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La reina notaba que la condesa de Lynmouth estaba radiante. Llevaba un vestido de seda morada con un escote muy pronunciado que dejaba adivinar sus bien formados senos. El corsé trataba de ser modesto, con una puntilla color crema sobre el cuello, que se repetía en las mangas. El cabello negro de Skye estaba recogido en un moño cubierto por una red dorada. Usaba un collar doble de perlas que envidiaban todas las mujeres de la corte, incluyendo a Isabel.

Pero no bailaba con los demás. Estaba junto a la silla de la reina, sobre un banquito, mirando con alegría el salón repleto de bailarines. A la reina le encantaba bailar y casi nunca estaba sentada durante un baile. Cuando no bailaba con Su Majestad, lord Dudley se quedaba de pie junto al trono. De pronto, su mano cayó sobre el hombro desnudo de Skye. Ella se quedó helada. Dudley rió con suavidad.

– Había oído a Southwood decir maravillas de la finura de vuestra piel. -Los dedos finos y elegantes se movieron hacia abajo siguiendo el bulto de los senos. La acarició como sin darse cuenta-. Veo que no mentía -añadió con voz lacónica e insolente. Lentamente, apartó la mano.

– Estáis jugando un juego muy peligroso, milord -dijo Skye en voz baja y furiosa.

Estudió al favorito de la reina sin preocuparse por esconder su desprecio. Era un hombre bien parecido, de eso no había duda, aunque no era el tipo de hombre que podía gustarle a Skye. Era alto y elegante, delgado, y vestía siempre con un cuidado especial. Su cara larga, aristocrática, y sus manos de dedos finos acrecentaban aún más esa…, esa elegancia. Skye tenía que admitirlo. Dudley no era hombre que pasara desapercibido, incluso entre los cortesanos, siempre tan elegantemente vestido. Pero tenía un defecto, como si la Naturaleza, que lo había diseñado tan bien, no hubiera podido tolerar la idea de concedérselo todo: su cabello y su barba rojizos eran ralos. Sus ojos oscuros bizqueaban ligeramente y nunca parecía mirar de frente. En contraste, por el contrario, sus palabras eran siempre directas.

– Me gusta este juego, querida, y creo que voy a ganar -dijo con firmeza. Sus ojos estaban llenos de burla-. En este momento os gustaría propinarme una buena bofetada, ¿verdad, lady Southwood? Pero no podéis pegarle al rey, claro.

– ¡Vos no sois el rey, lord Dudley! -Skye estaba atónita ante el coraje de ese hombre.

– Todavía no, pero lo seré, querida, os lo aseguro. Bess tiene que casarse y engendrar herederos para Inglaterra. El consejero preferirá un buen inglés de pasado y sangre bien sólidos a un extranjero entrometido. ¿Os gustaría ser amante del rey, querida?

– Sois insufrible -se enfureció Skye, esforzándose por ponerse en pie-. Y atrevido. Y descarado, milord. -Se puso en pie como pudo, recuperó el equilibrio y se alejó con toda la dignidad que logró reunir. Encontró una silla vacía en la sala de juegos de mesa y se sentó a jugar. Estaba furiosa y jugaba con absoluta concentración.

Nunca le había gustado Robert Dudley, lo encontraba terriblemente ambicioso y arrogante. Como la reina le había dado libre acceso a sus habitaciones, iba y venía cuando quería, sobre todo cuando las mujeres estaban medio desvestidas. Tenía ojos muy descarados, y cuando la joven Bess, cegada por el amor, no lo estaba mirando, tenía manos todavía peores. Skye se había quedado atónita al verlo acercarse de esa forma a una mujer en su estado. Rezaba por que Isabel no lo eligiera como marido. Sonrió. La joven reina era más aguda y más inteligente de lo que creían los que la rodeaban. Si el amor no la cegaba por completo… La pila de monedas de oro frente a ella se hizo cada vez más grande y pronto De Grenville estaba a su lado, inclinado sobre su hombro.

– ¿Puedo escoltarte a comer algo, Skye?

Menos enojada ahora, Skye le sonrió y puso sus ganancias en una carterita que colgaba de su cintura. Se excusó con los otros jugadores, para alivio de todos.

– Sí, Dickon, estoy famélica -bromeó Skye-. ¿Dónde está Southwood?

– Con la reina. Tengo novedades de Robbie.

– Ah, Dickon, dime. ¿Cómo está?

– Una pequeña flota mercante que acaba de llegar a Londres se cruzó con él en el cabo de Hornos, en el lado del océano índico. Conservaba toda la flota intacta y estaba muy bien. Tengo cartas para ti. Te las traeré mañana.

Habían llegado al comedor. Los cortesanos, vestidos de arriba abajo con colores brillantes, charlaban y se servían de la gran mesa de viandas.

– Sólo quiero ostras de Colchester -anunció Skye, llenando su plato.

– Los caprichos de las mujeres embarazadas son terribles -bromeó De Grenville.

– No pretenderás ser un experto en eso, Dickon -bromeó Skye a su vez-. Apenas tu esposa muestra algún signo de estar embarazada, la destierras a Devon.

– Por su propio bien, Skye. Y, claro está, por la salud del niño -respondió él con tono de profunda piedad familiar.

– ¡Tonterías! Es para poder recorrer los burdeles de Londres sin remordimientos -rió Skye, mientras abría una ostra y se la tragaba entera.

De Grenville se puso colorado.

– Eres demasiado directa para ser mujer -murmuró-. Y demasiado hermosa para ser una dama a punto de dar a luz.

– Y si no estuviera embarazada, ¿no estarías tratando de seducirme, Dickon?

– ¡Por Dios, Skye! -protestó De Grenville.

– Solamente te lo preguntaba, Dickon. Amo a Geoffrey. Y me gustaría que fueras mi amigo. Estoy segura de que a Geoffrey también le alegraría saber que somos amigos. Me molestaría tener que estar continuamente rechazando tus insinuaciones todo el rato. La belleza no siempre va acompañada de un carácter inmoral. ¿Lo sabías?

– Cualquier hombre que intente jugar con la esposa de Geoffrey Southwood es un suicida -murmuró De Grenville-. Por mi salud, Skye, creo que pienso en ti como en una hermana.

Skye le palmeó el brazo con amabilidad.

– Me alegra saberlo, Dickon. -Le guiñó un ojo.

– ¡Puta! -El grito furibundo acompañado de un crujido agudo llenó la habitación de silencio. Skye y De Grenville se volvieron, asustados.

Todos miraban hacia un rincón de la habitación en el que Lionel, lord Basingstoke, estaba de pie, cuan alto era, mirando cara a cara a una hermosa mujercita de cabello rubio que se había arrodillado a sus pies, tapándose la mejilla destrozada con ambas manos. El noble estaba realmente furioso y tenía la cara tan roja como el jubón de terciopelo colorado que usaba. Le sobresalían las venas del cuello y le brillaban los ojos azules con furia. Levantó la cabeza y volvió a golpear a la mujer, gritando el mismo insulto.

Varios caballeros se adelantaron y trataron de detenerlo.

– ¡Dios mío! -jadeó una voz-. Esa es lady Burke, la esposa del irlandés.

La mujer sollozaba en voz muy baja. «Por Dios, qué hermosa es», pensó Skye. Y luego, sin saber más bien qué estaba haciendo, se abrió paso entre la multitud hasta la mujer. Se inclinó y le pasó un brazo cariñoso por el hombro para levantarla.

– Vamos, querida. No te preocupes. Mañana ya habrá aparecido otro tema de conversación más interesante y este incidente se olvidará por completo -dijo con dulzura. Constanza la miró, agradecida.

– ¡Por las barbas de Cristo, lady Southwood! -exclamó lord Basingstoke-. ¡No la toquéis! Esta mujer está más corrompida que la peor de las prostitutas de Londres. Ninguna mujer decente debería pronunciar su nombre.

– ¡Qué vergüenza, milord! -La voz de Skye se alzó furiosa-: Estáis abusando de una mujer y lo hacéis en presencia de la reina. ¿Cómo os atrevéis?

– ¡Que ella se atreva a estar en presencia de la reina es un insulto sin nombre! -gritó Basingstoke-. ¡La peor de las putas del mundo en presencia de la más virtuosa y pura de las mujeres!

– Armáis mucho jaleo, milord -dijo Skye con desdén-. Y todavía no sé qué os ofende tanto.

– Creo que a mí también me interesa, caballero. -Niall Burke se abría paso entre la multitud que rodeaba a su esposa. Se quitó uno de los guantes y golpeó con él la mejilla de lord Basingstoke con todas sus fuerzas-. ¡Os desafío, lord Basingstoke! ¿Cuándo y dónde deseáis responderme?