Geoffrey estaba de pie, esperando, frente al altar, resplandeciente en su traje de terciopelo verde cazador. Matthew Parker, el arzobispo de Canterbury, esperaba detrás del conde.
Lentamente, Skye y Robert Small avanzaron por el pasillo. Skye sentía las piernas casi paralizadas. Allá delante, Geoffrey Southwood miraba aprobadoramente su vestido. Los ojos del conde sonreían para darle ánimos. Se detuvieron y Robbie puso la mano de Skye en la de Geoffrey con firmeza. La calidez de la gran mano del conde se transmitió a la palma de Skye. Él le apretó la mano y ella respiró profundamente. Todo iría bien.
El arzobispo recitó las palabras ceremoniales con voz monótona y cuando se arrodillaron, con las cabezas juntas, Geoffrey le murmuró a Skye:
– Coraje, amor mío. -Ella sintió que la recorría una ola de amor por él y la inquietud que había sentido al ver la capilla repleta, iluminada por las velas, pareció desvanecerse con ese sentimiento.
Matthew Parker los declaró marido y mujer y luego, pidiéndoles que se volvieran, los presentó a la congregación. Los dos sonrieron llenos de alegría al mar de rostros que los miraban sonrientes, todos menos uno. ¿Por qué estaría tan furioso lord Burke? Era un hombre extraño, y de todos modos, ¿por qué estaba allí? Skye se volvió e hizo una gran reverencia a la reina Isabel, que iba magníficamente ataviada con un vestido de seda blanca adornado con hilos de oro, diamantes y aguamarinas celestes. Su Majestad habló con gracia:
– Levantaos, milady Southwood, condesa de Lynmouth. Estamos satisfechos de teneros en la corte y os damos la bienvenida de todo corazón.
– ¿Cómo puedo dar las gracias a Su Majestad? Todo esto es demasiado para mí.
– Tal vez podáis mostrar vuestra gratitud, mi querida Skye, siendo una esposa fiel para vuestro lord y pidiéndole consejo sólo a él -replicó la joven reina.
– Lo haré, Majestad -aseguró Skye, y besó fervientemente la mano extendida de Isabel.
– Eso será un golpe terrible para todos los otros galanes de la corte -murmuró lord Dudley en voz baja a Lettice Knollys.
Ella se tragó la risa con mucho esfuerzo.
– Y ahora -exclamó la reina-, vayamos al banquete. ¡Que el conde y la condesa de Lynmouth encabecen la marcha hacia el gran salón!
Skye miró a Geoffrey, alarmada. Él la tomó del brazo y le dijo para tranquilizarla:
– Conozco el camino, amor mío. -Acompañados de los músicos que tocaban la flauta, los tambores y los laúdes, los dos llevaron a la reina y su corte al gran salón del palacio de Greenwich.
Fuera, la lluvia golpeaba con fuerza las altas ventanas adornadas, pero dentro, enormes troncos de roble ardían alegremente en las grandes chimeneas. La mesa principal estaba ocupada por la pareja de recién casados, la reina, lord Dudley y el capitán sir Robert Small y su hermana, que habían actuado como padrinos de la huérfana. Los demás cortesanos conocían el lugar que les correspondía, según la costumbre, y se sentaron a la gran mesa en forma de T o en pequeñas mesas colocadas cerca de las paredes.
Los sirvientes colocaron un enorme recipiente de sal sobre la mesa principal. Lo sostenían dos grifos de plata y dos leones de oro y estaba formado por una enorme concha marina de coral llena de sal. Las copas eran de cristal veneciano soplado. Eran de un tenue color rosado y llevaban el escudo de la reina tallado en un fragmento oval de granate. Los comensales de la mesa principal tenían platos de oro. Los demás debían conformarse con plata, y los que estaban más allá del recipiente de sal, con porcelana.
Cuando todos hubieron ocupado sus puestos, empezó el banquete servido por muchos y muy activos sirvientes. El primer plato consistía en boles de ostras crudas, mejillones y otros mariscos hervidos en manteca y aderezados con hierbas; pequeños camarones en vino blanco; salmón cortado en lonchas delgadas sobre un lecho de berro recién cortado; truchas enteras, y grandes hogazas de pan negro y blanco. Luego llegaron los costillares de ternera, ciervos enteros de roja carne, piernas de cordero. Un gran jabalí entero, incluidos los desafiantes colmillos, descansaba sobre una enorme fuente de plata que entró sostenida por cuatro sirvientes. También había cochinillos con manzanas en la boca; pollos en jengibre; grandes jamones rodados; cisnes rellenos de fruta; gansos, pavos y pavitas asados servidos con todo su colorido plumaje; patos rellenos; humeantes pasteles de alondra, paloma, conejo y gorrión. Había cuencos con lechuga, alcauciles, escalonia y rábanos. Los sirvientes mantenían las copas siempre llenas de un borgoña espeso y oscuro.
Skye comió poco, porque no le gustaban los banquetes tan abundantes. Algunas ostras, un ala de pollo, un pedazo de cochinillo y un poco de lechuga. Notó con satisfacción que Geoffrey era tan austero como ella y que comía solamente ostras, un poco de carne de ternera y de ganso, un alcaucil y un poco de pan con mantequilla.
El último plato desplegó una profusión de gelatinas desmoldadas, pasteles de fruta, bizcochos con frutas confitadas, fresitas con crema batida, cerezas de Francia, naranjas de España y pedazos de queso Cheshire. También había una gran tarta de bodas glaseada. Para alivio de Skye, la tarta no llevaba las tradicionales figuritas de mazapán del novio y la novia con los órganos genitales y los senos exagerados. En lugar de eso, estaba decorada con un pequeño ramo de rosas blancas y nomeolvides azules, atados con cintas plateadas. Skye supuso que eso era idea de la reina y se inclinó sobre lord Dudley para agradecérselo.
La reina sonrió con tranquilidad.
– Él realmente os ama, Skye. Nunca he visto un amor como ése en mi vida, ni tanta devoción. Ojalá yo tuviera algo así para aliviar el peso de mis muchas responsabilidades.
– ¡Pero seguramente lo tenéis, Majestad! -dijo Skye-. Estoy segura de que hay muchos caballeros que darían su vida por poner sus corazones a vuestros pies.
La reina sonrió de nuevo, esta vez con tristeza. ¡Qué inocente era la nueva condesa de Lynmouth! ¡Qué protegida debió de haber sido su vida antes de su llegada a Inglaterra!
– Hay muchísimos hombres dispuestos a poner sus corazones a mis pies, Skye, pero ninguno de ellos me ama realmente. Lo que quieren es mi corona, o parte de ella. No quieren a Isabel. Una reina que reina por sí misma no puede tener verdaderos amores. Está casada con su país. Y ése es el señor más difícil de servir.
– Oh, Majestad -exclamó Skye con los ojos llenos de lágrimas.
La joven reina limpió una lágrima de la mejilla de la recién casada.
– Pero, milady Southwood, qué corazón tan tierno tenéis. No lloréis por mí. Yo supe cuál era mi destino hace ya mucho tiempo y lo acepté y lo quise. -Después agregó, pensativa-: Creo, mi bondadosa condesa, que os llamaré para que seáis una de mis damas. Un corazón honesto y abierto es algo poco habitual en la corte.
Skye no tardó en descubrir la exactitud de las palabras de la reina. Después de los vasos de vino especiado y los dulces de azúcar quemada que cerraban oficialmente todo banquete, empezó el baile. La novia bailó primero con su esposo, y a continuación con lord Dudley. Después todos los caballeros quisieron bailar con ella. Muchos de ellos hasta le hicieron insinuaciones mientras miraban descaradamente el escote del vestido. Skye estaba impresionada y molesta. La moral del mundo islámico que ella recordaba era bastante estricta. Aquí en Greenwich, por el contrario, todo parecía estar permitido.
En uno de los bailes, Skye se descubrió en brazos de lord Burke. ¿Es que ese hombre no sonreía nunca?
– Mis felicitaciones, señora. Habéis hecho las cosas con mucha inteligencia, según veo.
El tono era de lo más insultante y ella descubrió que, como siempre, ese hombre la irritaba. Lo miró directamente a los ojos y le preguntó:
– ¿Por qué sois tan agresivo conmigo, milord? ¿Os he injuriado de una forma que ignoro? Por favor, decídmelo, milord, y así tal vez pueda corregir lo que tanto os ofende.