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– La viuda del socio del capitán Small.

– No es española.

– Su esposo era español. Ella es irlandesa.

– Es magnífica. Y un día será mía. Sí -dijo Southwood.

– He oído que te gustan las mujeres que no saben defenderse. La señora Goya del Fuentes es muy rica, Geoff. No podrás asustarla y no la ganarás con tres monedas, te lo aseguro. Te predigo que te mandará a paseo.

– ¿Cuánto apostarías, Richard?

De Grenville dejó que una sonrisa le encendiera el rostro. Southwood tenía un magnífico semental que él deseaba.

– Un año, Geoff. Al final de ese tiempo, me darás tu Fuego de Dragón.

– Seis meses, Dickon, y después de eso me darás tu barca.

De Grenville hizo una mueca. Su barca era la más elegante del río y hasta la reina la envidiaba. Sin embargo, razonó, la señora Goya del Fuentes no era ligera de cascos, y era evidente que Southwood la había disgustado mucho. Era muy difícil que sucumbiera y, además, realmente deseaba el potro.

– ¡Hecho! -dijo en tono burlón-. Tu potro contra mi barca. El plazo es seis meses a partir de hoy. -Tendió la mano y Southwood se la apretó con fuerza.

– Trata de no estropear mi barca este otoño, Dickon -se burló el conde-. Cuando llegue la primavera quiero llevar de paseo a mi nueva amante en ella.

– No pienso estropearla, Geoff. Y tú, cuida a mi potro y no lo sobrealimentes…

Los dos hombres se separaron. Cada uno estaba seguro de que ya tenía lo que siempre había deseado del otro.

Geoffrey Southwood no sabía lo que lo intrigaba más, si la hermosura de la viuda, su aire de dama de alta sociedad o su desdén. Le gustaba la idea del desafío, el cortejo, la conquista. Y sería la envidia de Londres si la conseguía como amante. Sería suya, fuera como fuera.

Capítulo 14

La casa de Skye estaba sobre el Strand on the Green en la aldea de Chiswick, en las afueras de Londres. Era el último edificio de la calle y era mucho menos pretencioso que los edificios vecinos. Más allá quedaban los palacios de los grandes señores como Salisbury, Worcester y el obispo de Durham.

Skye y los suyos habían navegado por la costa desde Plymouth, hasta la boca del Támesis. Allí, La Nadadora había anclado un tiempo a la espera de una oportunidad para atracar en Londres. Skye, Jean Morlaix y Robert Small habían desembarcado y cabalgado para adelantarse. Pasarían varias semanas hasta que el barco pudiera obtener espacio en el muelle de la ciudad y Robert Small confiaba en su primer oficial para hacerse cargo del mando en su ausencia.

Rodearon el centro de la ciudad y pronto llegaron a Chiswick. Era una pequeña y encantadora aldea con una hostería excelente, el Cisne, en uno de los extremos de la calle. Se detuvieron allí para refrescarse con copas de sidra recién embotellada, pan caliente, jamón rosado y un queso dorado y picante. Skye estaba hambrienta y comió con ganas, cosa que el dueño de la hostería, gordo y grandote, aprobó con alegría. Cuando la vio comer así, le sirvió otra copa.

– ¿Estáis de paso? -preguntó.

Skye le dedicó una sonrisa arrolladora que lo dejó sin habla.

– No -dijo-. Tengo una casa aquí, señor, y he venido a vivir en ella.

– ¿Qué casa, señora? Creía conocer a todos los habitantes de la aldea y sus familias. He crecido aquí. Desde que hay una hostería en Chiswick, es de los Monypenny; ése es mi apellido. En realidad -dijo y rió entre dientes mientras su enorme vientre se bamboleaba bajo la camisa-, nadie está muy seguro de quién llegó primero, si el Cisne o los Monypenny. ¡Ja, ja, ja!

Jean y el capitán miraron a un lado, pero Skye rió y eso hizo que el hostelero se sintiera todavía más contento.

– Soy la señora Goya del Fuentes, señor Monypenny. Mi casa se llama Bosqueverde y es la última sobre el Strand. Pertenecía a mi esposo.

– ¿Sois española? -la voz del hostelero se había llenado de desaprobación.

– Mi esposo lo era. Yo soy irlandesa.

– Irlandesa…, casi tan malo como ser española -fue la respuesta.

– Mon Dieu! Quel cochon! -murmuró Jean.

– Señor Monypenny… Os agradeceré mucho que recordéis vuestros buenos modales cuando os dirigís a la señora. Ella es una dama respetable y buena, y no permitiré que la insulten en mi presencia. -La mano de Robert Small se posó en su espada.

El gordo hostelero miró al pequeño capitán.

– ¡Que el señor me proteja! -dijo y rió entre dientes-. Debe de ser realmente una dama importante para que la hormiga se atreva a enfrentarse con la araña… Mis disculpas, señora, es que el recuerdo de Mary la Sangrienta y su esposo español es algo difícil de olvidar.

– ¿Mary la Sangrienta?

– La última reina. La que estaba casada con Felipe de España. La hermanastra de la reina Isabel.

– Ah, sí, claro, señor Monypenny. Comprendo -dijo Skye. Había oído la historia de la triste hija de Catalina de Aragón de labios de Cecily Small-. Bueno puedo aseguraros que no me parezco a Mary en nada. Mi hija y yo no tenemos familia en España y por eso he venido a Inglaterra. La hospitalidad inglesa es famosa en todo el mundo.

El hostelero se infló de orgullo.

– Y así debe ser, señora. Así debe ser. Seréis feliz aquí, en Strand. Ahora, si me disculpáis, tengo trabajo… Vuestra casa es la última de la calle. ¡Ah!, el último inquilino la dejó en muy malas condiciones, señora, si me permitís decirlo. Creo que deberíais tomar una habitación aquí para vos y los vuestros. La verdad es que vuestra casa no es habitable como está.

– ¡Robbie! ¿No le notificaron al agente que me preparara la casa?

– Claro que sí, Skye.

El hostelero hizo un gesto de tristeza.

– El agente es el señor Taylor, ¿verdad? Muy mala reputación, pero claro, vos no podíais saberlo…

– ¿Mala reputación? ¿En qué sentido, señor Monypenny? -preguntó Robert Small.

– Le alquiló la casa a dos jóvenes para sus…, sus… frivolidades, digamos. Les pide el doble de lo que vos pedís y se queda con la diferencia. Después cobra la comisión como si tal cosa.

– ¿Y cómo es que vos sabéis todo eso?

– Viene a tomar una copa aquí de vez en cuando. Pero no sabe beber, se emborracha enseguida y se va de la lengua… Una noche, durante el reinado de la última reina, estuvo enorgulleciéndose de la forma en que estafaba al dueño de la casa, un español, según dijo.

– Mejor será que vayamos a ver la casa, Robbie. -El capitán asintió-. Os quedaría muy agradecida si nos guardarais habitaciones, señor Monypenny, y un comedor privado. Y os pediré un baño cuando vuelva.

– Enseguida, señora.

Robert Small y Skye volvieron a montar a caballo y cabalgaron por la calle que corría paralela al río. Skye estaba impresionada por las grandes casas que se habían levantado en aquel lugar. A medida que se acercaban al final de la calle, las casas se hacían menos ostentosas hasta que, finalmente, apareció una última casita encantadora de ladrillos rosados. Estaba construida en medio de un parquecito privado. Las puertas parecían oxidadas y estaban abiertas y olvidadas. Robert Small se mordió los labios. Empujó uno de los dos portones y encabezó la marcha a través del jardín.

El parque estaba muy abandonado, los árboles llenos de ramas secas, los parterres inundados de hierbajos del alto de la rodilla. Cuando llegaron a la casa, descubrieron varias ventanas rotas y la puerta principal abierta y pendiendo de sus goznes.

– El señor Taylor va a tener mucho que explicar -gruñó Robbie-. ¿Dónde demonios está el guarda? Debería estar aquí todo el tiempo. Jean, ¿no le pagaste un año de sueldo el año pasado?

– Oui, capitán. Pero le envié el dinero al agente, al señor Taylor.

– Es obvio que fue dinero perdido -dijo Skye-. Y el daño ya está hecho. Veamos si el interior está en las mismas condiciones.