Skye se alegró de ver a sus dos amigos tan contentos. No sabía cómo agradecérselo a la hermana de Robert, pero la inglesa hizo un gesto como para que dejara de pensar en ello, mientras le brillaban los ojos azules.
– No hace falta, pequeña. ¿Para qué están los amigos? -Y después condujo a Skye hasta la planta alta de la casa principal.
Las habitaciones de Skye ocupaban el ala sudoeste del segundo piso. El salón tenía un gran hogar de piedra gris con una repisa tallada. Las dos grandes ventanas, en forma de diamante, con paneles de plomo, estaban adornadas con cortinas de terciopelo azul oscuro. Una mirada al sur, sobre la rosaleda, que ahora estaba toda florecida. Los suelos de tablones anchos y pulidos de roble estaban cubiertos de mullidas alfombras turcas azules. En la otra parte de la habitación, a ambos lados del hogar, había dos puertas arqueadas y revestidas con paneles de madera. Ambas daban al dormitorio cuyas ventanas se abrían hacia el sur y el oeste. La habitación era luminosa y brillante todo el año, sobre todo en invierno. La chimenea, que daba la espalda a la del comedor, tenía una hermosa repisa de baldosas. Las cortinas eran de terciopelo rosa y el color hacía juego con la cama y con la colcha. Había también una alfombra turca en oro y azul.
Al fondo del dormitorio había un pequeño ropero. Los muebles eran de roble. Había jarrones con flores frescas en las tres habitaciones. Skye supo que allí sería feliz.
Cecily le presentó a una muchacha de mejillas sonrosadas como manzanas, a la que llevaba de la mano.
– Ella es Daisy, querida. La he elegido para que cuide de ti.
La muchacha mostró una sonrisa amistosa, dejando ver unos dientes no del todo sanos, y después hizo una reverencia.
– Me place serviros, señora.
Skye sonrió.
– Gracias, Daisy. He estado varias semanas en un barco y lo que realmente deseo en este momento es un buen baño. ¿Te parece que se puede arreglar?
– ¡Sí, señora! Os sacaré las botas, y mientras descansáis un ratito, prepararé el baño.
Cecily sonrió con alegría.
– Os dejo en buenas manos, Skye. Daisy os conducirá al salón a la hora de la cena.
En menos de una hora, Skye estaba disfrutando de una buena tina de agua caliente junto a la chimenea de su dormitorio. Habían colocado una pantalla circular alrededor de la profunda tina de roble. Se sumergió en la tibieza, agradecida, y sintió cómo se relajaba su cuerpo después de semanas de navegación. El aire se llenó de la fragancia damasquina del jabón. Daisy se movía en silencio por la habitación, desempaquetando los baúles de Skye y colocando la ropa en su lugar. Para su sorpresa, Skye había descubierto dos baúles con la última moda inglesa en su camarote del barco. Robbie se había reído:
– Argel es un puerto internacional, Skye. Hay de todo.
Daisy salió de detrás de la cortina y cogió el jabón para lavar a Skye, mientras charlaba todo el tiempo con alegría.
– Ah, madame, vamos a sacaros toda esta horrible y pegajosa sal. ¡Mi Dios! ¡Qué hermoso color de piel tenéis! -Frotaba con fuerza, lavando a fondo el cabello renegrido de Skye, que luego secó con cuidado y aseguró en un moño sobre la cabeza.
Skye salió de la tina y Daisy la envolvió en una toalla templada. Una vez que se hubo secado, Skye se acercó al espejo y se examinó con cuidado. Era evidente que los senos habían aumentado de volumen, y empezaba a notar una cierta redondez en el vientre. ¿Cómo sería el hijo de Khalid? ¿Tendría los ojos dorados y el cabello rizado como su padre? «¡Ah, Khalid, cómo te extraño!»
En silencio, Skye se dejó poner un vestido de seda azul oscura. Era simple, pero elegante, y era acorde con su situación de joven viuda de un rico mercader. Las joyas que lo acompañaban eran los anillos que le había regalado Khalid, un zafiro y el anillo de oro de la boda. Tenía el cabello cepillado y peinado en corona sobre su cabeza. Y sobre el cabello, usaba una elegante gorra blanca.
Allí vivían solamente Skye, Robert y Cecily Small, de modo que la cena era simple. Jean y Marie habían preferido quedarse en su casa. Skye no podía culparlos, porque era la primera vez en su vida de casados que podrían disfrutar de una intimidad completa. ¡Ah, ella los envidiaba! Se sacudió los recuerdos con un gesto. Khalid el Bey había muerto y ella debía seguir adelante.
Robert Small le había creado una identidad que le serviría para satisfacer la curiosidad de la gente. Admitiría ser irlandesa y explicaría de este modo la ausencia de un apellido de soltera y un pasado: un capitán la había llevado de muy pequeña a un convento francés en Argel, al haber muerto sus padres en su barco, en el que viajaban con pasajeros. El capitán no conocía sus nombres, porque ellos habían pagado el pasaje en oro por adelantado. La niña, que tenía unos cinco años más o menos, y que decía llamarse Skye, creció con las monjas católicas de Argel. Cuando tenía dieciséis años, el señor Goya del Fuentes la vio rezando en la iglesia y pidió su mano a las monjas. Era un hombre rico y uno de los mercaderes más respetables de la ciudad. Cuando murió súbitamente, Skye decidió marcharse a Inglaterra, y Robert Small, como socio de su esposo, la había tomado bajo su protección.
Cecily conocía la verdadera historia de Skye, por supuesto, pero estaba de acuerdo con su hermano en que una historia menos espectacular sería mucho más adecuada para los extraños.
Los amigos y los parientes de la familia Small aceptaron de buen grado la llegada de Skye y sus sirvientes, y su estancia en Wren Court. Los sirvientes, que pasaban chismes de una casa a otra, sentían afecto por aquella pobre viuda embarazada. Skye era modesta y amable, una dama en todo sentido, aunque fuera papista. El recuerdo de Mary Tudor todavía estaba fresco entre los ingleses, que en general toleraban el catolicismo.
La primera nevada no cayó hasta poco antes de Navidad y los habitantes de Devon empezaron a hablar del duro invierno que se acercaba. Skye había confiado el secreto de su memoria perdida al sacerdote del lugar. El padre Paul, anciano y amable, le había vuelto a enseñar los rudimentos de la religión católica.
Aunque sus enseñanzas no evocaron nada en particular en la mente de Skye, le parecieron extrañamente reconfortantes. Había decidido hacerlo porque le parecía que si no acudía jamás a una iglesia católica, despertaría las sospechas de todos. Era evidente que en Inglaterra era necesaria una etiqueta y que, incluso con la de papista, podía ser una mujer más respetable que sin ninguna.
Un poco después de Candelaria, en febrero, Marie dio a luz a un varón grandote al que bautizó con el nombre de Henri. Skye le había bordado algunos trajecitos. Le encantaba sentarse en casa de Marie mientras ella alimentaba al niño. El bebé que ella llevaba en su seno era fuerte y pateaba constantemente, lo cual la incomodaba pero la alegraba también. Había decidido llamarle James, que era la traducción inglesa del nombre español de Khalid el Bey, Diego. A medida que se acercaba el momento, se sentía más intrigada y ansiosa con la idea del nacimiento.
El 5 de abril, antes de que Cecily tuviera tiempo de llamar a la comadrona, nació el bebé de Skye. Marie se ocupó de todo y el parto fue rápido y no presentó complicaciones. Apenas el bebé pasó entre las piernas de su madre y dio un grito, Skye cayó en un desmayo reparador.
Marie murmuró mientras le entregaba la criatura a Cecily:
– ¡Pobre señora! ¡Bueno, es la voluntad del Señor!
Cuando Skye abrió los ojos, se descubrió vestida con un camisón limpio y con el cabello cepillado y peinado en dos trenzas.