Skye se puso en pie y sonrió a la reina. Isabel la miró y dijo:
– Espero que nos perdonéis esta visita poco ortodoxa, pero se nos dijo que sir Robert se va mañana. No podíamos dejarlo partir en un viaje tan largo sin expresarle nuestros mejores deseos.
Robbie enrojeció de placer.
– Majestad, vuestra gran bondad para conmigo me abruma.
– Majestad -dijo Skye-, ¿deseáis tomar un refresco y descansar?
– Gracias, señora. Sir Robert, De Grenville, podéis escoltarme hasta la casa. Southwood, acompañad a la señora Goya del Fuentes y a la señora Knollys.
La reina se hizo a un lado, dejando a Skye de una pieza. Allí estaba Geoffrey, que bajaba de la barca de la reina llevando de la mano a una hermosa niña de cabello rojizo.
– Skye, ¿te puedo presentar a la prima de la reina, Lettice? Ella es la señora Goya del Fuentes.
Lettice Knollys sonrió con simpatía y su piel pálida brilló llena de juventud.
– Somos jóvenes las dos -dijo-. ¿Puedo llamaros Skye y vos a mí, Lettice?
– Claro que sí -dijo Skye. Dios, ¿era ésa la nueva esposa rica que la reina le había designado a Geoffrey?
– Me alegro de verte, Skye -dijo el conde de Lynmouth con suavidad, mientras escoltaba ambas mujeres a través del jardín hasta la casa. Detrás de ellos, las otras doce barcas que habían escoltado a la de la reina desembarcaban a sus pasajeros.
– ¡Qué casa tan encantadora! -hizo notar Lettice-. Siempre quise tener una casita en Strand. Vos no venís mucho a la corte, ¿verdad?
– No hace falta, y además, no pertenezco a la nobleza. Si la reina me invita, obedeceré, por supuesto.
Habían llegado ya a la casa y mientras entraban, Southwood dijo en voz baja:
– Lettice, tengo que hablar con Skye. Por favor, mantén a la reina ocupada por mí. -Y antes de que Skye tuviera tiempo de protestar, la llevó a la biblioteca y cerró la puerta tras ellos.
– ¡No puedo dejar así a mis invitados! ¡La reina se dará cuenta! -protestó ella, furiosa.
– Señora, hace tres meses que no nos vemos. ¿No tenéis mejor bienvenida para mí?
– Milord, ¡me parece que presumís bastante! Sin embargo, os ofrezco mi más sentido pésame, por vuestra pérdida.
– ¿Lo sabes? ¿Cómo…?
– Me lo ha dicho De Grenville esta mañana. -Skye se volvió y caminó para alejarse de él-. Tengo entendido que también debo felicitaros por vuestra próxima boda. ¿Es con la señora Knollys? ¿Vais a pasar vuestra luna de miel en la nueva barca?
– No tengo una barca nueva.
– Pero, milord -dijo ella con tono burlón-, ¿no habéis ganado una barca en una apuesta con De Grenville? Tengo entendido que era la barca contra vuestro potro. De Grenville estaba bastante dolido por no haber podido hacerse con el animal.
– ¡Al diablo con De Grenville! ¡Estúpido! -gritó el conde-. ¡Amor mío, escúchame! La apuesta la hice cuando me rechazaste el día que nos conocimos. No tengo intención de reclamarla. No tuvo nada que ver con el hecho de que después me enamorara. Pensaba decírselo a Dickon y me olvidé cuando me llamaron a Devon. Esa maldita perra que fue mi esposa mató a mi hijo, a Henry: lo hizo volver a casa sabiendo que había viruela en el vecindario. ¡Henry volvió, pero solamente para morir! Creo que el Señor la juzgó y por eso murieron ella y cuatro de sus hijas. Después, por suerte, perdonó a las tres menores. Me quedé hasta que comprobé que estaban a salvo. No carezco de corazón, Skye. No tienen más que cuatro y cinco años.
– ¡Podríais haberme escrito!
– Francamente, no se me ocurrió. No soy hombre de palabras, Skye. La viruela arrasó mis propiedades como un incendio y estuve tremendamente ocupado. Mi alguacil murió, junto con otros muchos, y tuve que hacer su trabajo hasta que conseguí alguien que lo reemplazara.
– Ha pasado bastante tiempo desde vuestro regreso a la corte, milord. Podríais haberme enviado un mensaje. Un ramo de flores. ¡Algo! Pero estabais muy ocupado buscando una rica heredera para reemplazar a vuestra fallecida esposa. ¡Nunca te perdonaré, Geoffrey! ¡Nunca! ¡Me has usado como a una vulgar puta! ¡Me has mentido! -Se volvió, furiosa, para que él no viera las lágrimas que brotaban de sus ojos-. Me dijeron que eras el peor bastardo de Londres y yo no quise creerlo.
– Tienes razón -admitió él-. Me pasé los días en la corte arreglando nuestro matrimonio. -Los hombros de ella temblaron y él oyó un sollozo ahogado-. La dama que quiero convertir en la nueva condesa de Lynmouth es una de las mujeres más hermosas de Londres. Es rica, así que no tengo por qué creer que está buscando mi dinero. Tiene modales exquisitos y es una excelente anfitriona, es capaz de manejar a nobles y a plebeyos. Es la mejor esposa que pueda tener.
La voz del conde estaba tan llena de amor y admiración que cada palabra que decía era como un cuchillo clavado en el pecho de Skye.
– Solamente había un problema para concretar la unión -dijo el conde-, así que tenía que convencer a la reina de que, a pesar de ese impedimento, no pensaba aceptar a ninguna otra mujer como esposa.
– No…, no estoy interesada, conde. -Skye se volvió y trató de pasar junto a él hacia la puerta, pero él la tomó por la cintura en un gesto rápido. La cara de ella quedó apretada contra el terciopelo del jubón de él-. Tengo que volver con mis invitados -le rogó ella.
Él ignoró su ruego.
– La dama en cuestión no es inglesa. Dice que es una huérfana irlandesa que se casó con un mercader español y después quedó viuda. Así se la presenté a la reina. Pero yo sé que la historia no es cierta. Ella fue capturada por un barco pirata desconocido y logró conquistar de alguna forma al Señor de las Prostitutas de Argel. Él la tomó bajo su protección y, cuando lo asesinaron, ella huyó de Argel con su fortuna. Pero yo la amo y la quiero por esposa. Convencí a la reina de la sabiduría de mi elección. Me ha dado permiso para que nos casemos.
Skye se separó bruscamente del conde y cuando volvió a mirarlo, tenía los ojos llenos de fuego azul.
– No sé cómo obtuvisteis la información. Aunque los hechos son ciertos, no los comprendéis, no sabéis nada de nada. Sí, Khalid el Bey me compró como esclava; Khalid el Bey, ése era su nombre, milord. Yo no recordaba quién era ni de dónde venía, pero a él no le importó. Pudo haberme convertido en prostituta de uno de sus burdeles o hacerme su concubina. Pero no quiso. Estuve bajo su protección, sí. Pero como su esposa, su esposa, mi señor conde. ¿Sois tan corto de miras que pensáis que un matrimonio no es válido si no se celebra según el rito cristiano? El jefe de intérpretes de Alá de Argel me casó con mi señor Khalid y fui su legítima esposa.
Skye caminaba de un lado a otro de la habitación, con la falda de terciopelo color vino crujiendo quejumbrosamente. El cabello se le había soltado y cuando se volvió bruscamente para enfrentarse al conde, giró violentamente en torno a su cuello.
– Mi hija, señor, lleva el apellido cristiano de su padre, porque él era español de nacimiento, expulsado de esa tierra por la crueldad de la Inquisición. Espero que al menos entendáis eso. Encontraréis en el registro bautismal de la iglesia de St. Mary en Bideford el nombre de Mary Willow Goya del Fuentes. En cuanto a mí, no podría casarme con vos, milord. No osaría mezclar mi sangre desconocida y mi manoseado cuerpo con vuestra digna persona. Agradezco el honor que me hacéis, pero no, no, gracias. -Y lo empujó para huir de allí.
Geoffrey Southwood se quedó paralizado en el sitio en que se encontraba, y justo en ese momento, Robert Small entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.
– ¿Qué demonios le habéis hecho? -gruñó el hombrecito.
– Le he pedido que se casara conmigo.
– ¿Por qué?
– ¡Porque la amo! -aulló el conde-. Le he dicho que conocía la verdad sobre su pasado y que no me importaba en absoluto. Hasta he conseguido el permiso de la reina.