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En la casa contigua, el propietario del pequeño palacio sobre el río tampoco podía dormir. El conde de Lynmouth caminaba de un lado a otro por su habitación, sin dar crédito a su buena fortuna. La señora Goya del Fuentes era su vecina y, además, había encontrado la forma de triunfar sobre De Grenville. Rió entre dientes. Iría a presentar sus saludos a la dama y si no había sucumbido por las buenas para la Duodécima Noche, la chantajearía para conseguirla.

El conde recibía a muchos invitados y sus fiestas eran famosas. Había venido de Londres hacía poco para supervisar los preparativos para la Navidad y la Duodécima Noche. La misma reina acudiría a varios de los festivales de la temporada, incluyendo la mascarada de la Duodécima Noche. Geoffrey se había quedado de una pieza al enterarse de que la señora Goya del Fuentes era la propietaria de la bella casita que se alzaba al final de la calle y había observado con interés la puesta a punto del lugar. Era un experto en elegancia y aprobó las elecciones de la señora que veía llegar desde su ventana.

Ahora, había llegado el momento de dar el primer paso para poseer a la dama. La cortejaría con gentileza al principio, y después, si era necesario, la amenazaría con humillarla ante todos.

Había descubierto su verdadera historia por un increíble golpe de suerte. Era propietario de un tercio de un barco que comerciaba en el Medio Oriente, y cuando el barco volvió a Londres de su último viaje, subió a bordo para ver cómo le había ido a sus intereses. A través del ojo de buey del camarote del capitán, había visto a Robert Small. Aprovechó la situación y le preguntó al capitán Browne:

– ¿Sabéis quién es ese hombre?

El capitán Browne tomó la pipa, aspiró y dejó escapar una nube de humo azul.

– Sí, mi señor. Es el capitán Robert Small de Bideford en Devon. Y ese barco es suyo, el Nadadora. Robbie Small tiene mucha suerte, milord. No tendría por qué salir al mar; tiene dinero de sobra y, además, es noble. Pero el mar es una perra muy hermosa y cuando se mete en la sangre de los que la conocen, no los deja en paz jamás.

– ¿Nació rico? -le preguntó el conde con amabilidad para ver qué más podía sonsacarle.

– No. La fortuna de la familia era muy escasa hasta que entabló relaciones con el gran Señor de las Prostitutas de Argel, Khalid el Bey. No sé cómo se conocieron, pero se hicieron amigos, y el Bey ayudó financieramente a Robbie en muchas aventuras. Finalmente, cuando el capitán hubo acumulado una considerable fortuna, se hicieron socios. Fueron socios durante diez años por lo menos.

– ¿Y después qué pasó?

– El Bey fue asesinado hace año y medio; lo mató una de sus mujeres. ¡Que Dios me ampare, señor! Tenía los mejores prostíbulos del Este, sí. El más famoso era conocido como la Casa de la Felicidad, y su asesina fue la mujer que lo dirigía. Dicen que estaba celosa de su joven esposa y que pensó que la estaba matando a ella. La viuda desapareció un buen día y pronto se supo que lo había vendido todo. El gobernador de la fortaleza de Argel, la Casbah, se puso verde de rabia. Tenía el ojo puesto en la viuda. Que Dios ayude a Robbie Small si alguna vez se le ocurre volver a poner un pie en Argel, porque el gobernador sabe que fue él quien ayudó a Skye a escapar.

Geoffrey Southwood sintió que el corazón le latía con fuerza.

– ¿Skye?

– La esposa del Bey. Su nombre era Skye muna el Khalid. Ella también tiene una historia extraña… ¿Más vino, señor?

– Cuéntamelo.

Y el capitán Browne le contó lo que había oído decir de Skye, y lo que había oído era mucho. Cuando Geoffrey dejó el barco, estaba radiante. Su carruaje se bamboleaba sobre el empedrado de las calles de la ciudad, mientras él empezaba a urdir su plan.

¡Era ella! ¡No había error posible! La tenía en un puño, porque había un niño de por medio. ¿Hijo del Bey? Probablemente.

Robert Small no parecía su amante. Sin duda, haría cualquier cosa por defender el futuro de su hijo, y ese futuro estaba determinado por el buen nombre de la familia. Todo iría bien mientras fuera una viuda respetable. Seguramente haría cualquier cosa por evitar que se supiera la verdadera historia, por ella y por su hijo, o hija… ¡Sí! ¡La tenía atrapada!

Geoffrey Southwood era un hombre rico. Aunque nunca lo explicaba, su abuela paterna había sido la hija de un mercader muy poderoso. En los últimos siglos, muchas familias nobles habían dilapidado su fortuna y habían buscado acuerdos matrimoniales con la clase media adinerada, para llenar las arcas. La familia Southwood sabía perfectamente bien que el dinero significaba poder. No era una familia importante, pero el título que poseía era muy antiguo, lo había ganado en la batalla de Hastings.

El primer conde de Lynmouth fue Geoffroi de Sudbois, el tercer hijo de un noble normando. Se había unido al duque Guillermo en la invasión de Inglaterra, con la esperanza de ganar tierra para él y sus descendientes. Sabía que en su Francia natal no había nada para él. Su hermano mayor era el heredero de la fortuna familiar y tenía tres hijos que heredarían de él. El segundo de los hermanos Sudbois había optado por la vida religiosa y tenía el título de prior. La gente guerrera del duque de Normandía fue una solución para Geoffroi de Sudbois. Era la oportunidad que había estado buscando.

Su padre le dio caballos de batalla, armas y un poco de oro. Cuando el hermano mayor de Geoffroi protestó, el noble dijo:

– Mientras yo viva, lo que es mío, es mío y puedo hacer con ello lo que me plazca. Cuando yo muera, será tuyo y tú lo administrarás a tu manera. No seas codicioso, Gilles. Tu hermano no puede aspirar a nada a menos que vaya bien equipado y bien montado. ¿Quieres que nunca consiga nada? ¿Quieres que vuelva constantemente aquí a envidiar tu posición y que su presencia sea una amenaza para tus hijos? Estarás mucho mejor si él consigue un lugar destacado en Inglaterra.

El primogénito de Sudbois comprendió entonces la postura de su padre y hasta agregó a la dote de su sorprendido hermano una pequeña bolsa de monedas de plata. Con esa bolsa, Geoffroi reclutó una pequeña partida de jinetes. Los que se unieron a él trajeron sus propios caballos, equipo y armas. Él les pagó una moneda de plata a cada uno cuando llegaron a Inglaterra. El botín de batalla sería de quien lo cogiere, y siempre había una posibilidad de ganarse un poco de tierra y hasta un título.

El joven Seigneur de Sudbois y sus treinta y cinco hombres se unieron al ejército invasor del duque Guillermo. Guillermo se sintió impresionado cuando vio a tantos hombres juntos y se sintió todavía más admirado cuando descubrió de lo que era capaz Geoffroi como guerrero. Geoffroi se las arregló para luchar junto al duque en dos ocasiones y logró repeler un ataque directo contra su persona. Hacia el final de ese día, se descubrió en medio del ataque que condujo a la muerte del rey inglés, Harold.

El duque Guillermo de Normandía, que después se haría llamar «el Conquistador», había visto suficiente y estaba impresionado y conmovido.

– Es un hombre valeroso -dijo-, y Dios sabe que ha trabajado duro para conseguir un pedazo de esta tierra. Le daré algo en el sur, hacia el oeste. Si puede tomar esa tierra y conservarla, es suya.

Geoffroi de Sudbois tomó y retuvo el pequeño condado de Lynmouth. Asesinó sin miramientos al conde sajón y a sus parientes, con excepción de la hija de trece años, Gwyneth. A ella la violó sobre la gran mesa del salón y, cuando comprobó que era virgen, envió por un cura y se casó con ella allí mismo. Gwyneth, que era pragmática, se aferró a su señor y parió a sus descendientes. Al cabo de cien años, el nombre Sudbois se sustituyó por el equivalente inglés, Southwood, bosque del sur, y, en las generaciones que siguieron, el coraje, la crueldad y la falta de escrúpulos del patriarca normando, Geoffroi de Sudbois, y la determinación de su esposa sajona se mantuvieron como rasgos característicos en la familia. Seguían siendo los rasgos del Geoffrey Southwood, que vivía en el siglo xvi.