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– Un baño -rogó Skye-. No logro oler otra cosa que sudor de caballo.

El conde le sonrió y después se volvió hacia Rose.

– ¿Puedes ocuparte del baño, niña? -Su mano grande rodeó la cara de la muchacha y la miró a los ojos castaños y dulces como los de una ternera.

Rose casi se desmayó.

– S… sí, mi señor. Un baño. Enseguida.

Él dejó caer la mano y ella se volvió y huyó de la habitación. Él rió en voz baja y Skye se burló:

– Ah, Geoffrey, eres un malvado…

Él le sonrió.

– Supongo que sí -admitió. Y después-: Me bañaré contigo. Yo también apesto a caballo.

Extendió una mano y la atrajo hacia sus brazos, le quitó el gorro y le soltó el cabello para que le cayera sobre la espalda como una gran nube negra. Luego la apretó contra él con su fuerte brazo, mientras con la otra mano le acariciaba la seda negra de los rizos sueltos. Ella sentía que se debilitaba bajo sus caricias y luchaba por controlar sus emociones. Los ojos verdes se burlaban de sus esfuerzos y, durante un momento, ella se enojó y trató de escaparse. Él la soltó inmediatamente.

– Nunca te obligaré a nada, Skye -dijo en voz alta. Pero ambos sabían cómo acababa la frase: porque no tengo necesidad de hacerlo.

Se oyó crujir la puerta y entró un muchacho fortachón con una tina redonda de roble. Otros muchachos trajeron baldes con agua. Rose ordenó que colocaran la tina junto al fuego y la rodeó con un biombo tallado. Cuando la tina estuvo llena y los sirvientes se marcharon, la muchacha preguntó:

– ¿Me quedo para ayudaros, señora?

– Gracias, Rose. Sí. -Los ojos azules titilaron como los de una niña traviesa-. Lo lamento, Geoffrey, pero esta tina es demasiado pequeña para dos. Tendrás que bañarte después. -Era una pequeña venganza deliciosa y Skye tenía ganas de reírse. Se deslizó detrás del biombo y, sin prisas, se desnudó.

Sentado en la cama, él miró con los ojos entrecerrados cómo el traje de montar de terciopelo y luego la perfumada ropa interior pasaban a manos de la solícita Rose que los esperaba al otro lado del biombo. Luego oyó el ruido del agua que recibía a Skye en la tina.

– ¿Necesitaréis más ayuda, señora?

– No, Rose. Me lavo sola.

– Me llevo vuestro traje de montar y la capa para cepillarlos, señora, y vuestra ropa interior para lavarla. Después, volveré.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de la dama -dijo el conde mientras escoltaba a la muchacha hasta la puerta. Para resarcirla del rechazo, le dio una moneda de oro y le palmeó las nalgas. La puerta se cerró y el cerrojo sonó tras ella-. ¡Y ahora, señora…! -El conde cruzó la habitación y dobló el biombo. Ella estaba sentada en la tina, cubierta de espuma, con el cabello negro recogido sobre la cabeza. Lo miró, como burlándose.

– ¿Milord?

Él se quitó la ropa y después caminó con firmeza hacia la tina.

– ¡No! -chilló ella-. ¡Vas a inundar la habitación!

Él sonrió con malicia.

– Entonces, sal y deja que me bañe.

– ¡Todavía no he acabado!

– ¡Ah, pero yo ya estoy listo!

– ¡Maldita sea, Southwood! Dame una toalla…

Él sostuvo la toalla justo fuera de su alcance para que Skye tuviera que levantarse para cogerla. La espuma se deslizó sobre esas maravillosas curvas femeninas y Geoffrey Southwood jadeó complacido. La bestia que había en él se estremeció. Se aferró a un extremo de la toalla mientras ella agarraba el otro, y la acercó para besarla. Los pequeños y firmes senos, húmedos y tibios, chocaron contra su pecho como pidiendo algo.

– ¡Skye, mi dulce Skye! -la voz del conde sonaba rebosante de deseo. Después, sintió que el suelo cedía bajo sus pies y terminó sentado en la tibia y perfumada tina. Ella reía, con la boca abierta y llena de alegría.

– ¡Ahí tienes, Señor de la Lujuria! ¡Enfríate un poco y sácate del cuerpo ese olor! ¡Geoffrey! ¡Geoffrey! ¡Se nota que estás acostumbrado a salirte con la tuya con las mujeres! ¡Qué vergüenza, milord! Apenas llegas y ya estás coqueteando con la sirvienta. Después me besas, coqueteas con la sirvienta otra vez y le palmeas las nalgas. Sí, lo he visto, te lo aseguro. Y después tratas de meterte en mi tina para darme un beso y acariciarme. No, mi señor. Si me quieres para ti, exijo fidelidad. ¿Eres capaz de serme fiel, Geoffrey Southwood?

Durante un instante, un instante apenas, Geoffrey se enfureció. Se enfureció con esa mujer sin nombre, la mujer del Señor de las Prostitutas de Argel. ¿Cómo se atrevía a imponerle condiciones? Pero la miró y su rabia se esfumó. Ella tenía razón. No era una prostituta cualquiera, no era alguien a quien se pudiera ignorar o amar según el momento.

– Touché, cariño -admitió con desgana.

– Ya te enseñaré yo buenos modales, Southwood -aseguró ella con gesto travieso.

– Ahora, frótame la espalda -pidió él y ella aceptó.

Había decidido en las primeras horas del alba que si lo aceptaba como amante, sería en sus propios términos. No estaba dispuesta a ser una más para él. Tendría que aceptarla como su único amor. Le daría afecto y respeto, pero exigiría idéntico trato a cambio. Y si iba a serle leal y fiel, él debería obrar en consecuencia. Hasta ahora, había ganado la primera batalla.

Cenaron en la habitación, junto al hogar. Fue una cena simple pero exquisita: langosta hervida, alcauciles con aceite y vinagre, pan recién cocido con mantequilla, manzanas enteras cocidas en pastel, espolvoreadas con azúcar moreno y acompañadas con crema, queso picante y un poco de vino blanco. Después, se recostaron contra las almohadas de pluma de ganso sobre la cama perfumada con lavanda, con las manos entrelazadas y durmieron. Skye se despertó con el resplandor del fuego bailando en la pared. Instintivamente, supo que él también estaba despierto. Se volvió y apoyó la cabeza contra el pecho del conde.

– Qué mujer -susurró él, y le acarició el cabello-. Estoy enamorado de ti, Skye. Lo sabes, ¿verdad? Nunca me había enamorado antes, querida, pero Dios es testigo de que a ti te amo.

Hicieron el amor con ternura, sin prisas, después durmieron, se despertaron y volvieron a hacer el amor otras dos veces, durante la noche. Como le había prometido Geoffrey, los días que siguieron fueron una bacanal de amor físico, comida y bebida. Y de todos modos, si hubieran querido cambiar el programa, no habrían podido hacerlo, porque la primera mañana se despertaron envueltos en una tormenta de enero que giraba enloquecida detrás de las ventanas.

Felices como niños, apilaron leña sobre el fuego y después se metieron desnudos bajo las mantas justo antes de que llegara Rose con un desayuno de huevos duros, gruesas rodajas de jamón, pan, queso y cerveza rubia. Ese día nevó hasta la noche y ellos no se levantaron de la cama excepto para añadir leña al fuego o comer. Skye no podía creer que él pudiera excitarla, amarla, llenarla, con tanta frecuencia y facilidad. Cada vez que hacían el amor pensaba que no podría suceder de nuevo y, sin embargo, ahí estaba.

El segundo día dejó de nevar y el sol brilló de nuevo. Se vistieron y jugaron con la nieve como dos adolescentes, para gran diversión del señor Parker y su esposa. Rose, en cambio, estaba furiosa. Era impensable que los nobles se comportaran de ese modo. Especialmente un caballero tan guapo, tan romántico como el conde.

Las mejillas de Skye estaban enrojecidas de frío y ella chillaba de placer y de terror fingido cuando el conde le arrojaba bolas de nieve. Se vengó de él haciéndolo ponerse bajo el techo con una trampa y tirando después una bola de nieve arriba y provocando una avalancha que lo bañó de arriba abajo. El conde se quedó mudo de sorpresa.

Esa noche se sentaron frente al fuego. Skye con su sencillo caftán blanco y Geoffrey con una bata de terciopelo verde. Asaron castañas sobre el fuego y sacaron la dulce y caliente pulpa de la cáscara, quemándose los dedos al hacerlo. El conde descubrió un laúd en la habitación común de la posada y lo llevó a la habitación. Para sorpresa de Skye, cantaba y tañía muy bien. Le cantó varias canciones picantes que la dejaron débil de tanto reírse, y cuando él vio que estaba indefensa, dejó el laúd y se abalanzó sobre ella. Riendo, ella luchó contra él y le hizo cosquillas hasta que él también quedó agotado.