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– No sé, Geoffrey. Tengo mi propia casa y pienso traer a mi hija a Londres muy pronto. Hace meses que no la veo. Debe estar en su propia casa, no en la tuya.

– Entonces quédate, querida, pero deja que prepare las habitaciones de todos modos. Podemos pasar con facilidad de una casa a la otra por el pasaje subterráneo. Tú tendrás a tu hija durante el día y estarás conmigo por la noche.

– De acuerdo, Geoffrey, siempre que pueda conservar mi propia casa. Pero hasta que vuelvas a decorar las habitaciones, me quedaré en casa de Khalid. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

– Sí, querida, pero primero tengo que volver a la corte y saludar a la reina.

Pronto llegaron al sendero que llevaba a la casa de Skye.

– Bienvenida a casa, señora -dijo el guarda.

Skye le sonrió e hizo un gesto. Vio con alegría que un muchachito salía corriendo del establo para ocuparse de su caballo. Y cuando llegaron frente a la casa, el conde desmontó y la ayudó a desmontar. Sus brazos no la soltaron y ella lo miró, sonrojándose.

– ¿Me amas, Skye? -le preguntó él con suavidad.

– Te amo, Geoffrey -le contestó ella con los ojos azules fijos en su rostro.

– ¿Y serás mi dama, cariño?

– Sí, sí, Geoffrey.

Él se inclinó y la besó durante un rato, con amor.

– Te mandaré un mensaje para que sepas a qué hora llegaré esta noche -dijo el conde. Montó a su potro de nuevo y salió galopando por el sendero.

Ella entró en casa, perdida en sus ensoñaciones.

– Así que has vuelto, y con la mirada tan perdida como la de un cordero degollado.

– Buenos días, Robbie. -Ella le sonrió como en sueños-. Ven a tomar un vaso de vino conmigo.

– Vino, ¿eh? -gruñó él, siguiéndola hasta el salón.

– Sí, vino. Vino para celebrar que estoy enamorada. Ah, Robbie, estoy enamorada de nuevo. Nunca pensé que volvería a amar a un hombre después de perder a Khalid, pero amo a Geoffrey.

«Que el Señor se apiade de nosotros», pensó el capitán, mientras Skye, entonando entre dientes una cancioncilla, servía generosos vasos de vino tinto para ambos. Robbie se dejó caer en una silla con los ojos fijos en el suelo. «¿Cómo le digo lo que me contó anoche De Grenville medio borracho? ¿Cómo le digo que Southwood quiere hacerla su amante para ganar una apuesta? Y ese bastardo se las ha arreglado además para ganarse su corazón. ¡Maldita sea! Preferiría estar en medio de una tormenta en el Atlántico Sur.» El capitán levantó los ojos con lentitud. Ella alzó el vaso y brindó:

– ¡A mi señor Southwood! ¡Larga vida!

Robbie levantó el vaso sin ganas.

– Sí -contestó con voz inexpresiva. «¡Diablos! ¡Estás contenta! Nunca la había visto así desde la muerte de Khalid. Oh, diablos, es demasiado tarde para salvarla de sus garras. Que lo descubra sola. Que sea feliz por ahora.» Se tragó el vino y volvió a apoyarse en los almohadones de terciopelo.

– Yo también tengo novedades -dijo-. Vamos a ver a la reina y a Cecil el día siguiente a Candelaria. Mejor será que tengamos el primer viaje decidido para entonces.

Skye, de pronto, era toda negocios.

– ¿Ya has decidido adónde irás? ¿Y con qué?

– Joyas y especias. En caso de naufragio -y el capitán hizo la señal de la cruz-, por lo menos puedo salvar la carga. Bordearemos el Cabo de Hornos hacia el océano índico y las islas de las Especias para cargar pimienta, nuez moscada, jengibre, macis y clavo. Después navegaremos hacia Burma, donde hay rubíes. Los mejores vienen a Rangún desde Mogok en la parte central del país. Cargaré cardamomo en la India, diamantes y perlas en Golconda. En Ceilán hay canela y zafiros.

– Asegúrate de comprar solamente los zafiros azules de Kashmir. Khalid siempre decía que ése era el mejor color.

– Lo sé. Va a ser un viaje muy largo, muchacha. Tal vez no vuelva hasta dentro de un año o en dos, según la suerte.

Ella le sonrió con afecto.

– Estás ardiendo de ganas de ir, Robbie, no lo niegues. Llevas casi dos años anclado en tierra y tus pies se mueren de deseos de caminar por un puente de mando. Lo comprendo y creo que ya es hora de que zarpes. Te agradezco tu amistad, pero por fin soy yo misma y tengo que hacer mi propia vida.

– Lo sé, muchacha, pero no quiero que te hieran ni que se aprovechen de ti. Esa maldita memoria tuya me tiene muy preocupado. A pesar de tu edad, eres ingenua en muchas cosas.

– Ahora tengo a Geoffrey, Robbie.

– Confía sólo en ti misma, Skye. Ama a Southwood si quieres, pero no confíes en él ni en ningún otro hombre…

– ¡Robbie! ¡Eso sí que es cinismo!

– No. Es realismo.

Se oyó un golpecito en la puerta y Skye se volvió para decir:

– Adelante.

Un sirviente traía un papel en una bandeja de plata. Skye miró la hoja doblada y la abrió.

– ¡Maldita sea! -dijo.

– ¿Qué pasa?

– Geoffrey ha recibido una llamada. -Skye se volvió al sirviente-. ¿Cómo ha llegado esto?

– Lo ha traído uno de los sirvientes del conde, señora.

– Puedes irte.

El sirviente se volvió y salió de la habitación.

– ¿Qué dice, Skye?

– Muy poco -dijo ella con el ceño fruncido-. Solamente que hay un problema en Devon.

– Tal vez no te venga mal una noche de sueño reparador -hizo notar Robbie con ironía, y ella rió por la irreverencia.

– Si tengo en cuenta tu reputación con la espada, creo que podemos decir que el muerto se asusta del degollado -dijo ella, bromeando.

Él rió con alegría.

Los días se sucedieron. Skye no supo nada de Geoffrey. Y luego, llegó el día del encuentro con Cecil y la reina. Skye se vistió con elegancia pero sin ostentación. William Cecil, lord Burhley, el consejero mayor de la reina, no era hombre al que pudiera dominarse con un escote generoso y unos bellos ojos. Skye eligió un vestido de terciopelo azul oscuro, suavizado por una puntilla blanca en el cuello. Tenía las mangas partidas con el borde dorado y debajo llevaba una blusa de seda blanca. Usaba una cadena de oro con pequeñas placas de coral tallado en forma de rosas blancas. Llevaba el cabello con raya en medio, recogido en un elegante moño en la nuca.

El río estaba congelado, así que tuvieron que ir a Greenwich en el carruaje de Skye. Cecil los esperaba en una habitación llena de libros. No perdió el tiempo. Fue directo al grano.

– Si os concedemos el aval real, ¿qué gana Su Majestad?

– Un cuarto de la carga; un mapa exacto de la zona que recorramos, ya que llevamos dos cartógrafos en cada nave; y, por supuesto, estamos dispuestos a cumplir cualquier encargo que la reina quiera hacernos en los puertos que vamos a tocar -explicó Robert Small.

– ¿Cuántos barcos?

– Ocho.

– Ése es el número de barcos con los que zarpáis, ¿con cuántos pensáis volver?

– Seis como mínimo.

– Tenéis una opinión demasiado buena de vos mismo, capitán Small -le ladró Cecil.

– No, mi señor. No. Si no hay un tifón, pienso volver con los ocho, pero una tormenta seria puede hacerme perder uno o dos.

– ¿Qué decís de los piratas y los motines?

– Mi señor, todos los capitanes de mi flota han estado conmigo durante muchos años, y puedo decir lo mismo de las tripulaciones. Estos hombres están acostumbrados a trabajar juntos en buenas y malas condiciones. Son leales y disciplinados, a diferencia de muchas otras tripulaciones. Llevarán los barcos a destino, aunque tengan que atravesar el infierno. Os aseguro que los barcos volverán a Inglaterra.

Cecil sonrió levemente.

– Vuestra confianza es admirable, sir, espero realmente que me sorprendáis. -Se volvió hacia Skye-. ¿Y vos, señora, qué tenéis que ver con todo esto?

– Yo financio la operación -le explicó Skye con calma.

– Debéis tener una gran confianza en el capitán Small -dijo Cecil con voz seca.