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– Muchacho, sois un tonto. ¿Os ha dicho que no recuerda nada de su vida anterior a Argel?

– Sí.

– Escuchadme, milord. Soy lo suficientemente viejo como para ser vuestro padre y os hablaré como si lo fuera. Su esposo fue mi mejor amigo. Era el segundo hijo de una familia noble y antigua. El destino decretó que tuviera una vida muy distinta de la que esperaba. Fueran cuales fuesen sus negocios, era un caballero en todo sentido. Vos amáis a Skye. Él también la amaba, con toda su alma. Ella era su alegría, su orgullo, y lo único que deseaba era pasar su vida con ella y con los hijos que ella le diera. Acababa de saber que iba a ser padre cuando lo asesinaron, y esa misma noche, su alegría casi me había hecho llorar. -Robbie jadeó un poco y se volvió para sentarse. Southwood se sentó frente a él-. Yo inventé el pasado de Skye para protegerla, a ella y a la niña. Escuchadme, Geoffrey, muchacho, trataré de convencer a Skye, porque esa pobre mujer empecinada os ama y ha suspirado y llorado por vos horas enteras durante los últimos meses. ¿Supongo que no os ha dicho que está esperando un hijo?

– ¡Dios! -exclamó el conde, casi sin voz.

– ¿No os lo ha contado? -preguntó Robbie con sequedad-. Bueno, eso significa que está furiosa con vos. Entonces tenemos que actuar con firmeza. Conozco la forma de arreglar esto, pero tenéis que apoyarme en todo lo que diga. ¿Estáis de acuerdo? -Southwood asintió lentamente-. Vamos, muchacho, voy a mostraros cómo atrapar a una mujer.

Volvieron al salón, donde Skye y la reina charlaban rodeadas de un sonriente grupo de cortesanos. Se acercaron con cuidado al grupo, hasta colocarse cerca de la joven reina. Isabel estaba hermosa con el cabello rojizo peinado en largos bucles sueltos y los ojos color humo brillantes de excitación. Llevaba un vestido de seda verde manzana adornado con oro, perlas y topacios.

– ¿Ha llegado finalmente el huésped de honor? -preguntó la reina, riendo-. Por favor, sir, ¿dónde os habéis metido, vos y lord Southwood?

– Arreglábamos los detalles de la unión que tanto desea Su Majestad. Como los padres de la señora Goya del Fuentes no están, este asunto es parte de mi obligación como su protector. Ahora, Majestad, con vuestro permiso, ¿os parece bien que retrase un día mi partida para poder entregar a la novia? ¿Podrá Vuestra Majestad persuadir al arzobispo de que lea los anuncios y celebre el matrimonio mañana mismo?

Atónita, Skye empezó a decir algo, pero la reina aplaudió encantada.

– Sir Robert, es una idea maravillosa, maravillosa. Sí, de acuerdo. La boda tendrá lugar mañana en Greenwich. Vos entregaréis a la novia y yo seré la anfitriona de la fiesta.

– Majestad, nos sentimos honrados -dijo el conde, pasando un firme brazo alrededor de los hombros de Skye-. ¿No es cierto, cariño?

– Sí, mi señor -dijo Skye en voz alta y dulce. Después, mientras todos charlaban excitados alrededor de los novios, agregó en voz baja y furiosa-: Preferiría morirme de viruela a casarme con vos.

– Vamos -exclamó la reina-. Si la señora Goya del Fuentes quiere estar lista para casarse mañana a la una, tenemos que dejarla en paz ahora. ¡Volvamos a Greenwich! -Se volvió hacia Skye-. Querida mía, sois una anfitriona encantadora. Hemos disfrutado muchísimo. Seréis una gran adquisición para la familia Southwood, lo sé. Lynmouth me llevará a casa. Id a la cama y descansad. Supongo que no dormiréis mucho mañana por la noche si la reputación de vuestro prometido dice la verdad sobre él. -Isabel rió entre dientes, divertida, y salió caminando hacia su barca.

Skye se volvió hacia Robbie, furiosa.

– No pienso casarme con él, ¿me oyes? ¡No voy a casarme con él!

– Claro que sí, Skye muchacha -dijo Robert Small con una calma enfurecedora-. Sé sensata, querida. Él sabe la verdad sobre tu pasado y lo acepta. Te ama a pesar de todo y quiere casarse contigo. ¡Piénsalo, Skye! Serás la condesa de Lynmouth. Y piensa en el hijo que llevas en el vientre. Si rechazas a Lynmouth, nadie se creerá que el bebé es de él; ¿qué mujer en su sano juicio rechazaría casarse con el hombre que es el padre de su hijo? Entonces empezarán a chismorrear sobre quién es el padre en realidad. Y como no te han visto con nadie en especial, pensarán que es de un sirviente o de un caballerizo. Ese niño tiene sangre plebeya, dirán. Y entonces, ¿qué pasará con Willow? -Con cada palabra que oía, Skye se sentía más y más atrapada-. Ahora que vas a casarte, puedo zarpar tranquilo, sabiendo que estás a salvo, que alguien cuida de ti, Skye -terminó el capitán.

– ¡Maldito seas, Robbie! Si Khalid supiera lo que has hecho.

– Lo aprobaría totalmente, Skye, y lo sabes -ladró el hombrecito-. Ahora ven. La reina tiene razón, necesitas descansar. Dile a Daisy qué vestido piensas ponerte mañana para que las lavanderas te lo preparen.

– ¡No pienso elegir nada! -dijo ella, empecinada.

– Entonces, elegiré yo, querida. Ven, muchacha. -La tomó de la mano y la llevó a sus habitaciones en la planta alta-. Daisy, muchacha, ven aquí -llamó por el pasillo.

– ¿Sir?

– Tu ama va a casarse mañana con el conde de Lynmouth. ¿Qué te parece adecuado para la fiesta?

Los ojos castaños de Daisy se pusieron redondos de deseo y alegría.

– ¡Ah, sir! ¡Señora! ¡Qué maravilla!

Skye se volvió con gesto adusto y entró en su dormitorio haciendo ruido con los pies. Una vez en él, se arrojó sobre la cama. Daisy miró a Robert Small como preguntándole qué estaba pasando.

– No te preocupes, muchacha -la tranquilizó el capitán-. Tu señora está de mal humor, eso es todo. Miremos en el ropero.

Daisy lo llevó al ropero de Skye. La boca de Robert Small se abrió como un pozo enorme.

– ¡Por las barbas de Cristo! -exclamó-. No había visto tantos vestidos juntos en toda mi vida.

Daisy rió en voz baja.

– Y éstos son solamente los que podrían servir para una ocasión como ésta. Los más sencillos están en la otra habitación.

Robert Small meneó la cabeza y después empezó a estudiar los vestidos. No podía ser un vestido blanco, porque Skye era viuda. Y un color demasiado brillante parecía inapropiado. En ese momento, vio un traje de raso pesado de color castaño claro, como el de la cera de las velas.

– Déjame ver ése.

Daisy descolgó el vestido y lo mantuvo en alto para que el capitán pudiera mirarlo. El corsé, simple, era de escote bajo y estaba bordado con perlas cultivadas. Tenía mangas amplias hasta el codo, a partir del cual se partían y el espacio vacío se rellenaba con puntilla color crema. Más allá del codo, las mangas alternaban bandas de raso con bandas de puntilla. Las muñecas estaban adornadas con una puntilla ancha. Había perlas y dibujos de flores cuyo centro era un pequeño diamante bordado sobre la falda inferior. El vestido tenía un escote pequeño, almidonado, en forma de corazón, que terminaba en diamantes que se alzaban hasta detrás del cuello. La falda tenía una hermosa forma acampanada.

– ¡Sí, Daisy, muchacha! ¡Éste resulta muy adecuado! Ocúpate de que lo planchen y lo tengan listo para las diez de la mañana. Tu señora se casa en la capilla de la reina en Greenwich y la reina va a celebrar el banquete nupcial en su castillo. Pasarán la noche allí.

– ¡Virgen santa! ¿Se me permitirá ir también? Mi señora me necesitará, estoy segura.

– Sí, muchacha, tú también vendrás.

La chica casi se desmaya de emoción.

– ¡Ay, señor! ¿No os parece que tal vez la señora Skye quiera ir con otra? Yo no soy más que una muchachita de Devon.

– Tu señora te querrá a ti, Daisy, no temas. Ocúpate del vestido y prepara un baño perfumado para el amanecer. Lávale el cabello también.

– Sí, señor. -Daisy se llevó el hermoso vestido y dejó a solas al capitán. Él fue al dormitorio de Skye.

– ¿Ya se te ha pasado el enfado, muchacha? -le preguntó.

– ¡Nunca me enfado! -le ladró ella, sentándose en la cama-. Pero me molesta que me arreglen la vida. Me da la impresión de que en todo esto lo único que no cuenta es lo que yo pienso.