– Whitehall -ordenó, subiendo al botecito y acomodándose.
– Sí, milord -asintió el barquero mientras apartaba el bote de la orilla.
«Voy a disfrutar mucho de la barca de De Grenville», se dijo el conde. Después, se puso serio. Ya no era un juego para él. Para su sorpresa, a su corazón no le era indiferente Skye. Había mentido al explicarle a Skye que la reina no lo había dejado marchar de Hampton Court. Habría podido volver a casa varias veces durante las últimas semanas. Pero había decidido no hacerlo, porque quería tener tiempo para pensar.
Esa noche de noviembre, en su casa, Skye se había mostrado tan vulnerable… Él habría podido poseerla con facilidad. Era joven, había tenido un gran amor y ahora, después de dos años de viudez, era evidente que necesitaba un nuevo amante. Sabía que podía haberle ganado la apuesta a De Grenville esa misma noche. Pero ella había temblado en sus brazos y, por alguna razón, él no había podido deshonrarla. Estaba sorprendido de sus propias reacciones, porque nunca había sido un sentimental ni se había preocupado por los sentimientos de los demás.
Cuando regresó a su casa esa noche, vio a la criada regordeta preparando leña para el fuego. Los ojos verdes de Geoffrey se entrecerraron, llenos de deseo. Deslizó un brazo por la cintura de la chica y ella rió en voz baja.
– ¿Cómo te llamas, muchacha?
– Poll, mi señor.
– ¿Cuántos años tienes?
– Cumpliré trece en Santo Tomás, mi señor.
– ¿Quieres?
– Sí, mi señor.
– ¿Eres virgen?
– No, señor -dijo ella mientras se quitaba la blusa y revelaba unos senos bastante generosos para alguien tan joven. Luego se quitó la falda y las enaguas y quedó desnuda frente a él.
No hubo preliminares. Él se aflojó la ropa, llevó a la chica a la cama, la dejó caer allí y la penetró. Se movió hacia delante y hacia atrás una y otra vez hasta que ella gimió de placer. El dolor que sentía en su masculinidad se extinguió con eso. Se hizo a un lado, y se quedó quieto un momento. Luego, se levantó de la cama, sacó una moneda de oro de su cartera y se la dio a la muchacha.
– Márchate, Poll -ordenó.
La muchacha recogió su ropa, lo miró con picardía y salió corriendo del dormitorio.
Ahora él suspiraba sobre la barca con ese recuerdo. La relación lo había calmado físicamente, pero no lo había dejado satisfecho. En realidad necesitaba a Skye. Había un cierto candor en ella, a pesar de haber estado casada y de ser viuda y madre. Ese candor hacía que Geoffrey quisiera amarla, no traicionarla.
No había duda, el conde de Lynmouth sentía las punzadas del verdadero amor por primera vez en su vida.
Robert Small no se alegró de haber sido invitado a la mascarada.
– Maldita sea, Skye, no soy el galán adecuado para escoltarte.
– Vamos, Robbie, deja de gruñir. La reina estará allí y él me ha prometido que nos presentará.
La cara tostada y llena de experiencia del capitán se suavizó un poco.
– Bueno, me gustaría conocer a la joven Bess, eso sí. ¿Qué debo ponerme?
– Nada demasiado recargado. Yo he decidido disfrazarme de Noche. Tu disfraz tiene que estar en relación con el mío. Me ocuparé de que los preparen, así que lo único que tienes que hacer es ir un par de veces a probártelo al sastre.
– Muy bien, muchacha. No puedo dejarte ir sola con todos esos pavos presumidos de la corte danzando a tu alrededor.
Skye cumplió su palabra y el día del baile, Robert Small se descubrió enfundado en un traje simple, pero muy elegante. Un jubón de terciopelo negro con costuras de brillante plata que terminaba en puntillas en las mangas y en el cuello. Los calzones cortos y redondos estaban forrados con crin de caballo para que se mantuvieran rígidos. Usaba calzas de seda negra y zapatos de cuero también negro de suela gruesa, con adornos de plata. Llevaba una capa corta de terciopelo negro, forrada en tela de plata y adornada con piel de marta.
Skye le regaló una hermosa espada de oro con el mango adornado con pequeños zafiros, diamantes y rubíes. Para su sorpresa, el capitán se paseó frente al espejo rectangular de la sala de recepción con una sonrisita en los labios.
– ¿Crees que podrías llegar a cacarear, gallito? -bromeó ella.
– Oh, vamos, Skye -protestó él, enrojeciéndose-. Pero hay que reconocer que estoy muy elegante.
– Claro que sí. Me gustaría que te viera Cecily.
– Gracias a Dios que no puede verme. No dejaría de recordarme el asunto durante años. Siempre está tratando de llevarme a una fiesta. Hasta ahora siempre había logrado escabullirme. Y no quiero comentarios al respecto.
Ella rió.
– De acuerdo, Robbie. Será un secreto entre tú y yo.
Él suspiró, se volvió y la miró de arriba abajo.
– ¿No te parece un poquito escotado este vestido?
– No, Robbie -dijo ella con suavidad-. Es la moda. Dejemos el espejo, si es que puedes despegarte de él. -Él hizo un gesto de rabia fingida y ella le sacó la lengua.
– Voy a ver si está listo el carruaje, señora pava -bromeó Robert Small mientras salía a grandes zancadas de la habitación.
Skye se quedó inmóvil contemplando su imagen en el espejo. Su vestido de terciopelo negro era magnífico y sabía que con él eclipsaría a todas las demás mujeres de la mascarada. El escote cuadrado y bajo no llevaba puntillas. En lugar de eso, ofrecía una visión bastante atrevida del pálido nacimiento de los senos. Las mangas se partían a partir del codo, para mostrar la puntilla de la blusa que Skye llevaba debajo y que se repetía con su plata en los puños. La falda acampanada de terciopelo negro dejaba ver por debajo una segunda falda de brocado negro con lunas, estrellas y planetas bordados en plata, perlas y diamantes. Las medias de seda negra con adornos de hilo de plata y pequeños diamantes brillaban bajo las dos faldas al igual que los zapatos de seda negra, de tacones altos y puntiagudos.
El cabello, peinado con raya en medio, estaba recogido en un moño por encima del cuello. Esa moda francesa la distinguiría de las demás mujeres que todavía seguirían la moda del cabello recogido a los lados. Los adornos del cabello eran de perla y diamantes, y dibujaban estrellas y lunas en cuarto creciente sobre un cielo negro.
El collar era de diamantes azules y se había puesto también un magnífico brazalete a juego y pendientes de diamantes en formas de pera que colgaban de broches con perlas incrustadas. En los dedos de la mano izquierda, usaba anillos con una piedra, uno con un diamante, uno con un rubí en forma de corazón y el otro con un zafiro. En la mano derecha sólo había una perla irregular y una esmeralda cortada en forma de cuadrado.
Había destacado sus ojos con un ligero toque de azul, pero tenía las mejillas rojas de excitación y no necesitó polvo para colorearlas. El perfume que usaba era de rosas de Wren Court del verano anterior. Cecily se lo había enviado a Londres por Navidad. El espejo le decía que estaba perfecta y, por primera vez en muchos meses, se sentía confiada, a pesar de que, esa noche, cuando llegara a casa del conde, entraría en un mundo desconocido para ella.
– ¿Lista, muchacha?
Ella giró en redondo, levantó su máscara de plata y contestó con alegría:
– Lista, Robbie. -Él le colocó con cuidado una larga capa con bordes de marta sobre los hombros y bajaron por las escaleras hasta el carruaje que los esperaba-. ¡Qué tontería tener que usar esto cuando vivimos pared contra pared! -dijo Skye.
– No puedes caminar. Eso te impediría hacer una gran entrada, ¿no te parece? La hermosa y misteriosa señora Goya del Fuentes tiene que causar buena impresión en su presentación en la corte. Te garantizo que en la próxima media hora todos los nobles de la corte se atropellarán para conocerte.
– Ay, Robbie, pareces un padre celoso -suspiró ella.