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– La señora Goya del Fuentes, Majestad -dijo Geoffrey, situado a la derecha de la reina.

Skye hizo una elegante reverencia.

– ¿La dama de Argel?

– Sí, Majestad -contestó Skye, con los ojos bajos.

– Creo que vuestro esposo era mercader allí, y muy importante.

– Sí, Majestad -admitió Skye, y levantó la vista para mirar directamente a la reina.

– ¿Vos y sir Robert sois socios? ¿Un poco extraño en una mujer, no os parece?

– Tanto como ser reina por su propio derecho, Majestad. Pero nunca he pensado que ser mujer significara que una debía ser estúpida. Ciertamente, Su Majestad prueba que eso no es cierto. -Los ojos azules mantuvieron la mirada dura de los ojos negros de la reina.

Isabel Tudor fijó su mirada en Skye, para estudiarla. Después, rió.

– Deseáis mi aval, lo sé -dijo-. Hablaremos de eso muy pronto. -Luego, se volvió hacia el conde y le dijo-: Me arden los pies de tanto esperar, milord. ¿Bailamos?

Finalizada la audiencia, Skye hizo otra reverencia y se alejó cogida del brazo de sus dos galanes, con las faldas un poco levantadas.

– Dios mío -dijo De Grenville, con admiración-. Le habéis gustado a la reina. Y las mujeres no suelen gustarle, Skye. ¿Qué es eso de un aval?

– Robbie y yo hemos formado nuestra propia compañía mercante, milord, y lord Southwood nos está ayudando a conseguir el aval real.

«¡Demonio de hombre! -pensó De Grenville-. O sea que fue así como se la ganó. Tengo que pensar algo o perderé mi barca.» Estaba a punto de pedirle a Skye que bailara con él cuando Southwood, que había abierto el baile con la reina, se les acercó y se llevó a la dama. Skye, con los ojos brillantes le dio la mano y se alejaron girando por la pista mientras Robert Small y De Grenville se acercaban a la puerta.

– Southwood parece bastante entusiasmado con ella, Robbie -murmuró De Grenville, pensativo.

– Sí -replicó el capitán-, y lamento decir que ella no le va a la zaga.

– Lord y lady Burke -anunció el mayordomo.

– ¿Quiénes son, Dickson? -preguntó Robbie.

– Vecinos de Southwood, pero de la parte de la ciudad. Él es algo así como el heredero de un jefe irlandés. Supongo que Geoffrey se ha visto obligado a invitarlos.

El conde pasó el brazo alrededor de la cintura de Skye mientras bailaban una intrincada figura.

– Si uno solo más de esos malditos te mira con esos ojos -murmuró el conde entre dientes-, voy a apelar a mi espada.

Ella rió con su risa burbujeante, suave, cálida.

– Vamos, Geoffrey -bromeó-, no me digas que estás celoso.

– Claro que estoy celoso, y te aseguro que pienso hablar de esto contigo más tarde. -Skye rió, encantada.

Estaba pasándolo muy bien. Era el mejor momento de su vida. El conde, buen mozo, envidiado, era atento con ella, sorprendentemente atento, y no había un solo hombre allí que no la hubiera mirado con admiración. Bailó toda la noche, comió rodeada de media docena de caballeros además de De Grenville y Robbie, y bebió vino dulce, apenas lo suficiente para achisparse un poco. A medianoche, todos se quitaron las máscaras y gritaron de asombro, aunque la mayoría ya había identificado a sus amigos, tras los antifaces adornados.

Al otro lado del salón, Niall Burke miraba atónito, rígido de sorpresa, a la hermosa mujer vestida de terciopelo negro y llena de diamantes que reía con el conde de Lynmouth. ¡Era imposible! ¡Imposible! ¡Skye había muerto! Todos le habían asegurado que estaba muerta y se lo habían asegurado tantas veces y con tan buenas explicaciones que él había tenido que aceptarlo.

– Dios mío -oyó decir al hombre que estaba a su lado-. Southwood siempre ha tenido suerte. Si la señora Goya del Fuentes no es su amante, lo será muy pronto, a juzgar cómo se miran.

– Vivió en el Este -dijo otro hombre-, y supongo que ha aprendido algunas cosas que saben las chicas de los harenes. Dios, me pregunto…

– No seas estúpido, Hugh. Southwood ya la ha separado para él. Es como si le hubiera puesto su marca. Si te encuentra merodeándola te matará sin pensarlo dos veces.

Los dos hombres se alejaron, dejando a Niall Burke con sus pensamientos y su confusión. ¿Cómo podían parecerse tanto dos mujeres? Tenía que conocer a esa señora Goya del Fuentes, pero ¿quién diablos podía presentársela?

– ¿Bailarás conmigo, Niall?

– ¿Qué? ¡Ah, Constancita, amor mío! ¿Qué…?

Constanza rió, moviendo su cabeza llena de rizos de oro.

– ¿Cómo se puede estar en Babia en esta fiesta de ensueño? -le preguntó.

– Lo lamento, querida, estaba admirando a esa dama del vestido negro. Creo conocerla.

– ¿La señora Goya del Fuentes? Tal vez la conoces. El marido era español, pero ella es irlandesa.

Niall pensó que iba a descomponerse, pero controló sus emociones con todas sus fuerzas.

– ¿Cómo lo sabes, Constanza?

– Vive en la casa contigua a la del conde, la última de la calle. Nuestro barquero y el suyo son hermanos. Los barqueros y las sirvientas siempre se están contando chismes, ya sabes, y yo oigo algunas cosas. Dicen que el conde está loco por ella.

– Una dama no debe prestar atención a los chismes de los criados -la cortó él con severidad-. Quiero irme a casa.

Ella se sintió herida y protestó.

– Pero si apenas es medianoche. Hasta la reina está aquí todavía. No es de buena educación marcharse antes que la reina.

– No me encuentro bien, Constanza -dijo Niall con severidad-. Quiero irme.

Ella se preocupó enseguida y le puso una mano en la frente.

– Sí, tienes la frente tibia, amor mío. Le presentaremos nuestras disculpas a lord Southwood, pero mejor digamos que yo soy la que está enferma. Es algo que se acepta con mayor facilidad.

Se acercaron al conde de Lynmouth cruzando el salón. El conde estaba mirando a Skye, con el brazo cubierto de terciopelo blanco sobre los hombros negros de ella. Formaban una pareja extraordinariamente hermosa. Southwood sonrió cuando se le acercaron.

– Milord Burke, espero que vos y vuestra bella esposa lo estéis pasando bien. -Geoffrey sonrió con elegancia-. Permitidme presentaros a mi vecina, la señora Goya del Fuentes. Skye, querida, lord y lady Burke viven en la casa contigua a la mía.

– ¿Y que también construyó tu abuelo para una belle amie? -bromeó Skye.

El conde rió. Estaba tan absorto en los gestos de Skye que no notó la mirada atónita de Niall Burke. ¡Era la misma voz! ¡La misma voz! El mismo nombre y la misma voz.

– Lord y lady Burke. Encantada de conocerles -dijo ella, y miró a Niall sin dar muestra de reconocerlo. Su voz era solamente amable, educada.

Niall Burke pensó que iba a volverse loco. Controló su miedo y su angustia, y dijo:

– Espero que nos perdonéis, milord, si nos vamos temprano. Constanza se queja de uno de sus violentos dolores de cabeza.

– Lo lamento -dijo el conde, con expresión preocupada, como buen cortesano que era.

– ¿Habéis intentado usar una infusión de corteza de hamamelis en agua tibia y colocárosla con un paño de lino sobre la frente, lady Burke?

– Muchas gracias, señora Goya del Fuentes, no había oído hablar de ese remedio. Voy a probarlo -dijo Constanza. Sintió el tirón de la mano de Niall en su brazo, un tirón cada vez más insistente, y finalmente hizo una reverencia y los dos se volvieron para marcharse.

– ¡Qué hombre tan raro! -exclamó Skye, mirando las espaldas de los Burke-. Me miraba de una forma tan especial…

Geoffrey rió.

– Me pregunto por qué. ¿Tal vez porque eres la mujer más hermosa del baile? -Bajó la voz-. Cariño, ya sabes lo que quiero decir.

– Sí -replicó ella con suavidad, las mejillas coloreadas.

– Si voy por ti esta noche, amor mío…