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– Sé que me estoy portando como una virgen tímida -le contestó ella-, pero es que nunca he hecho el amor con nadie excepto con mi señor. No sé si me atreveré a hacerlo, Geoffrey. Te deseo, pero tengo miedo. ¿No lo entiendes?

– Cuando se vaya la reina -le dijo él con voz muy calmada-, ve a tu casa y espérame. Hablaremos, Skye. Te amo y lo que hay entre nosotros tiene que resolverse de alguna forma. Estás de acuerdo, ¿verdad?

Ella asintió, los ojos enormes y cada vez más azules. Él sonrió para darle confianza y el miedo que ella sentía se disolvió en un brillo rápido y cálido. ¡Él la amaba! ¡Lo había dicho con todas las letras!

Pero el vuelo veloz de sus pensamientos se interrumpió de pronto con la llegada de De Grenville.

– La reina quiere hablar con vos, señora Skye. Permitidme que os escolte -le ofreció.

– Te escoltaremos los dos, amor mío -dijo el conde con firmeza.

Cuando llegaron ante el trono de Isabel, la reina ordenó a un criado que trajera un banquillo para Skye. Después, hizo un gesto a los dos galanes para que se retiraran. Dar esas órdenes no le habían obligado a abrir la boca ni una sola vez.

– Sois popular entre los caballeros -comentó, cuando los dos hombres se hubieron retirado.

Skye rió.

– Milord De Grenville es un viejo amigo de mi socio, sir Robert Small. Como Robbie, siente que es su deber protegerme.

– ¿Y ese pillo, Southwood?

– El conde…, bueno, él no es exactamente mi… protector -dudó Skye, e Isabel rió, los ojos grises llenos de luz.

– Una frase con doble sentido, señora -rió entre dientes-. Una mujer de ingenio, ya veo. Eso me gusta. Contadme algo de vos misma. ¿Cómo llegasteis a asociaros con Robert Small?

– Hay muy poco que contar de mí, Majestad. Soy irlandesa, por lo menos eso es lo que aseguran. Cuando era muy pequeña, me dejaron en un convento de Argel y no sé nada de mis padres. Hace muchos años me casé con un rico mercader español de esa ciudad. Robert Small era su socio. Cuando mi señor murió, hace dos años, tuve que huir de Argel porque el gobernador turco quería llevarme a su harén. Robbie me rescató y el secretario francés de mi esposo, Jean Marlaix, y su esposa Marie abandonaron la ciudad conmigo. Ella y yo estábamos embarazadas cuando huimos. Mi hija nació aquí, en Inglaterra, y doy gracias a Dios por eso.

– ¿Así que llegasteis aquí como una viuda pobre y Robert Small os protegió?

– ¿Pobre? ¡No, Majestad! Según la ley musulmana dispuse de un mes para llorar a mi esposo, y durante ese mes hice que vendieran todas las propiedades y bienes de mi esposo y que depositaran el dinero en Inglaterra. ¡No, Majestad! Mi hija y yo no somos pobres en absoluto.

– Vaya, señora, sois fría y astuta. Eso me gusta. Sí. ¿Y habéis creado una compañía con Robert Small? ¡Bien hecho! Me gustan las mujeres inteligentes, las que usan el cerebro y no solamente el cuerpo. ¿Habéis recibido una buena educación? Supongo que sí.

– Sí, Majestad. Hablo y leo inglés, francés, italiano, español y latín. Escribo bien y soy buena con los números.

– Muy bien, señora. Estoy impresionada con lo que veo y oigo. Cecil arreglará una entrevista para vos y sir Robert. Hablaremos. Tal vez os conceda mi aval.

Skye se levantó e hizo una ostentosa reverencia.

– Majestad, os estoy muy agradecida.

Isabel se puso en pie. Instantáneamente, apareció el conde de Lynmouth a su lado.

– Southwood, estoy cansada. Han sido unos días de fiestas continuas. Escoltadme hasta mi barca.

La reina y su escolta se movieron entre las hileras de hombres y mujeres inclinados que iban abriendo un sendero de honor para ellos. Robert y De Grenville volvieron a apoderarse de Skye.

– ¿Te quedas, Skye, muchacha?

– No, Robbie, estoy cansada. Ya le he dado las buenas noches a Geoffrey. Por favor, acompáñame al carruaje. Pero quédate si quieres.

– No, me voy también. Tengo ganas de beber un buen trago y acostarme con una moza cálida y bien dispuesta. En serio. Esta atmósfera es demasiado extraña para mí. De Grenville, ¿venís conmigo?

– Sí -fue la sonriente respuesta.

– Entonces, llevaos mi carruaje -ofreció Skye.

– Gracias, muchacha, eres muy generosa.

La dejaron a salvo en su propia casa y se fueron en el carruaje. Skye le alcanzó su capa a Walters, el mayordomo.

– Cierra -dijo ella-. El capitán Small no volverá esta noche.

– Sí, señora.

Skye se apresuró a subir las escaleras hasta sus habitaciones, donde la esperaba Daisy.

– Ah, señora, ¿la habéis visto? ¿Habéis visto a la joven Bess? Hemos visto la barca desde la terraza.

– Sí, Daisy, la he visto y hemos hablado un par de veces esta noche. La veré de nuevo muy pronto.

Los ojos de Daisy estaban redondos de excitación.

– ¿Es hermosa, señora?

– Sí, Daisy, es muy guapa, con una piel clara y suave, y cabello rojizo, y los ojos grises y brillantes.

– ¡Ah, señora! ¡Cuando le diga a mi madre en Devon que vi la barca de la reina y que mi señora habló con ella! ¡Se sentirá tan orgullosa!

Skye sonrió.

– Mañana te diré lo que llevaba puesto. Pero ahora ayúdame a desvestirme, que estoy cansada.

Daisy desató el vestido de su señora y la ayudó a desvestirse. El disfraz de terciopelo negro terminó cepillado y colgado en el armario. Daisy reunió todas las prendas íntimas de seda para pasarlas a la lavandería. Luego Skye se colocó un vestido simple de seda rosada con escote en forma de V, muy profundo y asegurado con botoncitos de perla; de mangas anchas y flotantes y falda suelta alrededor del cuerpo.

Daisy le trajo una vasija de agua de rosas y Skye se lavó la cara y las manos y se limpió los dientes.

– ¿Os cepillo el cabello?

– No, gracias Daisy. Yo lo haré. Es muy tarde. Vete a la cama.

Daisy hizo una reverencia.

– Entonces, buenas noches, señora.

– Buenas noches, Daisy.

La puerta se cerró detrás de la muchacha y Skye se sentó frente a la cómoda. Lentamente, se quitó los adornos de diamantes y perlas y los broches de oro y ámbar del cabello. El cabello cayó alrededor de su rostro como una nube de tormenta. Tomó el cepillo y se cepilló con fuerza, preguntándose si Geoffrey vendría a verla y si ella deseaba realmente que viniera. ¿Y qué pasaría si venía?

Rió. ¿Qué pasaría? Se convertiría en su amante, claro está. Frunció el ceño. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Ser la amante de un noble? ¡Maldita sea! Ardía de deseos de recibir las caricias de un hombre, de sentir la dureza del cuerpo de un hombre en el suyo. ¿No podía mantener una relación breve y secreta y lograr que todo terminara en eso? Seguramente, él comprendería que ella quisiera que lo que había entre ellos permaneciera en secreto. Si no era eso lo que Geoffrey buscaba, se negaría a mantener una relación amorosa con él.

El sonido de algo que repiqueteaba la ventana le arrancó de sus pensamientos. Corrió a la ventana y miró hacia fuera y luego saltó hacia atrás. ¡Alguien lanzaba piedrecitas a su ventana! Rió y abrió los postigos de plomo de par en par.

Allí abajo estaba el conde de Lynmouth, todavía con su traje blanco y oro, sonriéndole con pasión.

– Voy a subir, Skye -murmuró, apenas lo suficientemente alto como para que ella lo oyera-. Deja la ventana abierta.

– Pero ¿cómo…? -empezó ella, y después contuvo la respiración al ver que él se agarraba al tronco de una gran enredadera que crecía sobre el muro de la casa, y empezaba a trepar. Ella lo miraba con el corazón en la boca, pero él pronto estuvo en el alféizar.

– Buenas noches, cariño -saludó con voz más tranquila, mientras daba un ligero salto para entrar en la habitación. En un solo movimiento, cerró la ventana tras él y la tomó entre sus brazos-. ¡Skye! -dijo, y tenía la voz ronca de emoción. Le pasó las manos por el cabello y los ojos verdiazules de Skye se abrieron con pasión y ella sintió que se ahogaba. No podía hablar-. ¡Mi dulce, dulce Skye! -murmuró él, y después, le dio un beso completo y posesivo. La besó profunda, apasionadamente, y el beso vibró en el cuerpo de ella. Skye sentía que la atravesaban olas de pasión y delicia, una tras otra, mientras él le abría dulcemente los labios con los suyos y le hundía la lengua en la boca sin reservas, acariciándole la suya con pasión-. ¡Skye! ¡Oh, Skye! -murmuraba el conde contra el cuello suave de ella, y en ese momento, cedieron en ella las últimas defensas. Tembló de alegría.