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El conde de Lynmouth tenía treinta y ocho años, un metro ochenta de estatura, cabello rubio, ojos verdes y, como había dicho Skye, la cara de un ángel. Era una cara hermosa y viril, una cara oval, de frente ancha, pómulos altos, nariz larga y delgada, boca sensual y mentón ligeramente puntiagudo. Tenía la piel clara pero tostada, y como no tenía marcas en el rostro, se afeitaba totalmente. Tenía el cabello rizado y corto, y el cuerpo delgado de un hombre acostumbrado a hacer ejercicio regularmente.

Se había casado dos veces. A los doce años, contrajo su primer matrimonio con una vecina de ocho, una heredera. Ella murió de viruela al año siguiente, junto con toda su familia. Eso hizo de Geoffrey un hombre considerablemente más rico, con el agregado de la herencia de la baronía de Lynton, el dinero y las tierras. Como ya era sexualmente activo, había llorado a su esposa el menor tiempo posible y se había vuelto a casar. La segunda esposa era cinco años mayor que él, muy fea pero enormemente rica. Heredera y huérfana, sus tutores habían pensado que la tendrían a su cargo para siempre hasta que el padre de Geoffrey Southwood ofreció a su hijo para ella. Mary Bowen pertenecía a una familia muy antigua y muy noble y, lo que era todavía más importante, sus tierras lindaban con las del condado de Lynmouth.

El día de la boda, la novia parecía felizmente enamorada de su esposo y contenta de que la hubiera rescatado de la vergüenza de la soltería. Por la noche, sin embargo, cambió de opinión. Sus gritos se oyeron en todo el castillo cuando Geoffrey Southwood perforó su virginidad y plantó su semilla en ella. Durante los seis años siguientes, dio a luz a un hijo cada diez meses. Todos excepto el primero fueron hembras, y todas tan feas como su madre. Disgustado, Geoffrey dejó de visitar la cama de su esposa. Siete hijas feas eran suficiente dolor de cabeza, porque iba a tener que darles una buena dote si quería casarlas.

Mary Bowen Southwood se sentía feliz de poder quedarse en Devon. Temía a su esposo. Después del horror de su noche de bodas, había aprendido a quedarse quieta cuando hacía el amor y, de vez en cuando, hasta simulaba sentir placer. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, él empezó a tratarla con cariño, y a ella le gustaba que él la apreciara, sobre todo cuando nació Henry, un varón. Pero después vinieron Mary, Elisabeth y Catherine. La semana que siguió al nacimiento de la pequeña Philippa, el conde estaba tan furioso que le pegó y gritó a los cuatro vientos que ella lo hacía a propósito y que, si no le daba un varón la próxima vez, le probaría que lo que decía era cierto. En los embarazos que siguieron, ella aprendió a tenerle miedo. Susan fue la primera. En ese momento, Geoffrey estaba en Londres. Asustada pero leal, ella le envió un mensaje. Hubo un silencio de seis meses entre ambos. Cuando él volvió a casa, le dio un ultimátum.

– Quiero otro hijo varón, mujer, o pasarás el resto de tu vida en Devon con tu caterva de hijas.

– ¿Y Henry? -se atrevió a preguntar ella.

– Henry vendrá conmigo a Shrewsburys -aseguró él con voz severa.

Cuando nacieron las mellizas, Gwyneth y Jean, la condesa y sus hijas fueron expulsadas del castillo de Lynmouth y confinadas en Lynton Court. Geoffrey Southwood estaba harto.

Desde entonces, solamente visitaba a su esposa y familia una vez al año, en la fiesta de San Miguel para entregarles el dinero necesario para mantener la casa durante doce meses. Se negó a buscar marido para sus hijas, aduciendo que eran todas como su madre y que no quería ser responsable de la desilusión de otros hombres cuando las muchachas parieran una hembra tras otra.

Mary Southwood se sentía aliviada por la ausencia de su marido, pero estaba preocupada por sus hijas. Con sacrificio y frugalidad logró ahorrar la mitad del dinero que él le entregaba anualmente. Lo agregó a un fondo secreto que le habían dado sus tutores al casarla y consiguió reunir pequeñas dotes para sus hijas. Les enseñó a ser buenas esposas. No tendrían maridos excepcionales pero lograría casarlas a todas. Finalmente, el destino la ayudó cuando Geoffrey Southwood dejó la visita anual en manos de su mayordomo.

El conde «Ángel», como lo llamaban, pasaba el tiempo siguiendo a la corte. La joven reina Isabel disfrutaba de su elegancia, su belleza y su aguda inteligencia. Y además, apreciaba su astuto conocimiento de los negocios y el comercio internacional. El comercio era el futuro de Inglaterra y la reina necesitaba buenos consejeros. Isabel había demostrado ya que era una reina dispuesta a trabajar y nada se le escapaba. Lo oía todo. Lo veía todo. Tal vez podía decirse que Geoffrey Southwood tenía apetito de mujeres bellas, pero evitaba a las damas de honor de la reina y ese respeto era algo que la vanidosa Isabel sabía apreciar. Y sobre todo, Geoffrey venía a la corte sin la molestia de una esposa y, por lo tanto, podía jugar un rato a ser el galán de Isabel, junto con muchos otros.

El día siguiente amaneció brillante y azul, tan perfecto como podía desearse en octubre. Skye pasó la mañana vigilando los trabajos de la casa y viendo cómo se adaptaba el personal que estaba empezando a entender las cosas con claridad; después estuvo charlando un rato con Robert Small sobre la idea de fundar una nueva compañía de comercio. Más tarde, cogió la cesta y las tijeras y se escapó al parque.

El jardinero y sus ayudantes habían hecho milagros en pocas semanas. Ya no había yerbajos ni ramas secas. Se habían descubierto caminitos de polvo de ladrillo entre la maleza y había estanques y rosales que antes no se veían. La poda había producido muchos pimpollos nuevos y Skye se dedicó a cortarlos.

– ¡Maldita sea! -gritó de pronto cuando una espina se le clavó en un dedo. Se lo metió en la boca para aliviar el dolor.

Una risita masculina y profunda la hizo girar en redondo. Para su rabia y su vergüenza vio al buen mozo del conde de Lynmouth sentado sobre la pared baja que separaba las dos casas.

Saltó con agilidad a su jardín, se acercó a ella y le tomó la mano.

– Es un pinchacito, hermosa, sólo eso -dijo galantemente.

Skye apartó la mano con furia.

– ¿Qué hacíais sentado en mi pared? -quiso saber.

– Vivo al otro lado -dijo él con suavidad-. En realidad, hermosa, la pared es de los dos. El edificio que queda al otro lado es la casa de Lynmouth. La construyó mi abuelo y esta casita también era suya. Era para su amante, la hija de un orfebre.

– Ah -murmuró Skye con frialdad, impresionada-. ¡Qué interesante, señor! Y ahora, si me disculpáis…

Geoffrey Southwood sonrió con atrevimiento y Skye notó que sus verdes y extraños ojos se habían arrugado en un gesto de profunda diversión.

– Vamos, señora Goya del Fuente -dijo él-, me doy cuenta de que empezamos nuestra relación con el pie izquierdo y os pido disculpas por haberos mirado con tanto atrevimiento el otro día en la hostería. Pero espero que no seáis dura conmigo. Estoy seguro de que no soy el primer hombre al que vuestra belleza deja pasmado.

Skye se sonrojó. ¡Maldito hombre! Era encantador. Y siendo su vecino, no podía despreciarlo totalmente. Le sonrió apenas con las comisuras de los labios.

– Muy bien, señor. Acepto las disculpas.

– ¿Y vendréis a cenar a mi casa?

Ella rió.

– Sois incorregible, lord Southwood.

– Geoffrey -la rectificó él.

– De todos modos sois incorregible, Geoffrey -suspiró ella-, mi nombre es Skye.

– Un nombre muy extraño, por cierto. ¿De dónde sale?

– No lo sé. Mis padres murieron cuando era muy pequeña y las monjas que me criaron nunca me lo dijeron. -Lo explicó con tanta naturalidad que él se sintió turbado. Tal vez ella no era la viuda del Señor de las Prostitutas de Argel después de todo-. ¿Y Geoffrey era el nombre de vuestro padre? -preguntó ella.