– Sí, milord. Fue socio de mi esposo durante muchos años y nunca le falló.
– ¿El nombre de vuestro esposo?
– Don Diego Indio Goya del Fuentes, un mercader español de Argel.
– El embajador español dice que no ha oído hablar de él, señora.
– Me parece difícil que el embajador español en la corte inglesa conozca a todos sus compatriotas en Argel, milord -sentenció Skye con frialdad.
– Tal vez tengáis razón, señora. Solamente lo menciono. Es mi deber proteger a la reina.
– Si sentís, milord Cecil, que esta aventura es arriesgada para vuestra reina, o que puede traerle descrédito, retiraré mi demanda y vos debéis decirle que no nos lo conceda. Pero si lo hacéis, no estaréis dudando de mi honor solamente, sino también del de sir Robert. Yo he llegado de Argel hace muy poco, pero el capitán Small siempre ha sido un súbdito leal de Inglaterra.
– Señora, creo que no me entendéis. He dicho, simplemente, que los hombres del rey Felipe no parecían conocer el apellido de vuestra familia.
– No sé por qué deberían conocerlo. La familia de mi esposo llegó a Argel hace varias generaciones. El Goya del Fuentes que emprendió el viaje era un hijo menor, según creo. Todavía hay una rama en España, cerca de Granada o Sevilla, no recuerdo bien.
Cecil suspiró, exasperado, y Robbie escondió una sonrisa. Skye estaba haciendo un buen trabajo. Confundía al consejero con habilidad. Robbie se sentía aliviado al verla razonar con esa rapidez. Ahora tendría menos miedo de dejarla cuando volviera al mar.
– Milord -dijo Skye, y se permitió un tono levemente irritado-, ¿qué es lo que realmente os molesta? No lo entiendo. No pido otra cosa que el aval de Su Majestad y ofrezco a cambio una cuarta parte de las ganancias, los mapas más recientes de la zona y llevar noticias de la grandeza de la reina a los hombres del Este. No me parece que podáis decir que es desventajoso.
– Pero, señora, tergiversáis mis palabras deliberadamente… -rugió Cecil.
– ¿En serio, milord? Entonces, explicadme con claridad qué queréis decir con vuestras palabras.
Una carcajada los interrumpió y, emergiendo de la oscuridad de un escondrijo, apareció la reina.
– No prestéis atención a Cecil, señora Goya del Fuentes. Él es sumamente desconfiado con respecto a todo lo que tenga que ver con nuestro bienestar, y nosotros se lo agradecemos. Podríamos prescindir de otros, os lo aseguro, pero no de él. Vamos, amigo mío, no hace falta indagar sobre la calidad del linaje de la dama para hacer negocios con ella. Nuestro tesoro no está tan rebosante. No podemos permitirnos el lujo de rechazar los beneficios de este viaje, sobre todo cuando no nos cuesta otra cosa que nuestra buena voluntad. El historial del capitán Small habla por sí mismo.
– Muy bien, Majestad. Si vos me lo ordenáis, haré que se extienda el aval.
– Lo ordeno, milord Cecil. Hablad de los detalles con el capitán Small. La señora Goya del Fuentes vendrá con nosotros a tomar un vaso de vino. -La reina salió a grandes zancadas de la habitación y Skye, después de hacer una reverencia a Cecil, salió con ella.
Cuando la puerta se cerró tras ellas, el canciller dijo:
– Es una mujer hermosa, sir Robert, y tiene cerebro. Su Majestad aprecia mucho a las mujeres inteligentes.
– Es la hija que nunca he tenido -apostilló Robert Small.
– Vaya -murmuró Cecil-, entonces espero que sepáis que este último enero pasó varios días y noches con lord Southwood en la hostería del río Támesis llamada «La Oca y los Patos».
– Lo sé -dijo Robbie. Su voz se teñía de enojo-. Parece que vigiláis atentamente a una mujer inofensiva y poco importante, mi señor.
– Una mujer de ascendencia irlandesa que estuvo casada con un español, dos de los enemigos tradicionales de Inglaterra -observó Cecil con sequedad.
– ¿Y lord Southwood está también bajo sospecha? -dijo Small.
– Solamente porque cualquier valioso sirviente de la reina puede llegar a ser subvertido.
Robert Small se había puesto en pie.
– ¡Por Dios, señor! ¡No voy a permitiros afirmaciones de ese cariz sobre Skye! Ha sufrido mucho y, sin embargo, es una mujer dulce y buena. No tiene ni siquiera una tendencia hacia la deslealtad, os lo aseguro.
– Sentaos, sentaos, capitán Small. Nuestras investigaciones apoyan vuestras palabras. Sin embargo, quisiera oír vuestro parecer personal sobre la relación de la dama con lord Southwood. No hace falta divulgar ninguna confidencia, claro está, pero el conde es un hombre valioso para la reina.
– Él dice que está enamorado de ella -contestó Robbie-, y Dios la ayude, porque sé que ella está enamorada de él.
– Curioso -dijo Cecil-. El conde no suele tomar en serio a las mujeres. Entonces tal vez sí que está enamorado.
Lejos de allí, en ese mismo momento, el caballero sobre el que discutían Cecil y el capitán mantenía una violenta pelea con su pálida y tímida esposa. Geoffrey Southwood había sentido pocas veces una furia tan desatada.
– ¡Perra! ¡Perra! -gritaba-. ¡Has matado a mi único hijo varón, mi único heredero legítimo! Por las barbas de Cristo, ¿cómo has podido ser tan estúpida? Sabías que había viruela y le escribiste a la condesa de Shrewsbury para que el niño viniera a casa para la Duodécima Noche. Yo te lo habría prohibido. ¡Te mataría, Mary, Dios es testigo de que te mataría!
– ¿Y por qué no lo haces, Geoffrey? -le espetó ella-. Me odias, y odias a nuestras hijas. ¿Por qué no nos matas a todas?
Ese estallido histérico hizo que el conde se detuviera. La miró con frialdad.
– Voy a pedir el divorcio, Mary. Tendría que haberlo hecho hace años.
– No tienes nada que alegar para pedir el divorcio.
– Tengo todas las razones que quiera, Mary. No pares otra cosa que hijas. Al único varón que fuiste capaz de darme, lo has matado por descuido. Te niegas a recibir a mis amigos, pero usas el dinero que te mando para las dotes de tus hijas a pesar de que yo les he prohibido casarse. Tengo muchas razones, Mary, pero si me hace falta, encontraré seis o siete hombres que digan que te conocieron íntimamente.
Ella palideció de horror.
– Eres un bastardo, Geoffrey.
Él la golpeó con tal fuerza que ella cayó de rodillas.
– ¡Un bastardo! -repitió ella.
Él se volvió y se marchó.
Fueron las últimas palabras que cruzaron el conde y la segunda condesa de Lynmouth. Esa noche, Mary Southwood cayó en cama con viruela y todas sus hijas con ella. Murió unos días después. Mary, Elizabeth, Catherine y Phillipa siguieron su misma suerte. Solamente las tres más jóvenes, Susan y las mellizas Gwyneth y Joan sobrevivieron. El conde se salvó porque había tenido un brote benigno de viruela en su infancia.
Enterraron a la condesa y a sus hijas con una austera ceremonia. La campana de la iglesia de Lynmouth tocó a muerto mientras llevaban sus ataúdes al cementerio familiar. Geoffrey les comunicó la noticia a sus tres hijas menores. Eran tan jóvenes, cuatro y cinco años solamente, que no estuvo seguro de que realmente lo hubieran comprendido. Las miró de cerca por primera vez en su vida y se dio cuenta de que no eran tan feas, después de todo. Dejó instrucciones detalladas para la convalecencia de las tres y abandonó Devon en dirección a la corte. Había estado fuera dos meses y la primavera ya había llegado a Inglaterra. La corte había abandonado Greenwich y se había instalado en Nonesuch. El conde de Lynmouth recibió una calurosa bienvenida, sobre todo por parte de las damas, porque las novedades lo habían precedido. Ansioso por ver a Skye, luchó hasta conseguir permiso real para ir a Londres, pero tuvo que esperar el momento adecuado para pedírselo a la reina.
En Londres, Robbie se preparaba para partir. El Nadadora y los otros siete barcos esperaban con todas las provisiones a bordo. Robert Small había pospuesto su partida lo más posible, porque Skye estaba triste y cualquier cosa la hacía llorar. El capitán había mandado a buscar a su hermana, Marie, y los dos niños a Devon, y la llegada de Willow había alegrado un poco a su amiga.