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Skye tuvo que ahogar su risa al escuchar la confirmación de su venganza sobre Jamil. Pero no sabía si enfadarse con Geoffrey Southwood por haber invadido su intimidad o estar contenta por el interés que había demostrado. Sobre todo, se sentía bien al pensar que Geoffrey la quería aun conociendo su pasado.

– ¿Has firmado el contrato matrimonial? -preguntó con frialdad.

– Sí. Tu dote es más que generosa, cariño. Con tu permiso, la pondré a nombre de nuestro primer hijo varón. Yo no la necesito -respondió él. Ahora era el turno de Skye.

Una de sus negras cejas se enarcó.

– Has leído el contrato, ¿verdad? Mi dinero sigue siendo mío.

– Claro que lo he leído, amor mío. Yo les daré dotes a las hijas que tengamos. Sé que tú querrás tener dinero para Willow. Pero si no tuvieras ni un penique, Skye, yo me habría ocupado de eso.

– Pero se dice que no quisiste dar las dotes a tus propias hijas.

– Eran de Mary -replicó él con amargura-. Mujercitas morenas y feas como su madre, obviamente incapaces de engendrar otra cosa que hijas y más hijas. Las tres que han sobrevivido parecen algo mejores. Serán una buena compañía para Willow, y como veo por tus ojos que me vas a ocasionar problemas a menos que acceda, les daré dotes a ellas también. Te lo prometo.

– Voy a ser una buena madre para tus hijas, Geoffrey.

– Lo sé, Skye. -Se levantó y se acercó a ella. El deseo, el amor que había en esos ojos era difícil de rechazar, pero ella lo mantuvo alejado.

– Todavía no, Geoffrey. Por favor.

– Entonces no me has perdonado. -Era una afirmación.

– Puedo entender que no me escribieras desde Devon. Debe de haber sido terrible para ti. Pero cuando volviste, no me dijiste ni una sola palabra y tuve que saber por De Grenville lo que había pasado. Y él dijo que la reina estaba arreglando un matrimonio para ti. Con una heredera. ¿Qué tenía que pensar?

– Deberías haber confiado en mí, Skye.

– ¿Cómo podía confiar después de saber lo de esa asquerosa apuesta con Dickon?

– Pero Skye, nunca pensé cobrarla. Supongo que te das cuenta de que eso pasó antes de que nos conociéramos de verdad.

– Tu reputación te precede, milord Geoffrey Southwood, conde Ángel, gran semental, destructor de corazones.

– Basta ya, maldita sea. Mujer, argumentas con demasiada lógica. Te amo, Skye. Siempre te amaré. Dentro de pocas horas nos casaremos. Olvidemos el pasado y empecemos de nuevo. Hacemos una buena pareja, señora.

El conde le tendió la mano. Lentamente, después de mirarlo de arriba abajo, ella la tomó.

– Una pregunta -pidió él-, y nunca volveré a preguntarlo, ¿lo amabas?

– Sí -respondió con gravedad-. Lo amaba. Desperté de un horror que no recuerdo y encontré la salvación en él. Él me dio un nombre, una identidad, una razón para vivir. Él fue mi esposo, mi amante, mi mejor amigo. Nunca lo olvidaré. -Skye se detuvo y luego continuó-. Sé que suena extraño, pero, aunque Khalid el Bey siempre tendrá parte de mi corazón, a ti también te amo, Geoffrey. Si no te amara, ¿cómo podría sentirme tan furiosa, tan herida?

Los ojos verdes la miraron un momento con esperanza y deseo.

– Entonces, ¿me perdonas, Skye?

La sonrisa de ella también temblaba un poco.

– Tal vez, milord -dijo en tono travieso.

– Señora, mi paciencia se agota -gruñó él, pero la comisura de los labios y los ojos verdes brillaban de alivio y entusiasmo.

– Mejor será que cultives esa virtud, mi señor, porque no seré una esposa sumisa. Seré tu igual en este matrimonio. Igual en todo.

Ahora Skye se sentía más confiada y él aprovechó la ventaja apenas lo supo. La atrajo hacia sí y la abrazó. Después se inclinó para buscar sus labios. Un temblor recorrió el cuerpo de Skye, que suspiró.

– Señora -dijo él, besándole los labios, los párpados, la punta de la nariz-, es un día fresco y ventoso y si no fuéramos a casarnos dentro de pocas horas, te llevaría a la cama ahora mismo.

– ¿Necesitáis horas para hacerlo, milord? -La cara de Skye era la estudiada imagen de la inocencia.

– ¡Zorrita! -murmuró él con voz ronca, y hundió la cara en la maraña perfumada de ese cabello negro y brillante. Ella sintió que los besos de él se hundían en la piel satinada de su cuello. Con un gemido, echó la cabeza hacia atrás y los labios de él le devoraron el pecho. El pulso de Skye se aceleró.

– Cuidado, señora. Esta noche me vengaré de vuestra endiablada lengua. Pero hoy, cuando entréis en la capilla de la reina, quiero que parezcáis casta, no recién salida del lecho. -El conde la soltó lentamente y ella se tambaleó. Él rió suavemente y se volvió para salir por la puerta secreta, oculta tras el tapiz.

Skye se quedó de pie, temblando. Dios mío, cómo la excitaba el conde. Y él lo sabía. Se dio cuenta de que estaban golpeando su puerta.

– ¡Señora! ¡Señora Skye! ¿Estáis bien? -Ella voló hasta la puerta y la abrió. Daisy estaba de pie al otro lado, acompañada por Hawise y Jane. Las tres tenían una expresión preocupada.

– Quería estar sola -dijo Skye en el tono más natural que logró amañar.

La miraron extrañadas y entraron en la habitación con el desayuno, que colocaron sobre una pequeña mesa. Detrás venían dos sirvientes que se llevaron la tina. Jane plegó el biombo y lo apartó mientras Daisy y Hawise preparaban la mesa del desayuno y la acercaban al fuego.

– La cocinera dice que tenéis que coméroslo todo. Le preocupa lo mal que coméis últimamente y lo poco que vais a comer hoy -dijo Daisy-. Además faltan horas para el banquete nupcial.

Skye se sentó y levantó la tapa de la fuente más grande. Descubrió un par de impecables huevos escalfados en una salsa ligera de jerez y eneldo. En una fuente más pequeña había varias lonchas de jamón de York y varias hogazas de pan tostado envueltas en una servilleta dentro de una canasta. Había dos tarros con mantequilla y miel, y una jarra de vino tinto. Skye estaba muerta de hambre.

– Dile a la cocinera que la felicito por el menú, Hawise. Me lo voy a comer todo. Daisy, mis joyas, por favor. Tengo que elegirlas mientras como. Jane, busca el vestido que he hecho preparar para Cecily y dáselo. Después busca a Willow y su niñera.

Las dos chicas se alejaron mientras Daisy traía la gran caja tallada de las joyas. Skye se mordió los labios, mientras pensaba. Las perlas eran demasiado aburridas y comunes; los diamantes, demasiado brillantes. Lo que necesitaba su vestido era algo de color. Sus dedos pasearon inquietos sobre los collares hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió, satisfecha con un collar de turquesas. Cada pulida turquesa oval estaba rodeada de diamantes feroces y perlas casi translúcidas. Buscó los pendientes que hacían juego y dos adornos en forma de mariposas para el cabello.

– Éstos -indicó, entregándoselo a Daisy-. Ahora, los anillos. Una turquesa para la suerte, una perla para la constancia, un zafiro para que haga juego con mis ojos.

Daisy rió. Separó las piezas que le entregaba su señora y luego se llevó la caja.

– Tengo un mensaje para vos de parte del capitán Small, milady. Dice que, aunque el río está en calma, sería mejor ir a Greenwich en carruaje. Llueve bastante.

– Muy bien, Daisy. Ah, aquí está mi amorcito -exclamó Skye contenta cuando se abrió la puerta del dormitorio y entraron Willow y su niñera.

– ¡Mamá! ¡Mamá! -gritó la niña, y corrió a los brazos abiertos de Skye-. ¡Olor bonito! ¡A Willow gusta mucho! -dijo, y hundió la carita en el cuello de su madre.