Skye la levantó en brazos y la apoyó sobre la falda.
– Hoy tengo un regalo para ti, amor -le dijo-. Vamos a tener un papá en casa. ¿Te gustaría, Willow?
– ¡No! -dijo la pequeña con firmeza-. ¡No quiero un papá! ¡Quiero al tío Robbie!
Skye rió entre dientes.
– Así que él es el que se ha ganado tu corazón, ¿eh, cariño? Tienes buen gusto. Pero pronto querrás también a tu nuevo papá y él te querrá mucho a ti.
Willow hizo un puchero, impaciente, como para expresar su desacuerdo con la situación.
Las pestañas gruesas y negras que rodeaban sus ojos dorados, ojos como los de su padre, bajaron hasta tocar las mejillas rosadas y después volvieron a subir en un gesto de coqueteo tan adulto que Skye perdió la respiración con la sorpresa.
– ¿Mi nuevo papá me dará regalos? -preguntó la niña con timidez.
– Sí, claro, interesada -replicó su madre, divertida.
– ¿Qué me va a traer? -La pregunta era imperiosa.
– No lo sé, cariño. Tal vez un vestido nuevo, o un collar, o una cesta de caramelos.
– Tal vez me gusta ese papá nuevo -dijo Willow, pensativa-. ¿A ti te gusta, mamá?
Skye rió.
– Sí, cariño, me gusta mucho. Ahora dale un beso a mamá y ve a jugar con Maudie. Si eres buena, te traeré algo del palacio de Greenwich.
Willow besó a su madre y se fue trotando, contenta, detrás de su niñera. Skye terminó de comer y, en ese momento, el reloj de la repisa del hogar dio las once y media.
– ¡Dios! Tenéis que partir a mediodía si queréis estar en Greenwich a tiempo -exclamó Daisy-. Jane, tú y Hawise, traed la ropa de la señora. -Le alcanzó a Skye un par de medias color crema tejidas tan finas que parecían telas de araña. Skye se las puso con cuidado. Con la cara llena de alegría, Daisy le alcanzó las ligas con rosetas de puntilla con una perlita natural en el centro. La ropa interior de Skye era de seda pura. Con un pequeño corsé, su cintura parecía todavía más fina. El miriñaque estaba modificado, porque a Skye le molestaba parecerse a un barco con las velas extendidas. Antes de ponérselo, le pidió a Daisy que la peinara.
Daisy le cepilló el cabello, lo partió en el centro y se lo subió sobre las orejas. Formó luego un elegante y gracioso moño sobre la nuca de Skye. Aseguró los adornos en forma de mariposa, uno delante y otro a un lado. Para terminar, colocó dos perfectas y frescas rosas sobre el moño.
Skye se sentó y se miró al espejo. Contempló a una mujer sin defectos. «¿Ésa soy yo?», pensó. Y por primera vez en muchos meses se preguntó quién era en realidad. Quién había sido antes de que la encontrara Khalid el Bey. De pronto, sintió que deseaba con desesperación conocer su identidad.
– Señora -le dijo Daisy-. Tenemos que apurarnos.
Skye asintió y se puso en pie. Se colocó el miriñaque y luego el vestido. Jane y Hawise se lo fijaron sobre las otras prendas sin dejar de charlar. Skye se alisó la falsa y se miró al espejo. Una sonrisa le iluminó los rasgos. Estaba satisfecha. Parecía realmente la condesa de Lynmouth, de arriba abajo. Geoffrey tendría todas las razones del mundo para estar orgulloso de ella.
– Oh, milady -jadeó Daisy, reverente-. ¡Estáis hermosa!
– Gracias, Daisy. Y ahora, mi capa para que la lluvia no me arruine el vestido.
Le colocaron una capa de terciopelo azul oscuro sobre los hombros y bajó por la escalera hasta la planta baja. Robbie y Cecily la esperaban allí y ella les hizo una reverencia.
– ¡Qué magníficos os veo hoy! -exclamó, y era cierto. Nunca los había visto mejor.
El vestido de Cecily era de seda negra con una falda inferior de tela de plata y puntillas blancas en el cuello y las muñecas. Se había puesto un gorro de seda negra almidonada que terminaba en puntillas blancas sobre el cabello blanco. Y sobre el amplio pecho lucía una cadena de plata con un colgante en forma de corazón cortada sobre una turquesa. Sus ojos azul claro brillaban de placer.
– Mi querida Skye, ¿cómo puedo agradecerte el vestido? ¡Y una capa de armiño! Me desesperaba la idea de ir a Greenwich y no tener qué ponerme. Sobre todo con tan poco tiempo.
A Skye le complació ver la alegría de su amiga.
– Lo había preparado para tu cumpleaños -confesó-. Ahora tendré que buscar otro regalo.
– ¡Mi querida niña! Esto es más que suficiente y no tiene ninguna importancia que me lo hayas entregado un poco antes de tiempo. Es la más indicada de las ocasiones para usar un vestido como éste.
– Pero te conseguiré otra cosa para tu cumpleaños, te lo aseguro -juró Skye.
– ¿Y no hay nada para mí, muchacha, ni una palabra? -se quejó el pequeño capitán.
– Vamos Robbie, si tú sabes que eres el más guapo de todos -bromeó Skye.
– Mmmm -gruñó Robbie, pero sonreía ligeramente con la comisura de los labios y se enderezó sin darse cuenta. Skye no lo había visto tan elegante desde la noche que lo conoció. Como su hermana, usaba ropa negra, pero no de seda, sino de terciopelo; el jubón bordado con hilo de oro, aguamarinas, perlas y rubíes. Llevaba una espada con el mango de oro filigranado y un gran rubí incrustado.
– Vamos, muchacha -dijo al oír el carruaje que se detenía frente a la casa.
Cuando abrieron la puerta principal, el viento hizo volar las enloquecidas capas alrededor de los tres y la lluvia entró en la casa, mojando el suelo de mármol. Sin decir ni una palabra, el más alto de los sirvientes tomó a Skye en sus brazos y la llevó a través de la tempestad hasta la seguridad del carruaje. Una Cecily enrojecida y una sonrojada Daisy hicieron el trayecto de idéntica manera. Robert Small llegó por sus propios medios.
El viaje a Greenwich fue relativamente fácil, porque las calles y los caminos estaban vacíos debido a la fuerza de la tormenta. La lluvia golpeaba contra el coche pintado de brillantes colores y convertía las ventanillas en sábanas blancas. Era imposible ver nada. Skye sintió lástima por su cochero, allá arriba, en el pescante, envuelto en varias capas para intentar protegerse del viento. Y todavía estaban peor los sirvientes que viajaban colgados en la parte posterior del carruaje mientras la lluvia los empapaba.
Dentro del coche, Skye se aferraba a la mano de Robert Small. No había tenido miedo cuando Khalid el Bey la desposó, pero ahora sí lo tenía. Y todavía la asustaba más pensar que pronto tendría que decirle a Geoffrey lo del bebé. Podía imaginar la alegría del conde, pero, ¿y si no era un varón? ¿Intentaría desterrarla, como había hecho con la pobre Mary Bowen? Sintió que se le ponía rígida la espalda. Ella nunca permitiría que nadie la tratara de ese modo. Y si el conde lo intentaba, apelaría a la reina.
El carruaje se detuvo en Greenwich y las damas entraron en el palacio en brazos de los sirvientes de la reina. El palacio de Greenwich, amado por Enrique VIII, estaba construido sobre el río y era un edificio aparentemente interminable de tres plantas. Un oficial del palacio los escoltó hasta una pequeña habitación junto a la capilla, donde podían descansar y refrescarse y arreglar las marcas del clima sobre la ropa. Daisy despojó a Cecily y a Skye de sus capas. La capucha de la capa había protegido la cabeza de Skye, así que no había mucho que hacer.
Cecily sacó un cuadradito de puntilla de un bolsillo oculto y se lo alcanzó a Skye.
– Para que tengas suerte, querida, y te deseo felicidad, toda la felicidad del mundo -dijo con los ojos llenos de lágrimas, besando a la joven. Después, se esfumó hacia la capilla seguida por Daisy.
Y de pronto, todo empezó a moverse con rapidez. Robbie la llevó a través de la puerta hasta la capilla y luego por el pasillo hasta el altar. La habitación estaba repleta. Skye no conocía a la mayoría de los invitados, pero descubrió a De Grenville, a Lettice Knollys, a la reina y a lord Dudley, que, según se decía, era amante de Su Majestad. Hasta lord y lady Burke estaban allí.