Se habían quedado en Mallorca durante muchos meses después de la boda y luego habían realizado un largo viaje de bodas a través del Mediterráneo español hacia Provenza, en Francia, y luego a París. Habían pasado el invierno en París, una época feliz, llena de risas, en la que él había enseñado a su esposa las artes del amor y ella había probado que era una discípula disciplinada y entusiasta. A veces, Niall se preguntaba si su entusiasmo no era excesivo. Si no hubiera estado seguro de su virginidad, habría tenido dudas sobre el carácter de Constanza, porque su entusiasmo era realmente sorprendente. Y cuando lo pensaba, maldecía su estupidez. ¿Cuántos hombres tenían que hacer el amor a mujeres quejosas, llenas de resistencia, que se quedaban quietas como estatuas, odiando lo que les hacían? Constanza disfrutaba del amor y eso tendría que haberlo dejado más que satisfecho.
Ahora subiría a buscarla. Se deslizaría en el dormitorio y ella estaría cálida y fragante en su sueño. Él la besaría para despertarla y después la tomaría despacio, saboreando la pasión. Ella gemiría de placer y le arañaría la espalda. Hizo un gesto para levantarse, pero se mareó y se dejó caer de nuevo en el sillón. La habitación parecía demasiado caliente. Tomó otro traguito de vino y, de pronto, se sintió muy cansado. Se le cerraron los ojos, la copa cayó de su mano, volcándose sobre la alfombra, y un pequeño ronquido salió de su boca abierta. Niall Burke dormía el sueño de los borrachos.
Unos minutos después, se abrió la puerta de la biblioteca y Constanza Burke y Ana entraron sigilosamente. Una expresión de disgusto cruzó la cara de la joven lady Burke y sus ojos casi púrpura se entrecerraron de rabia.
– Está borracho de nuevo -ladró. Sabía que su esposo había estado bebiendo toda la noche-. Por Dios, Ana, ¿qué clase de hombre es?
– Está triste, niña. Tal vez sea porque no tiene un hijo.
– Pero ¿acaso puede darme uno en estas condiciones? -gruñó Constanza. Después, su voz se calmó-. Ana, búscame la capa.
– ¡Niña! ¡No, por favor, otra vez no!
– Ana, me arden las entrañas. Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo o me moriré ahora mismo.
– Yo os calmaré eso, niña.
– No es suficiente, Ana. ¡Necesito un hombre! ¡Lo necesito! Si no quieres buscarme la capa, saldré tal como estoy y mi vestido blanco será como una linterna para los ojos de los que estén despiertos en el vecindario.
Con un sollozo, Ana fue a buscar la gran capa negra que envolvía por completo el cuerpo de su ama. Constanza cruzó la habitación y se quedó mirando a su esposo. ¿Por qué se habría emborrachado de esa forma? Esta costumbre la había adquirido hacía muy poco. Cuando llegaron a Londres, todo iba bien entre ellos, pero en los últimos meses las cosas habían cambiado, de pronto, sin razón aparente. Ahora Niall solía emborracharse hasta caer desvanecido. Tal vez sin esa reacción, ella no habría cambiado, pensó, pero sabía que no era cierto.
El asunto había empezado de forma confusa. Una noche, en un exceso de pasión, él la había tomado cuatro veces. Pero cuando finalmente se quedó dormido, agotado y contento, ella seguía despierta y llena de deseos. No era que él no la hubiera satisfecho, claro que Niall la satisfacía, cada una de esas veces había sido mejor que la anterior. Pero de pronto, no fue suficiente. Y no volvió a serlo nunca más, y ella estaba cada vez más alterada, víctima de ese deseo constante.
Luego, un día, mientras el jefe de caballerizas la ayudaba a montar su yegua, una mano se le deslizó por la pierna de la señora un poco más arriba de lo debido. Ella no dijo nada y la mano continuó subiendo más hasta acariciarle ese lugar suave y húmedo que hay entre los muslos y la llevó a un clímax delicioso y rápido. Después, la mano se retiró y Constanza salió de los establos sin decir palabra, con el caballerizo de rostro petrificado cabalgando junto a ella.
Cuando volvieron una hora después, él la cogió para ayudarla a desmontar y la llevó al oscuro establo. Constanza se había vuelto medio loca con la fricción de la montura y el movimiento del caballo contra su cuerpo ya inflamado de deseo. No se resistió cuando su sirviente le levantó las faldas hasta la cintura y la miró durante un momento.
– Así que es verdad -dijo, pensativo.
– ¿Qué?
– Las damas se afeitan el vello del sexo -le contestó él. Después, se abalanzó sobre ella. Se llamaba Harry. No era especialmente hábil, pero sí vigoroso, y bombeó sobre ella hasta satisfacerla dos veces.
Después, ella se sintió culpable, pero como sus ansias eran mucho más grandes que su sentimiento de culpa, los encuentros con Harry se convirtieron en parte regular de su vida. En la corte, también trataron de seducirla varios machos jóvenes, pero ella sabía por instinto que era preferible tener cuidado.
Un tiempo después perdió parte de esta prudencia y aceptó a lord Basingstoke, un caballero bastante entrado en años que parecía contento con la idea de haber seducido a una joven inocente. Pero dos amantes tampoco eran bastante para Constanza. Su deseo era una enfermedad que no podía dominar y que pronto dejó de asombrarla. Sin embargo, tenía mucho cuidado y tomaba todas las precauciones posibles para que nadie supiera lo que le sucedía. No era una mujer malvada y amaba a su esposo. Pero no podía ni quería detenerse.
Esa noche, mientras miraba a su esposo dormido, no oyó volver a Ana. Levantó la vista solamente cuando la capa de terciopelo cayó sobre sus hombros.
– ¿Y milord? -preguntó Ana.
– Déjalo -ordenó ella en voz muy baja-. Duerme profundamente y, de todos modos, no tardaré mucho.
– Niña, por favor, os ruego…
– Ana, no puedo evitarlo. -Y Constanza Burke salió de la biblioteca y de la casa a través de una puerta lateral usada muy poco. En la pálida luz de la mañana que empezaba caminó hasta los establos y la habitación donde dormía Harry. Abrió la puerta con aire de propietaria y miró dentro. Vio a Harry, desnudo, durmiendo con una también desnuda Polly, una de las ayudantes de la cocina. Durante unos momentos los miró, simplemente. Luego Polly abrió los ojos y la vio, horrorizada. Constanza sonrió y puso un dedo sobre sus labios. Se quitó la capa, se sacó el camisón blanco y se acostó, desnuda, al otro lado de Harry.
Polly estaba quieta y rígida junto al muchacho. De pronto, la cara de la señora estuvo frente a ella, mirándola a los ojos asustados.
– Chúpaselo -le ordenó Constanza-. Entre las dos, lo volveremos loco. Entonces sí que será un toro.
Polly se apresuró a obedecer. Ya no estaba asustada. Y mientras cumplía con su parte, la pequeña lengua de Constanza entraba y salía de la oreja de Harry. El hombre dormido se movió. Polly trabajaba con fervor y Constanza le besuqueaba el oído. Harry gruñó, mientras se le llenaban los pulmones de deseo, y abrió los ojos, sorprendido por el espectáculo que lo rodeaba. Su enorme miembro creció inmediatamente y Polly ya no pudo seguir con su trabajo. El muchacho la atrajo hacia sí brutalmente y la montó con ferocidad. Constanza miraba, mientras sus inquietos dedos jugueteaban con su propio cuerpo, hasta que de pronto, sintió los ojos de Harry sobre ella y lo miró con la misma expresión lasciva en el rostro.
Él todavía no se había dejado ir, aunque Polly yacía jadeando su deseo bajo su cuerpo. El muchacho dejó a Polly y empujó a Constanza bajo su cuerpo y movió su sexo contra el de ella, bromeando. Constanza gimió y se arqueó hacia arriba. Pero él se negaba todavía. En lugar de eso, con un refinamiento que dejó atónita a la señora, se frotaba contra su cuerpo hasta que ella le rogó que la tomara. Con un guiño a Polly, Harry se introdujo en Constanza y se movió de arriba abajo hasta que, finalmente, le arrancó una serie de gritos.