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Durante unos momentos, Geoffrey miró a Skye dormida. Estaba tan hermosa que él sentía que perdía el aliento. Lo que había sabido esa noche era inusitado en muchos sentidos; pero, en realidad, no lo había sorprendido. Siempre le había parecido obvio que Skye era una dama, además de una mujer educada. Ahora que sabía que era madre de dos hijos varones además de la adorable Willow, se sentía muy esperanzado. La visión de ese cuerpo delgado, de vientre apenas insinuado, lo excitaba casi hasta el sufrimiento, y el deseo lo golpeaba con todas sus fuerzas. Escondió la cara en el valle profundo entre los senos y murmuró el nombre de Skye.

Los brazos de ella lo rodearon inmediatamente.

– Geoffrey, amor mío. Me he quedado dormida esperándote.

– He estado mirándote dormir, y Dios me ayude, pero me excitas incluso cuando duermes, amor mío. -La boca de Geoffrey se cerró sobre la de ella y su lengua exploró el paladar y bajó luego a bromear con los sensibles senos. Ella le tomó una de las manos y se la colocó sobre el cálido corazón de su feminidad. Se frotó contra esa mano y él sintió la humedad en ella.

– Ya ves, querido, que soy una criatura desvergonzada. Yo también te deseo. -Tomó su miembro entre las manos y lo guió hacia ella y suspiró de placer cuando él se hundió en su sexo.

– Bruja -murmuró él-, las esposas no deben disfrutar tanto de las atenciones de sus maridos.

– Entonces, me pondré a rezar -bromeó ella, retorciéndose para provocarlo.

– Debes de rezar a Venus la diosa del amor -gruñó él. Y luego se concentró en lo que estaba haciendo.

Al poco rato, ella gemía de placer. Entonces, satisfecho porque la había hecho gozar, él se dejó ir en el alivio del clímax. Niall Burke podía fingir ser el amigo de la familia todo lo que quisiera, pero él reconocía a un hombre enamorado cuando lo veía. Sin embargo, Skye era solamente suya y nunca la dejaría marchar.

Ella se inclinó sobre él, ya recuperada, y le preguntó:

– ¿Dónde está mi sorpresa?

Él murmuró algo sobre las mujeres demasiado codiciosas, se estiró hacia la mesa y le mostró el regalo.

Skye se quedó sin aliento, mirándolo.

– Oh, Geoffrey, es magnífico. -Se sentó con las piernas cruzadas frente a él y se colocó la joya en el pecho. El zafiro colgaba, provocativo, entre sus pequeños y descarados senos, como ella sabía que haría si se lo ponía-. Y has ido especialmente a buscármelo en plena noche. ¡Gracias, amor mío!

Y al verla así, con la felicidad de un niño en los ojos, él juró que nadie se la arrebataría nunca. Tal vez ella fuera la jefa de una gran familia irlandesa, pero en esos últimos años, ellos se las habían arreglado sin ella y seguirían haciéndolo. ¡Ella era su esposa! ¡Su esposa!

– Geoffrey, tienes una mirada furiosa. ¿Te he molestado?

– No, cariño -le aseguró él, sonriendo-. Estaba pensando en lo mucho que te amo.

Ella se deslizó entre sus brazos y colocó su cabeza sobre el hombro de él.

– Yo también te amo, cariño. Oh, Geoffrey, soy una mujer tan terrible. No puedo dejar de pensar en que tuvimos la suerte de que Mary muriera.

– ¿Crees que yo te hubiera abandonado si no hubiera muerto? Nunca. Desde el momento en que te vi en Dartmoor, quise que fueras mía. Nunca te dejaré, Skye. Tú me perteneces. -Y puso su boca sobre la de ella, llenándola de besos furiosos, posesivos. Ella le devolvía pasión por pasión, beso por beso, caricia por caricia, hasta que se unieron de nuevo en ese momento que se había vuelto tan familiar pero que, sin embargo, nunca era igual. Los dos quedaron extenuados y jadeantes.

Después, él la riñó con amabilidad:

– No podemos seguir así, amor mío. Debemos tener cuidado con el bebé.

– Lo sé -le contestó ella con suavidad-. Pero que el cielo me ayude. Geoffrey, te amo tanto, y te amo cuando me haces el amor.

Él sonrió en la penumbra de la habitación. La apretó contra sí y suspiró:

– Ve a dormir, mi bella esposa. Pronto tendremos que volver a la corte para servir a la reina. Y entonces, tendrás que dominar tu apetito, porque la reina concede muy poco tiempo libre a sus servidores.

Ella se le acercó como un pájaro a su nido.

– Encontraré el momento, Southwood. No temas.

Capítulo 19

– Daos prisa milady -la riñó Daisy-. Ya sabéis que la reina se enfada si sus damas llegan tarde a las vísperas.

– Ninguna de las otras damas de la reina está a punto de dar a luz -gruñó Skye-. Veremos qué pasa cuando alguna de ellas quede embarazada. Te apuesto a que la enviará al campo inmediatamente. ¡Pero no a mí! ¡Claro que no! La reina tiene que tener a su «querida Skye» siempre cerca. Me pregunto si me concederá unos minutos para ir a dar a luz a mi hijo.

– Pero milady -la reprendió Daisy-, si vos no vais a dar a luz hasta dentro de dos meses. Recordadlo, por favor.

Skye rió.

– Gracias a Dios que no falta tanto. Si no tengo pronto a este bebé, creo que voy a estallar. -Se alisó el vestido sobre el vientre-. ¡Ya está! Al fin estoy presentable. Dame mi almohadilla, muchacha. -Skye la cogió y salió con rapidez de sus habitaciones. Corrió por el laberinto de pasillos hasta la capilla. Oía las voces dulces, aflautadas de los niños que cantaban:

– Y por eso, inclinados frente a Él, reverenciamos. Su gran sacramento…

Skye evitó la mueca de disgusto de Geoffrey y se deslizó junto a él.

– No podía despertarme -murmuró.

Él le tomó la mano y se la apretó.

– Tendrías que estar en Devon -murmuró, y ella asintió.

El servicio fue breve. La corte salió luego hacia el salón de baile. Primero habría diversión y luego una cena. Los ojos agudos y oscuros de Isabel miraron a su dama favorita de arriba abajo mientras caminaban de salón en salón, y la reina pensó: «Así que Southwood probó la fruta prohibida antes de la muerte de su esposa. Me pregunto qué habrían hecho si ella no hubiera muerto.» Después, recordó a la esposa de Robert Dudley, Amy. Y apenas la recordó, trató de olvidarla. Pero esta vez no pudo hacerlo, y no era la primera vez que le sucedía. Amy Dudley perseguía a Isabel Tudor, como un fantasma. La reina tenía una rígida moral y sabía que había deseado al esposo de otra. Ahora que esa mujer había muerto en circunstancias misteriosas, la reina se preguntaba cuál sería la verdadera explicación de esa muerte. Y no era la primera vez.

No creía, como algunos otros, que Robert Dudley hubiera hecho matar a su esposa contratando a un asesino profesional. Isabel conocía bien a Dudley. Su deseo de ser rey de Inglaterra era poderoso, obsesivo, pero lo único que tenía que hacer era esperar, y en muy poco tiempo, Amy fallecería de muerte natural. Estaba mortalmente enferma. No tenía sentido matarla y convertirse en sospechoso. No, Robert no había ordenado matar a Amy.

Pero había otras dos posibilidades. Una era que su querido Cecil o alguno de los que no querían ver a Dudley como rey hubiera arreglado la muerte de Amy sabiendo que las sospechas recaerían sobre Dudley. La otra era que la pobre Amy, para vengarse de la reina por robarle el amor de su esposo, o simplemente porque estaba desesperada ante las palabras amargas y definitivas del médico, se hubiera arrojado por la escalera sabiendo que esa muerte extraña destruiría las oportunidades que pudieran tener Isabel y Robert de contraer matrimonio.

¿Era posible que una mujer hubiera amado tan profundamente a un hombre como Amy Dudley a su marido y después llegara a odiarlo con la misma pasión? Isabel se lo preguntaba. ¡Ah! ¡Si Amy hubiera fallecido de muerte natural…! A veces, se sentía culpable. ¡No era justo! Furiosa, hizo un esfuerzo por apartar la idea de su mente y miró otra vez a la condesa de Lynmouth.

«Debería dejar que Skye se fuera a Devon -pensó- pero hay tan pocas mujeres que me diviertan. Lo decidiré dentro de una semana o dos.»