Los dos se arrojaron jadeando sobre la cama y después, de pronto, Skye descubrió que él la estaba besando frenéticamente.
– ¡Skye, Skye, maldita sea, mujer! ¡Quiéreme un poquito!
– Pero Geoffrey -protestó ella-, si yo te quiero.
– No, cariño, amas lo que yo hago con tu pasión, pero no sientes nada por mí. ¡Eres tan hermosa, tan encantadora, tan inteligente! Creí que era suficiente, pero ahora ya no lo es. Quiero que te importe como me importa a mí.
– Oh, Geoffrey. -En la voz de Skye había genuina lástima-. No sé si volveré a amar. Duele tanto amar. Me gustas y había pensado que podríamos ser amigos. Es más de lo que consiguen la mayor parte de los caballeros de sus amantes.
– Tú no eres una mujer cualquiera. Yo quiero más de ti, Skye, de lo que obtienen la mayor parte de los caballeros de sus amantes.
– ¡No tienes derecho! -le gritó ella-. Tú no me tomas, Geoffrey, yo me doy libremente. Porque quiero y sólo por eso. -Estaba arrodillada en la cama con el cabello alrededor de los hombros delgados, hermosos-. ¡No pienso ser juguete de ningún hombre! Espero que lo comprendas, mi conde.
Los ojos color zafiro brillaron con azul fuego, la piel cremosa se enrojeció de emoción. En ese momento, era lo más hermoso que Geoffrey Southwood hubiera visto nunca. Pero estaba furioso con ella. Él era Geoffrey Reginald Michael Arthur Henry Southwood, el séptimo conde de Lynmouth, y ella solamente una mujer sin nombre ni pasado. Él era el conde Ángel, el hombre por el que se peleaban todas las mujeres. Ella era la primera a la que daba su amor con el corazón. ¡Y quería, exigía que ella lo amara!
Cuando habló, su voz era baja, y estaba teñida de desprecio.
– No pienso rogarte, Skye. Pero si no puedes aprender a amar otra vez y sin embargo estás dispuesta a dar tu cuerpo, no eres más que una vulgar puta.
Ella palideció, sorprendida, sus ojos se abrieron como platos. Hizo un gesto de dolor y le dio una bofetada que dejó la marca de los dedos en la mejilla de él. Él le devolvió instintivamente la bofetada y luego se arrojó sobre ella y la agarró con fuerza.
– ¡Tu esposo está muerto! ¿Es qué no lo entiendes?
Ella gritó, mientras luchaba contra él.
– ¡No lo nombres! ¡No te atrevas a nombrarlo! Era bueno y sabio y dulce. Y yo lo amaba. ¿Me oyes? ¡Lo amaba! ¡Lo amaba como no volveré a amar a nadie!
– En lugar de eso -le contestó él con toda su rabia-, vas a burlarte de su amor portándote como una prostituta. Vas a cerrar tu corazón a cal y canto mientras satisfaces los apremios de la carne. Muy bien, cariño, si quieres ser una puta, te enseñaré cómo se hace.
Puso las manos sobre el escote del caftán y se lo quitó sin dilación. Le manoseó los senos y metió la rodilla con brutalidad entre sus muslos.
– ¡No! ¡Geoffrey, no!
Esta vez los ojos verdes brillaron a la luz del fuego y él se inclinó para buscar la boca de Skye. Ella volvió la cabeza y él perdió el equilibrio y cayó entre las almohadas. Ella cruzó la habitación a la carrera, pero cuando llegó a la puerta se dio cuenta de que estaba atrapada. Estaba desnuda y no podía escapar así.
Se dio la vuelta y mientras él cruzaba la habitación con tranquilidad, dijo casi con pereza:
– Geoffrey, por favor. -Levantó las manos como para suplicarle. Los ojos del conde no mostraban piedad y la empujó con todo el cuerpo. Ella sintió la pared sobre su espalda.
– Las putas -dijo él con voz monótona, inexpresiva- aprenden a darse en callejones, de pie, con la espalda contra la pared. -Le separó los muslos con las manos y ordenó-: Pon tus brazos alrededor de mi cuello, puta, y cruza tus piernas alrededor de mi cintura. Aprende cómo se comportan las de tu calaña.
Ella luchaba con todas sus fuerzas, tratando de soltarse, de arañarle los ojos y de golpearlo.
Él la abofeteó y ella rompió a llorar, avergonzada y temerosa.
– Por favor -rogó-. Por favor, Geoffrey.
Las lágrimas detuvieron al conde y, de pronto, se apartó de ella. Ella se dejó caer al suelo y él la levantó y la llevó a la cama, apretándola contra su pecho cuando se sentaron.
– ¡Al diablo contigo, Skye! ¡Al diablo! ¡Eres una perra de ojos azules sin corazón! Lo único que quiero es que me ames.
– Amar es doloroso -sollozó ella-. No quiero volver a sufrir.
– Cariño, vivir duele y amar es parte de la vida, como la muerte. -El conde ya no estaba enojado. Veía el miedo que había en ella y quería ayudarla-. Skye, amor mío, ¡ámame como yo te amo!
Ella empezó a llorar con más fuerza. Lloraba por la mujer que había sido antes, la que no recordaba, por Khalid el Bey, ese hombre noble y tierno. Estaba tan cansada.
– Ámame, cariño -le susurró él con ternura-. Deja que tu corazón se abra de nuevo. Oh, Skye, para mí eres más importante que cualquier otra mujer, incluyendo a mi esposa. Ámame, cariño.
Ella había construido un muro alrededor de su corazón y ahora sentía que el muro se derrumbaba.
– No eres una puta, no estás conmigo solamente por placer. Sientes algo, aunque no lo admitas. ¿No es cierto, querida?
Ella lo miró con los ojos inundados de lágrimas.
– Sí -musitó, en voz tan baja que él tuvo que inclinarse para oírla.
– No vas a traicionar el amor que sentiste por tu esposo si me amas, Skye. Que puedas amar de nuevo, que tengas que amar de nuevo es parte del tributo que le debes a ese primer amor. Yo quiero que compartas tu amor conmigo, cariño.
Hubo un largo silencio. Y finalmente, él la oyó decir con suavidad:
– Sí, Geoffrey.
Con infinito cuidado, él la recostó en la cama y le besó las lágrimas que le corrían por las mejillas, luego el cuello y luego los exquisitos senos. Adoraba ese altar de perfección y se alimentó con la tersura de los pezones. Ella lo abrazó, como para protegerlo, y lo acunó, luego, agotados, se durmieron abrazados.
En la luz grisácea del amanecer de enero, Skye se despertó y descubrió que él la había penetrado. La dureza que se hundía en ella le pareció buena y natural.
– Sí, te amo -dijo con voz tranquila, y él, lentamente, empezó a bailar con el ritmo primitivo que los llevaría a ambos hacia la pasión.
Ella se movió con él, saboreando su dulzura y, de pronto, supo que las barreras habían caído. Amaba a ese lord arrogante y tierno que quería poseerla tan completamente. Lo amaba. Y él no sabría nunca -los hombres nunca sabían- que, aunque lo amaba, había una parte secreta de sí misma que nunca le entregaría.
Pero lo amaba, de eso estaba segura. El ritmo se aceleró y luego la cegadora luz de la aurora se fundió con la luz dorada de la mente de Skye mientras él la llevaba por dos veces al éxtasis. Ella gritó su nombre y sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, oyó su voz que la calmaba, y sintió sus labios que le lavaban la sal de las lágrimas que ella no había querido limpiarse.
– Yo soy tuya y tú, mío -dijo Skye finalmente, y no le costó decirlo.
– Sí, cariño -le contestó él-. Somos el uno para el otro y estaremos siempre juntos. En primavera le pediré a la reina que me deje una temporada libre y te llevaré a Devon, a mi casa…
– ¿Y tu esposa?
– Mary y sus hijas no viven en Lynmouth -dijo él-. Tú serás la dueña.
Esa tarde dejaron el santuario secreto de La Oca y los Patos y cabalgaron de vuelta a Londres. El día era frío, ventoso y nublado, y parecía que iba a nevar de nuevo, pero los dos estaban contentos.
– Quiero que te mudes a mi casa -dijo él mientras cabalgaban-. Las habitaciones que hay junto a la mía son para la condesa de Lynmouth y las haré decorar de nuevo para ti.