Ella estaba atónita por la intensidad que había en esa voz masculina. No encontraba palabras para responder. Lo oyó empezar a reír lentamente y la risa, que primero era ahogada, creció hasta convertirse en carcajada y retumbar en la habitación.
– ¡Ah! -dijo el conde-. Así que por fin te he dejado muda, orgullosa y charlatana mujercita irlandesa. Tal vez ahora admitas que soy tu dueño. Seguramente nadie te había dejado muda antes que yo.
La réplica furiosa que se estaba formando en Skye se desvaneció al ver esos ojos verdes como limas que la miraban con ternura y cariño.
– Tengo un temperamento terrible, es cierto -admitió ella en voz baja.
– Sí -aseguró él con gravedad-. Es cierto.
– No me gustan las injusticias. De ningún tipo.
– Ni a mí, amor mío. Pero no vivimos en un mundo perfecto, y eso supongo que lo sabes. Y no hay seres humanos perfectos en el mundo.
– No pienso dejar que me manipulen, Geoffrey. Siempre he sido dueña de mi vida.
– ¿Fuiste tan independiente con Khalid el Bey, amor mío? No puedo imaginar a la esposa de un caballero moro con tanta libertad.
«Qué extraña conversación para una noche de bodas -pensó ella-. Desnuda en brazos de mi segundo esposo hablando sobre el primero.»
– Khalid -dijo ella con solemnidad- respetaba mucho mi inteligencia. Él y su secretario me enseñaron a manejar los negocios y las inversiones. Khalid decía en broma que si le sucedía algo, yo sorprendería a todos, porque sabría manejar sus intereses con habilidad.
Geoffrey Southwood pensó en lo que acababa de decirle su esposa. Desde su encuentro con Skye, había investigado con sumo cuidado la reputación de Khalid el Bey. No había sido fácil, porque la distancia entre Argel e Inglaterra era demasiado grande, pero había sentido curiosidad por ese hombre notorio que había comprado a una mujer extraviada y después había perdido el corazón por ella. Lo que logró averiguar lo había sorprendido enormemente. A pesar de la naturaleza de sus negocios, era evidente que en Argel se le consideraba un caballero y se hablaba de su honestidad, de su naturaleza caritativa y de su encanto.
Era una situación difícil para Geoffrey Southwood. Nunca le había importado que la mujer que amaba en un momento dado tuviera otros hombres, pero con Skye era diferente. Y ella era su esposa. ¿Estaría comparándolo con Khalid? Eso lo asustaba; la apretó contra su cuerpo con todas sus fuerzas.
– ¡Geoffrey!
Él la besó apasionadamente dejando una huella sobre el cuello de cisne y los senos.
– ¿Me comparas con Khalid el Bey, Skye? -le preguntó casi con ferocidad.
Ella comprendió inmediatamente. Él nunca había estado seguro del amor de una mujer. El corazón de Skye se volcó sobre el del conde.
– Oh, Geoffrey -dijo con suavidad, envolviéndolo con sus brazos-. No hay comparación posible. Khalid era Khalid y tú eres tú. A él lo amé por lo que era y a ti por lo que tú eres. -Levantó la cabeza y le besó la boca con dulzura-. Te amo, mi señor Southwood, pero a veces te portas como un idiota.
Y él se sentía verdaderamente idiota.
– ¿Es así como queréis pasar la noche de bodas, milord? -le preguntó, bromeando-. Ahora que ya hemos hablado de mi primer esposo, tal vez quieras discutir sobre las muchas damas que han hecho famoso tu lecho, ¿o no?
– Señora -gruñó él, tratando de retener lo que le quedaba de dignidad, y entonces oyó que ella reía disimuladamente-. Ah, bruja, -dijo, y rió-, ¿te parece que alguien nos creería si le contáramos de qué hablamos en la noche de bodas? -Después le cubrió la cara de besos y ella suspiró, contenta. Él volvió a reír.
– No voy a poder esconder mi estado durante mucho tiempo, Geoffrey -dijo Skye, pensativa-, y la reina me ha pedido que me una a sus damas.
– ¿Para cuándo esperas el bebé, amor mío?
– Para otoño, después de la cosecha.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él, preocupado.
– A veces, por la noche, me siento débil, como si fuera a desmayarme -admitió ella-. Con el olor de la carne asada, por ejemplo; aunque por suerte, esta noche no me he sentido así.
– Quiero ir a Devon apenas pueda -dijo él-. Esconderemos tu estado durante un mes. Después tendrás que marcharte.
– Sería mejor que nos fuéramos dentro de dos o tres meses -propuso ella-: Admitir que estoy en estado avanzado de gestación sólo dos meses después de la boda supondría provocar el enojo de la reina. Es una mujer con una moral de hierro, Geoffrey. Además, será más seguro el viaje si espero dos meses. Podemos evitar ir a la corte durante este tiempo porque Su Majestad no nos negará el derecho a una luna de miel. Y después, cuando volvamos al servicio de la reina, fingiré que me siento mal, que me descompongo. Todos hablarán maravillas de tu virilidad antes de que lo anunciemos. Y entonces, si quieres escoltarme a Devon, la reina te lo permitirá y no ofenderemos a nadie.
– Empiezo a darme cuenta de la razón por la que Khalid el Bey confiaba en tus ideas -admitió el conde de Lynmouth-. Es sorprendente que pueda haber una mente tan lúcida en un cuerpo tan hermoso.
– Supongo que lo que quieres es halagarme, mi señor -dijo ella con sequedad.
– Sí, eso es exactamente lo que quiero. -Y el conde la arrojó sobre la cama y los almohadones de plumas de ganso y le hizo cosquillas hasta que la risa de Skye se escuchó hasta en el lejano salón de baile.
Capítulo 18
Niall Burke estaba hundido en un sillón en la biblioteca de su casa de Londres, mirando cómo nacía la grisácea aurora sobre el oscuro y lluvioso paisaje fluvial. En la chimenea ardía un fuego vivaz y alegre, pero el irlandés lo miraba ceñudo y de mal humor, sin prestar atención a las llamas. En el puño aferraba una copa desde la que se elevaba el perfume del vino tinto especiado. Envolviendo la casa, rugía, ya agonizante, la tormenta que había estallado el día de la boda de lord Southwood.
Una ráfaga golpeó ruidosamente las ventanas y Burke gruñó. La boda de la señora Goya del Fuentes y el conde Lynmouth había sido el infierno para él. Él y Constanza observaron junto al resto de los invitados cómo la más hermosa de las novias que lord Burke hubiera visto en su vida se casaba con un hombre muy apuesto. Había sido una tortura. Porque, en la mente, veía de nuevo la capilla iluminada de la casa de los O'Malley y a una joven novia de ojos agotados y rostro asustado cuya cara estaba más pálida que su vestido blanco. Recordaba cómo había abierto de un golpe las puertas de la capilla un minuto tarde, cómo ella se había desmayado al verlo, cómo él había reclamado el derecho de pernada ante todos los presentes. Y recordaba la forma dulce en que ella se le había rendido.
– ¡Skye! -murmuró con melancolía, y estaba diciendo su nombre por primera vez en muchos meses-. ¡Ah, Skye, cómo te amo! -Estaba confundido y la nueva condesa de Lynmouth era la responsable de esa confusión. Era la viva imagen de su Skye. El ardía de deseos por ella, pero sentía vergüenza. Arriba dormía su joven esposa, fiel, dulce y buena, sola en su cama, mientras él se retorcía de angustia aquí abajo, deseando a otra mujer, a una mujer muerta y a la esposa de otro hombre.
«Al diablo con la condesa de Lynmouth -pensó con amargura, buscando la jarra de vino-. Debería estar pensando en un heredero, no en una muerta.» Llevaba dos años casado con Constanza y no había habido señales de ningún niño. Si no hubiera sabido que tenía bastardos desperdigados por todo el condado en Irlanda, se habría preocupado por su fertilidad. Pero, obviamente, la culpa era de Constanza. Él hubiera querido volver a Irlanda con una esposa y un hijo. El MacWilliam estaba envejeciendo y la idea de asegurar la herencia le hubiera entusiasmado.