– Bueno, caballeros, ¿venís a casa de Claire conmigo?
Robert Small asintió.
– No me vendría mal un recuerdo como ése para calentarme en las largas noches del viaje. Sí, Dickon, voy contigo. ¿Y vos, lord Burke? Claire tiene las mejores chicas sanas de Londres.
Niall lo pensó durante un momento.
– Sí, voy con vosotros. No creo que tenga ganas de ver a vuestra Dama del Libro, pero me las arreglaré con una chica guapa que lo haga con ganas.
De Grenville hizo un gesto a su cochero y los tres subieron y partieron en la noche.
– Claire os encontrará a alguien -profetizó De Grenville.
Cuando vio a los tres hombres que pasaban por su puerta, Claire O'Flaherty se sintió aterrorizada hasta que se dio cuenta de que, aunque había sido huésped en el castillo de los MacWilliam, nunca había visto a Niall Burke cara a cara como hermana de Dom. Como hermana de un vasallo empobrecido de poca monta, no se la había considerado lo suficientemente importante para conocer al heredero del MacWilliam. Así que él no la reconocería. Pero había que poner sobre aviso a Constanza.
Claire corrió escaleras arriba hasta la hermosa habitación que ocupaba su atracción principal. Constanza, que acababa de llegar, estaba sola y se pintaba los pezones con carmín rojo cuando vio entrar a Claire.
– Tu esposo está aquí -dijo Claire-, pero no creo que venga a verte a ti. No está ni furioso ni enojado ni se comporta de manera extraña. Ha venido con dos amigos.
– ¿Quiénes?
– Lord De Grenville, y sir Robert Small.
Constanza comprobó algo en un librito que había junto a su cama.
– De Grenville y otro huésped han hecho una reserva para toda la noche -dijo-. Rose recibió el mensaje y lo aceptó. De Grenville dijo algo de que su amigo partía a un largo viaje por mar.
– Entonces es sir Robert -dijo Claire, casi mareada por el alivio-. Pero si Rose no entendió bien, la enviaré a avisarte y tú te escapas. Yo inventaré algo. A menos, claro está, que quieras que tu esposo lo sepa. -Claire miró a Constanza con astucia, como una víbora.
– ¿Y arruinar la diversión? -rió Constanza, nerviosa-. Claro que no.
Claire salió de la habitación y bajó por las escaleras con lentitud. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño y sus ojos azules brillaban de malicia. Su piel era muy pálida, excepto en las mejillas, que se había coloreado con una crema especial. Llevaba los pezones pintados de rojo y usaba un vestido azul transparente que dejaba entrever todo su cuerpo. Llevaba varios collares de perlas.
– Lord De Grenville -ronroneó con voz felina y ronca-, bienvenido. Bienvenidos vuestros amigos también. A vos os conozco, sir Robert, pero el otro caballero es un extraño para mí.
– Niall, lord Burke, Claire. Le gustaría encontrar una muchacha agradable y un poco de deporte de la cama.
– Lo atenderé yo misma -dijo Claire con una amplia sonrisa. La idea de irse a la cama con el hombre que había amado a Skye O'Malley le parecía irresistible.
– ¡Por Dios! -murmuró De Grenvielle con envidia-. Hace meses que trato de hacer que se separen esos muslos sonrosados y no hay manera. Vos, Burke, no hacéis otra cosa que cruzar la puerta y ya la tenéis a vuestros pies.
Niall miró a Claire sin entusiasmo. Sí, estaría bien. En su decaimiento desde lo de Skye, no había acudido al lecho de su esposa desde hacía varias semanas y necesitaba una mujer para desahogarse. Ésta estaría bien. Con esos senos grandes, esponjosos como almohadas, y esa boca ávida, roja y húmeda, era totalmente distinta de su pequeña Constanza. Le sonrió con audacia, una sonrisa que no llegó a sus ojos plateados. Claire lo notó.
Sintió la soterrada violencia que se agitaba en Niall cuando él le deslizó un brazo sobre el hombro. Tembló de placer al sentirla. Tal vez esta noche, por primera vez desde aquella última maravillosa noche con Dom, gozaría de nuevo.
Sonrió como una niña traviesa.
– Vamos, amorcito -dijo con voz ronca.
Se lo llevó de la mano hasta su habitación en la planta alta. Apenas cerró la puerta, él la tomó entre sus brazos y la besó con una brutalidad que la dejó sin respiración. Oyó que se rompía su vestido y sintió el aire frío sobre su piel. Él la cogió en brazos, la arrojó sobre la cama, se sacó la ropa y se abalanzó sobre ella. Se metió entre sus piernas sin ceremonias y ella jadeó por el dolor que él le infligía en ese acto de sexualidad desesperado. Estaba mejor dotado que Dom.
Ella levantó las caderas para ayudarlo a introducirse más en ella y sintió que el clímax se acercaba. Sí, era la primera vez desde Dom, la primera vez que sentía de nuevo algo semejante al placer. Y para su sorpresa, él no quiso dejar ir su gozo hasta que ella llegara al suyo. Nadie había hecho eso por Claire.
El alivio fue sólo físico para Niall. La mujer que gemía bajo su cuerpo era una criatura vulgar, pero le servía para desfogarse, y tenía que admitir que se movía muy bien. Había pensado tomarla una vez y marcharse, pero ahora decidió pasar la noche con ella, la muchacha parecía esperar. ¿Por qué no?
– Eres buena.
– Tú también, Niall Burke -le dijo ella, y él rió. Esperaba que De Grenville y Robert Small también lo estuvieran pasando bien.
Y así era. La habitación de la mayor atracción de Claire la ocupaba exclusivamente Constanza. En una época en la que el vidrio era raro y terriblemente caro, la habitación de la Dama del Libro tenía un gran espejo en el techo y dos más, con grandes marcos dorados, a ambos lados de la cama. La cama era enorme, con colgaduras de terciopelo color rubí, grandes y mullidas almohadas y una colcha de piel de zorro rojo. Ante la gran chimenea, en el suelo, había un jergón de tipo oriental, cubierto de almohadones. Cerca de la cama, una estantería de nogal sobre la que descansaba el famoso libro. Sobre la chimenea, cadenas de plata con muñequeras de oro, y cerca de ella un gran florero blanco con fustas de castaño. Había pesadas cortinas de terciopelo rojo sobre las ventanas y el suelo estaba cubierto por una alfombra turca roja y azul.
Los tres ocupantes de la habitación estaban desnudos, hojeando el libro de amor. La mujer estaba sentada entre los dos hombres en la gran cama, y éstos le acariciaban cada uno un seno con gesto distraído.
– ¡Imposible! -murmuró Robert Small, estudiando el dibujo.
– En absoluto, capitán -le respondió la mujer, jadeando-. Lleva tiempo, claro, y un poco de paciencia. ¿Queréis intentarlo?
Robert Small miró a esa criaturita de piel dorada y lo que vio le impresionó mucho. La mujer era la lujuria en persona. Constanza se apretó contra él y buscó su sexo para acariciárselo.
– Un arma muy grande para un hombre pequeño -murmuró-. ¿Manejáis bien esta espada, capitán?
– Sí -gruñó él mientras le besaba los labios abiertos-: Vamos, De Grenville, démosle a esta perrita ardiente una lección de virilidad.
Los ojos De Grenville brillaron mientras acaparaba a Constanza por detrás.
– ¡Maldita sea, Robbie, ésta sí que va a ser una buena noche! ¡Geoff se arrepentirá de no haber venido!
En ese momento, el conde de Lynmouth, que había llegado a su casa, entraba en su dormitorio y descubría a su esposa dormida sobre la cama. Su sirviente entró en silencio y cerró la puerta tras él. Geoffrey Southwood miró con ternura a Skye. Llevaba una bata de seda blanca. El escote bajo en forma de campana le ofrecía una visión generosa de los hermosos senos. El conde se quitó las ropas, sonriendo. Se bañó en el agua tibia que le había preparado el sirviente y después rechazó la blanca camisa de noche que le ofrecieron. Puso el zafiro sobre la mesa de noche y dijo con firmeza:
– Buenas noches, Will.
El sirviente reía entre dientes al dejar la habitación. El matrimonio no había hecho disminuir el apetito de lord Southwood.