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Sí, la amaba. Y De Grenville podía quedarse con su maldita barca. No pensaba poner en peligro su amor por una estúpida apuesta. ¿Por qué la habría hecho? Si Dickon se atrevía a decir una sola palabra sobre esa estupidez, lo mataría.

Ella se movía entre sus brazos y, lentamente, abrió los hermosos ojos color turquesa. Buscó desesperadamente en el rostro de él una señal de confianza, de seguridad. Él le ordenó el cabello revuelto, lo apartó de la pálida frente y dijo:

– No me dejes nunca, Skye.

– No, Geoffrey.

Para Geoffrey Southwood, ése era el primer amor desde que muriera su hermosa madre en un intento vano de dar a luz, cuando Geoffrey era muy joven y ella también. Único hijo varón, Geoffrey había nacido diez meses después de contraer matrimonio sus padres. Después su madre había dado a luz a una niña, su única hija, Catherine, que ahora estaba casada y vivía en Cornwall. Muerta su madre, su madrastra le había dado a su padre dos hijas más, una de las cuales estaba casada con un barón de Worcestershire y la otra, con un escudero muy rico de Devon. La madrastra había muerto, junto al niño, durante el tercer parto. Su padre no había vuelto a casarse.

Estaba orgulloso de Geoffrey, pero había prohibido que lo trataran con «blandura», como lo llamaba. A los siete años, lo había enviado a casa del conde de Shrewsbury, como Geoffrey había hecho ahora con su propio hijo. Allí había vivido con media docena de jóvenes nobles, aprendiendo los modales de la corte, moral, política y cómo ser un gran señor inglés. Pero en esa vida no había lugar para el amor. Pasaron tres años hasta que volvió a ver su hogar, y sólo por un mes, en una corta visita. En su casa sólo quedaba su hermana menor, Elizabeth. Las otras dos se habían marchado a otras casas nobles a aprender el arte de ser esposas y madres de miembros de la nobleza. Aunque Beth admiraba a ese niño de diez años, buen mozo y muy educado, el joven Geoffrey estaba demasiado entusiasmado con su propia importancia como para prestarle demasiada atención.

Al año siguiente, cuando volvió durante otro mes, Beth se había ido. Un año después, tenía ya doce años y se casó con la joven heredera que después significó tan poco para él y cuya muerte lo convirtió en un adolescente rico, sin necesidad de recibir la herencia de su padre. Su madre y su madrastra habían muerto. Casi no conocía a sus hermanas, su padre había intentado que no hubiera muestras de afecto entre los miembros de la familia y la esposa de su hijo, un ratoncito sin imaginación que no había sido nunca importante para él. Por eso no era tan sorprendente que se enamorara, con una inocencia extraordinaria en un hombre de mundo como él, de esta mujer misteriosa y bella que yacía ahora a su lado y que le había dado más que cualquier otra persona en toda su vida.

Pasó un brazo alrededor del cuerpo de Skye y ella se le acercó mientras volvía a poner en orden sus pensamientos. Su amado Khalid le había dado alegría, pero tenía que admitir que nunca había conocido una pasión como ésta. Le daba miedo, pero era magnífica. Era como si sus cuerpos hubieran sido creados el uno para el otro.

Que Geoffrey deseaba más que una noche de amor con ella había sido evidente desde el principio. Decía que la amaba y ella estaba empezando a creerle. Skye no era tan tonta. Sabía que era una extranjera en un país extraño, un país completamente distinto de Argel y sus costumbres. Cuando Robbie se fuera, y eso sería pronto, no contaría con ningún protector. Tenía que manejar los negocios desde Londres, no desde Devon, y para quedarse en la ciudad necesitaría un protector.

Tenía que casarse de nuevo, pero después de Khalid el Bey, ¿quién le convendría? Era demasiado exótica y demasiado noble, según creía, para casarse con un mercader londinense. Por otra parte, no tenía suficientes títulos para poder aspirar a un matrimonio con un noble.

Como Geoffrey estaba casado, era evidente que tenía una única salida. Aunque no le gustaba, se daba cuenta de que iba a tener que aceptarla. Y el último factor que la decidía era Willow.

No sería tan terrible. Geoffrey era apuesto y estaba enamorado de ella. La trataría bien, y como no lo necesitaba en el aspecto financiero, podría seguir conservando su independencia. Eso le supondría ser colocada en una categoría distinta de la de las otras amantes de los lores. Y como amante aceptada y reconocida públicamente, estaría a salvo de otros hombres, porque ningún hombre en su sano juicio se acercaría a la amante del conde de Lynmouth.

La respiración de Geoffrey se había regularizado. Qué hermoso era así, dormido, realmente el conde Ángel, como lo llamaban, en cuanto el sueño borraba su arrogante y cínica mirada. Dormido, parecía casi vulnerable, a pesar de su fuerte personalidad. Skye dejó que sus ojos pasaran de ese rostro adorable a los anchos hombros y al poderoso pecho y luego a la delgada cintura y a las estrechas caderas. El conde tenía piernas bien formadas, largas y cubiertas de un vello fino y dorado; pies delgados, de arcos altos y uñas parejas. Le miró el sexo, ahora tranquilo y acomodado sobre el sedoso y rubio vello púbico como sobre un nido. Parecía tan dulce e inofensivo, y sin embargo, minutos antes había sido una bestia enorme, llena de venas azules, que la había arrastrado a placeres que ella no sabía que existieran. Quería extender la mano y tocarlo.

– Espero que todo merezca tu aprobación, cariño.

Ella se sobresaltó y se le llenaron de color las mejillas. Lanzó un suspiro de sorpresa.

Él rió, abrió los ojos y la apretó entre sus brazos.

– Así que estabas haciendo inventario, ¿eh, brujita? Te lo pregunto de nuevo, ¿cuento con tu aprobación?

Le besó la oreja con un movimiento de la lengua y luego le hizo cosquillas. Ella se apartó, temblando de excitación.

– Basta, Geoffrey. ¡Sí! ¡Sí! Me gusta tu mercancía.

Él le acarició un seno y le pellizcó el pezón.

– La reina va a descansar durante unos días, así que estoy libre. Quiero llevarte lejos y pasarme el día entero haciendo el amor contigo.

– ¡Sí! -dijo ella sin dudarlo y sorprendida de sí misma.

Él volvió a reír entre dientes.

– ¡Qué sincera eres! Eso me hace sentir orgulloso. Estoy de acuerdo con eso, amor mío. Conozco una posada a medio día a caballo siguiendo el río. Es pequeña y elegante, y la comida es excelente. El dueño me conoce bien.

– ¿Llevas allí a todas tus amantes? -preguntó ella con la voz más aguda de lo que hubiera querido.

– Nunca he llevado a ninguna mujer allí -respondió él sin alterarse, comprendiendo-. Es un lugar especial que me guardo para cuando quiero escaparme de lo que cuesta ser como soy. Pensaba que podíamos ir allí y ver si después de pasar unos días conmigo, aceptas ser mi amante. De esta forma, si decides que no, todo lo que haya pasado hasta entonces permanecerá en secreto. Aunque me gustaría gritarle nuestro amor al mundo, no quiero que te sientas avergonzada.

– Geoffrey, lo lamento. Lo he dicho sin pensar. Gracias por preocuparte de mí.

– Querida, he tenido varias amantes, pero tú eres como una esposa. Es difícil para ti aceptar una relación como ésta y lo sé. -Le tomó la cara entre las manos y la besó con ternura-. ¡Dios, tu boca es la más dulce del mundo!

Ella sintió que languidecía de nuevo y se reclinó sobre la cama.

Suspiró con alegría y sus ojos azules y cálidos lo miraron cuando dijo:

– Maldita sea, Geoffrey. ¿Qué tienes para que un solo beso me haga sentir débil y llena de sueños?

– ¿Y qué tienes tú, Skye, que con sólo mirarte me siento insaciable?

No tardaron en fundirse de nuevo en un abrazo mientras las bocas y las manos y las lenguas se devoraban mutuamente. Los cuerpos se unieron y se besaron hasta dolerles la boca y quedarse sin aliento. La virilidad del conde, despierta otra vez, rozaba el muslo de Skye. Ella estiró una mano y se la acarició con dedos burlones, luego buscó las bolsas debajo del sexo y pasó un dedo firme por debajo de ellas. El jadeó de placer y sorpresa.