevarse algunos de los caftanes para usarlos en la intimidad de su dormitorio. Esa ropa ligera y amplia le sería muy útil en los últimos meses del embarazo. Había hecho coser las piedras preciosas sueltas y las joyas engarzadas que guardaba Khalid a las ropas que usarían en el viaje, para transportarlas con mayor facilidad. Se llevaba sus peines y cepillos de oro, sus frascos de carísimos perfumes y otras cosas que tenían para ella un valor sentimental. Lo había empaquetado todo con sumo cuidado en cajones de madera de cedro y lo había pasado de sirviente en sirviente hasta el marinero inglés que esperaba en la oscuridad de la puerta del jardín. Jamil, que no conocía esa puertecita secreta, no había apostado allí a ningún vigía.

Skye subió al tejado de la casa y miró por última vez la ciudad de Argel. Allá abajo brillaban las luces de la noche, y oyó, finalmente, el rumor de la vida que gemía y lloraba y reía en las calles. Por encima, el brillo de las casas se reflejaba en el cielo de terciopelo y ella lo miró fijamente como tratando de perforar la oscuridad.

– ¡Oh, Khalid! -suspiró, y saltó, asustada por el sonido de su propia voz.

No había llorado desde la noche que lo enterraron, pero ahora logró hacerlo sin detenerse, sin control. Se quedó de pie en el centro de la terraza con la cara levantada hacia el cielo, mientras dejaba que el dolor le bañara las mejillas. Y cuando sintió que ya había llorado cuanto podía, se dijo con suavidad:

– No volveré a llorar así por ti, mi Khalid, mi amor. Tengo tu recuerdo y tengo a nuestro hijo, que no te conocerá nunca. Y tengo que abandonar nuestro hogar, Khalid. Espero que me desees suerte. Yo te deseo lo mismo. -Estaba de pie, tranquila, y en ese momento, una paz inmensa inundó su cuerpo y supo que él estaba de acuerdo con lo que ella hacía-. Gracias, amor mío -dijo. Miró la terraza por última vez y bajó hasta la planta baja de la casa, donde la esperaban los sirvientes para despedirse de ella.

Les habló con tranquilidad, personalmente, uno por uno y ellos le agradecieron la libertad que les había concedido y el dinero de la despedida. Todos habían decidido quedarse a las órdenes de Osman, por lo menos al principio. Cuando la despedida terminó, Skye se unió a Jean y Marie, y juntos atravesaron los jardines para salir por la puertecita del fondo.

La litera cerrada que debía estar allí los estaba esperando. Subieron sin decir palabra, abstraídos en sus propios pensamientos. Los porteadores los llevaron a través de la ciudad hasta el puerto. El capitán Small los esperaba allí y, apenas subieron a la nave, la Nadadora, levaron anclas y el barco se alejó del muelle. Mientras el primer oficial dirigía la operación, Robert Small escoltó a sus pasajeros a sus respectivos camarotes.

Skye no recordaba su llegada a Argel. Pero siempre recordaría la partida. En una colina sobre el muelle, vio el lugar en el que yacía su esposo bajo la tumba de mármol. Y por encima, las siniestras torres de la fortaleza Casbah.

Marie la miró y sonrió con amargura.

– Estamos muy bien vengadas, señora -dijo-. Esta mañana he enviado al gobernador un plato de dulces en vuestro nombre. Los hice yo misma. Uno de los ingredientes es una hierba que lo convertirá en impotente para el resto de su vida. Nunca volverá a hacer daño a una mujer por su lujuria.

– ¡Marie! ¡Ah, maravilloso! Imagina su horror y su vergüenza… ¡Cómo me gustaría estar allí cuando lo descubra!

Las dos mujeres se quedaron mirando en silencio cómo las luces de la ciudad desaparecían en la distancia. Luego, Marie pasó un brazo sobre el hombro de Skye y la llevó al camarote, donde por primera vez en varias semanas, Skye durmió profundamente.

Ahora que la tensión había desaparecido de su vida, empezó a comportarse como una mujer embarazada. Empezó a tener antojos y siempre estaba cansada. Se inquietó y sintió mareos cuando el barco entró en una tormenta al salir de la bahía de Vizcaya.

Marie y Jean se sentaron una tarde con el capitán Small a discutir el futuro de Skye. Todos estuvieron de acuerdo en que Londres no era el lugar apropiado para una mujer que iba a ser madre.

– Es vuestro país -le dijo Marie al inglés-. ¿Adónde podemos llevar a la señora para que dé a luz con comodidad?