Выбрать главу

– ¡Oh, Dom! -dijo con suavidad en voz alta-. Oh, amado hermano, al menos puedo vengarme de Niall Burke por tu muerte. Esa muchachita de piel lechosa es su mujer. ¡Su mujer! Y yo la convertiré en la puta más infame de Londres. Eso y la muerte de la perra de Skye lo destruirá para siempre. -Claire O'Flaherty rió llena de rabia y alegría.

Así que Constanza empezó a trabajar esa misma noche. Pronto, los caballeros de la corte hacían circular historias sobre la Dama del Libro que de vez en cuando recibía a caballeros en casa de Claire, la alcahueta favorita de la nobleza. La Dama del Libro aceptaba llevar a cabo las más deliciosas e innombrables perversiones. Su lujuria no se apagaba nunca. Era obvio que había nacido noble, pero nadie sabía quién era en realidad y las especulaciones sobre su identidad se convirtieron en el deporte favorito de los que frecuentaban la casa de Claire y la corte de Isabel Tudor.

Constanza Burke era feliz con su vida secreta. Tenía a su esposo, a lord Basingstoke y a Harry, el sirviente, y a una multitud de amantes de la nobleza. ¿Quién podría sospechar que lady Burke, inocente y aniñada, era la perversa Dama del Libro?

La suerte la acompañó, porque Niall Burke estaba perdido en su infierno personal de tristes recuerdos y ni siquiera reparaba en ella. Si la condesa de Lynmouth no se hubiera parecido tanto a Skye, nada habría cambiado, pero ahora que la veía con frecuencia, sus heridas sangraban constantemente. El destino estaba gastándole una broma cruel y él reía con amargura y bebía demasiado.

Una tarde, la dama de compañía de su esposa, Ana, entró en la biblioteca y le saludó con una reverencia.

– Mi señor, necesito hablar con vos. -Ana sabía que la suya era una misión delicada. No podía permitir que su amada niña siguiera con su depravada agonía, pero tampoco podía denunciarla ante su esposo. Ana creía que si conseguía que lord Burke saliera de su hundimiento, tal vez milord volvería a ser el amante esposo de otros tiempos. Y tal vez entonces Constanza abandonaría sus aventuras antes de que fuera demasiado tarde.

– Bueno, Ana, dime.

– Mi señor, mi niña no está contenta. Y es porque vos tampoco lo estáis. -La mirada turbia de su señor la hizo dudar, pero reunió todo su coraje y siguió adelante-: La habéis descuidado, milord, y vos sabéis que digo la verdad. ¿Por qué han cambiado las cosas? No creo que hayáis dejado de amarla.

Él suspiró. La vieja era una entrometida, pero hablaba con honestidad, y él lo sabía.

– A veces nosotros los irlandeses tenemos ataques de mal humor, Ana, y Constanza tiene que acostumbrarse. Es una muchachita muy buena, lo sé.

– ¿Por qué no volvéis a Irlanda, mi señor?

– No volveré hasta que no pueda llevarle a mi padre un heredero.

– No hay muchas posibilidades de que lo engendréis si visitáis a vuestra esposa con tan poca frecuencia -le ladró Ana con amargura.

– Por favor, mujer -gritó Niall Burke-. Por el momento estoy de mal humor y tengo que aguantarme hasta que se me pase. Tu señora ha tenido dos años para engendrar un heredero y ni siquiera he visto señales de embarazo, aunque fuera para dar a luz una niña. Ella no se ha quejado de que la descuide, y me parece que últimamente está muy entretenida. ¡Por Dios, si está en casa menos tiempos que yo!

– ¿Y no os preguntáis adónde va?

Los ojos plateados de Niall Burke se entrecerraron de pronto.

– ¿Qué estáis insinuando, mujer? -preguntó con tono amenazante.

Una ola de miedo recorrió el cuerpo de Ana y casi la ahogó.

– Nada, mi señor, nada -jadeó, y, de pronto, huyó de la habitación. ¡Dios! Casi había dejado escapar la verdad.

Se reclinó contra la pared y lloró en silencio, lágrimas calientes, saladas, que le ardían en los ojos y se los hinchaban. Ana ya no era joven. Pasar por toda esa angustia de nuevo era evidentemente una condena.

Recordó otro tiempo, dieciocho años atrás, cuando los piratas berberiscos habían secuestrado a la hermosa madre de Constanza y se la habían llevado con ella en el barco. Cuando volvieron a España, después del rescate, Ana había jurado con la mano sobre la Biblia que la virtud de su ama no había sido mancillada. Teniendo en cuenta las circunstancias, esperaba que Dios le perdonara la flagrante mentira. Lady María estaba preñada cuando las raptaron, y si hubiera dicho la verdad en su juramento, habría puesto en tela de juicio la legitimidad de la sangre del hijo que esperaba. Finalmente, la mentira no sirvió de mucho, claro, porque el conde la cuestionó de todos modos. Pero Ana había mentido para proteger a la niña que conocía desde su nacimiento. Como todos los demás secuestrados desaparecieron en los mercados de esclavos de Oriente, no había nadie que pudiera cuestionar sus palabras.

Pero Ana recordaría siempre la aventura con enorme claridad.

Los piratas habían atacado al anochecer, protegidos por la oscuridad, para caer sobre la villa de verano del conde, que se alzaba en una parte remota de la isla. Habían alineado a todos los prisioneros y se habían llevado a los niños, las jovencitas, los jóvenes, las mujeres en edad de ser madres y los hombres saludables y fuertes. A los demás los asesinaron. En el barco, solamente la joven condesa y su dama de compañía recibieron un trato amable y se las alojó bajo llave en una habitación pequeña amueblada con un jergón turco, una mesa baja y algunos almohadones esparcidos por el suelo. Pasaron varias horas de viaje hasta que alguien se molestara en pensar en ellas. Entonces, se abrió la puerta bruscamente y entró el capitán del barco. Los tres hombres que venían con él se adelantaron y le arrancaron la ropa a la joven condesa. Ana trató de esconder a su señora de las miradas libidinosas de los cuatro hombres, pero el capitán le dio un golpe que la sentó en el suelo y la dejó atontada. Atónita, sólo pudo mirar horrorizada cómo el moro, bastante apuesto, miraba de arriba abajo a su señora. Caminó despacio hacia ella, le tocó una nalga y la apretó, puso una mano debajo de un seno, como si quisiera calcular su peso, y mesuró la textura del cabello rubio. Hizo un comentario a sus compañeros en su incomprensible lengua y todos rieron. El capitán se inclinó y arrastró a Ana por el cabello.

– ¿Vuestra ama es virgen? -le preguntó en perfecto español.

– No -jadeó Ana-. Es la esposa de un señor poderoso y muy rico, el gobernador de estas islas. Pagará una fortuna si se la devolvéis sana y salva.

Los hombres rieron, divertidos. El capitán moro dijo:

– Un bajá gordo me pagará mucho más por tenerla en su harén que un esposo de cuello duro por recuperarla. Y como no es virgen, podemos disfrutarla primero nosotros.

Las dos mujeres abrieron los ojos con espanto y Ana aulló:

– ¡No! Os lo ruego, capitán, tomadme a mí, pero a ella respetadla.

– Pero mujer -rió el moro-, ¿pensabais que no íbamos a tomarte a ti también? Ey, Alí, ésta tiene ganas de un poco de amor. ¡Cumple con tu deber!

Lo que siguió fue una pesadilla que Ana nunca olvidaría. La violaron varias veces seguidas, pero eso no tuvo demasiada importancia, porque Ana era campesina y esas cosas eran habituales entre campesinos, a pesar del horror imborrable que dejaban en la mente. Pero su posición en el suelo le dio una visión muy completa de lady María, a la que habían arrojado sobre el jergón. Al principio, la condesa había luchado y aullado mientras el capitán se metía en ella. Pero sus gritos se convirtieron muy pronto en gritos de placer y no de vergüenza cuando el capitán, excitado por su belleza rubia, prolongó el acto cada vez más. Finalmente, el moro no pudo contenerse y se dejó ir en ella, pero luego lo siguieron sus hombres, uno tras otro, del primero al último.

Ana oía con horror cómo María exhortaba a cada uno a prolongar el acto y le rogaba que no se fuera cuando terminaba. El capitán y los tres oficiales dejaron a Ana en paz, porque preferían pasar la noche con la condesa, que era mucho más excitante y bella, y estaba más dispuesta a acompañarlos. Ana no podía creer lo que veía. ¿Qué le había pasado a su niña, convertida de pronto en esa…, esa mujer terrible?