– ¡Por las barbas de Cristo! -rugió el hombrecito. Pensó un momento con la cabeza entre las manos y después empezó a hablar-: Escúchame, Skye. A veces me olvido de ese terrible problema de memoria que tienes. Hace dos años que murió Khalid y ya es hora de que te consigas otro hombre. No tienes que ser fiel al recuerdo de tu esposo eternamente. No hay nada malo en lo que sentiste. Por Dios, eres una mujer muy bella, una mujer joven, y es natural que respondas a los acosos del conde. Él es muy buen mozo. Aprende a volar con él si te atrae, pero recuerda que está casado. No vayas a lastimarte.
– ¡Robbie! ¿Cómo puedes sugerir algo así? Mi señor Khalid…
– Khalid está muerto, Skye. Él sería el primero en decirte que siguieras adelante con tu vida. No querría que te enterraras en vida con él.
– Pero Robbie, no amo a lord Southwood.
– Por Dios, muchacha. Espero que no. Está casado.
– Y sin embargo, quiero acostarme con él.
Él se rió.
– Lo que sientes por el conde es deseo, lujuria, pasión. A veces esos sentimientos acompañan al amor, pero la mayor parte de las veces, no. La Iglesia quiere que nos sintamos culpables por eso, pero no debes hacerlo. Todo eso es humano. No lo sentirás por todos los hombres que se crucen en tu camino, así que no te preocupes. -Le puso una mano amigable en el hombro-. Escucha Skye, muchacha, sé que tengo muchos más años que tú, pero si crees que te sentirías más segura con la protección del matrimonio y de mi nombre, me casaría contigo. No te pediría nada. Sería un matrimonio legal solamente.
Ella se quedó de una pieza.
– ¡Robbie! Eres muy bondadoso conmigo. Siempre lo has sido, desde el día que te conocí. No conozco a nadie tan bueno como tú. Gracias, pero debo aprender a sostenerme en mis propios pies. Siento que a Khalid le gustaría que fuera fuerte e independiente.
– Sí, muchacha. Creo que eso es cierto, pero si cambias de idea, estaré esperando.
Ella se inclinó y le acarició la mejilla.
– Te amo, Robbie. No con el amor de una mujer hacia un hombre, es cierto, y por eso no podría casarme contigo, ni siquiera por mi seguridad. Pero quiero que sigas siendo mi amigo.
– Nunca dejaremos de serlo, muchacha, nunca -dijo él con voz tranquila, pensando: «Le debo más a Khalid de lo que podré pagarle jamás y ayudarte y cuidarte es tan poco… Espero que encuentres la felicidad.»
Capítulo 15
Desde la coronación de Isabel Tudor como reina de Inglaterra, el conde de Lynmouth había organizado anualmente un baile de máscaras en la Duodécima Noche. La ceremonia se había repetido todos los años, excepto el primero, porque ese año había muerto la reina María la mañana del 17 de noviembre y la Duodécima Noche caía sólo siete semanas después, cuando la corte todavía estaba de luto.
Esta sería la tercera vez que el conde daba su fiesta. Todo el mundo deseaba ser invitado. Skye recibió una invitación la mañana de Año Nuevo. Geoffrey Southwood vino a visitarla, porque quería entregársela personalmente.
No lo había visto desde aquella noche a mediados de noviembre, pero soñaba con sus besos, así que se apresuró a pasar de sus habitaciones, donde se había vestido, al salón del segundo piso. Llevaba un vestido escotado de terciopelo púrpura con puntillas en las mangas. Las puntillas, primorosamente bordadas, se repetían sobre el pecho. Por encima del escote colgaba un collar de pequeños rubíes y perlas. Skye se había peinado con raya en medio el cabello color noche y lo dejaba caer en rizos suaves, a la italiana, sobre los hombros. Eso le daba un aspecto encantador y juvenil.
– ¡Señor conde! Feliz Año Nuevo -lo recibió alegremente al entrar en el saloncito elegantemente amueblado. Por los dioses, qué apuesto se le veía, con su traje de terciopelo negro con cuello de marta y con un colgante de oro en el pecho.
– Señora Goya del Fuentes, feliz Año Nuevo. -Los ojos brillantes de Geoffrey la recorrieron de arriba abajo. ¡Qué hermosa estaba!-. Le he traído un pequeño obsequio -dijo.
Ella se sonrojó.
– No era necesario, milord. Yo no tengo nada que daros a cambio.
– Aceptaría un beso, dulce Skye, porque uno de tus besos vale más que cualquier otra cosa para mí.
– Ah.
Y antes de que ella pudiera protestar, la tomó entre sus brazos y la besó. La sangre rugió y tembló en los oídos de Skye, y sin darse cuenta, le devolvió beso por beso hasta que ambos quedaron sin aliento. Ella sentía los senos hinchados de deseo, los endurecidos pezones le rozaban la camisa de seda. La boca de él acarició la base de su cuello y después el nacimiento de los senos, que parecían a punto de estallar, prisioneros en el vestido color vino tinto.
– Quiero hacerte el amor -dijo él.
– Lo sé -respondió ella, sin aliento-. Pero necesito más tiempo. No he hecho el amor desde que murió mi esposo y estoy confundida. Y asustada.
– No pienso forzarte, hermosa. La violación no es mi estilo. -La llevó hasta el sillón de brocado y se sentaron juntos. Él sacó una cajita de joyas de su bolsillo izquierdo-. Su Majestad no ha cesado de requerir mi presencia -explicó-. Pasamos la Navidad en Hampton Court, pero ahora la reina está en Whitehall y he logrado escaparme unos días. Te los he traído porque he pensado que harían juego con tus ojos.
Skye tomó la pequeña caja y la abrió sin apartar los ojos del conde. La caja contenía un par de pendientes de zafiros que pendían de dos pequeños engarces de oro. Ella levantó uno contra la luz de la mañana, y la piedra, como un prisma, absorbió la luz y le devolvió un arco iris en miniatura. Eran los zafiros más hermosos que hubiera visto nunca y, sin duda, procedían de la India.
– No puedo aceptarlo, milord. Son demasiado valiosos -suspiró Skye.
– Llámame Geoffrey, corazón, y por favor, no seas tonta. ¿Qué tiene de malo que dos amigos intercambien regalos por Año Nuevo?
– Pero yo no tengo nada para ti.
– ¿No? ¿No me has dado la esperanza de que algún día podamos compartir el amor? Y tus besos son mucho más valiosos que estas joyas. Vamos, amor, ponte los zafiros. -Las manos de Geoffrey apartaron los rizos negros y la hicieron temblar. Después, le puso los pendientes-. Perfecto -exclamó.
Skye se miró al espejo y movió la cabeza a un lado y a otro para admirar las brillantes piedras azules.
– Maldición -dijo con suavidad-, son hermosos y me gustan mucho.
Él rió entre dientes.
– Me alegra que expreses aunque sea el más mínimo de los deseos materiales, Skye. Ahora, amor mío, tengo algo más para ti antes de irme. Una invitación para la mascarada de la Duodécima Noche. ¿Vendrás? Tal vez con el capitán Small. La reina estará allí. Todavía no le he hablado del aval para vuestra compañía, pero lo haré antes del baile para poder presentarte a Su Majestad esa noche.
– ¡Qué buena idea, Geoffrey! Claro que iremos. Llevaré a Robbie como escolta, aunque va a ser difícil conseguir que se ponga algo medianamente elegante. A Robbie no le interesa demasiado la ropa.
El conde asintió, satisfecho.
– Os espero; tengo que volver a Whitehall ahora, cariño. -Se puso en pie y ella se le acercó. Él era mucho más alto que ella y Skye se sintió pequeña al tener que levantar la cabeza para mirarlo. Los largos dedos de él le acariciaron la cara-. Soy un hombre paciente si el premio vale la espera, cariño.
– Podrías desilusionarte, Geoffrey -dijo ella, y frunció el ceño con toda seriedad.
– No lo creo, Skye. No lo creo. -Le rozó los labios con los suyos-. ¿Qué te gustaría para la Duodécima Noche?
– ¡Geoffrey! ¡No me malcríes!
– Querida, aún no he empezado a malcriarte, y te aseguro que lo haré. Hasta la Duodécima Noche. -Ella ni siquiera tuvo tiempo de contestarle, porque él hizo una reverencia y salió de la habitación sin añadir palabra.
Geoffrey Southwood fue hasta el río y llamó a un barquero para que lo llevara hasta el palacio, que no quedaba muy lejos.