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Dos años antes había invertido todos sus ahorros y sus futuras ganancias en la compra de esa casa y todavía tenía dificultades financieras. Deseaba intensamente que esa importante jugada de su carrera le rindiera beneficios, a la vez que se los rendía al país. Sin duda, si le daba rienda suelta a Harold Magnus, recibiría una parte muy reducida de los méritos de la Operación de Búsqueda, pero ella ya se las había ingeniado para dirigir la Operación de tal manera, que a él le resultara muy difícil robarle todos los honores.

En su vida no existía ningún hombre, aunque saliera con alguno de vez en cuando, más para ser vista que por auténtico deseo de establecer una relación íntima con alguien. El acto sexual en sí no le interesaba en absoluto y lo hacía con total indiferencia cada vez que se lo pedían, sin darle importancia y sin que ello influenciara la opinión que tenía de su ocasional compañero. En Washington era fácil conseguir un amante, pero era muy difícil conseguir un marido. A ella no le interesaba en absoluto tener un marido, porque le exigiría demasiado tiempo y energías, que ella necesitaba para su trabajo. Y un amante no era más que una molestia. Al cumplir los veinticinco años, se había hecho practicar una histerectomía. Los tiempos no eran muy idóneos para hablar de esperanzas de índole doméstica, y ella era una mujer que adoraba su trabajo y no concebía que la relación con un hombre pudiera rivalizar en sus afectos con su tarea.

Como hacía frío, se cambió y se puso un grueso equipo de jogging, medias de lana, un par de escarpines, y se calentó las manos sobre la llama del hornillo de gas, mientras preparaba un guiso de lata con patatas frescas. Comer le proporcionaría calor. Y, después, a pesar de que ya hacía varias horas que había salido el sol, se metería en la cama para dormir cuanto quisiera.

Capítulo 3

Cuando la niebla descendía, a finales de enero, algunos aspectos de la vida se detenían y otros se iniciaban. La niebla confería un tono furtivo a todas las cosas. Las gotas caían con un hueco sonido y los pasos iban y venían sofocadores, amenazadores, sin rumbo fijo. Dos personas podían cruzarse a pocos metros de distancia, sin saber nunca que habían estado tan cerca una de la otra. Esa niebla traslucía un cansancio infinito, pues en medio de ella, era mucho lo que moría o suspiraba.

Harry Bartholomew había muerto en medio de la niebla, tras haber recibido una bala en el pecho. El pobre Harry tenía frío, siempre tenía frío. Tal vez sintiera el frío más que los otros o, simplemente, fuera más débil. Si hubiera podido, se habría trasladado a las Carolinas o a Texas o a cualquier lugar cálido para pasar el invierno, pero su esposa se negaba a abandonar a su madre y ésta se negaba a abandonar Connecticut. La anciana sostenía que los yanquis no debían aventurarse a cruzar la línea Mason-Dixon, a menos que se vieran amenazados por una guerra civil. Todos los inviernos, Harry y su esposa permanecían en Connecticut, a pesar de que las vacaciones de Harry empezaban el treinta de noviembre y se prolongaban hasta el veintiocho de abril. La desagradecida viejecita se apoderaba ávidamente de la valiosísima ración de calor que poseían los Bartholomew. La mujer de Harry se encargaba de que fuera así y Harry no se quejaba porque la dueña del dinero era la vieja.

El resultado fue que Harry se convirtió en un criminal de la peor especie, pues se dedicaba a quemar madera. Su casa se encontraba bastante aislada y en las noches de viento, podía hacerlo con bastante tranquilidad. ¡Y qué calor producía esa gloriosa masa incandescente en la cocina!

La cocina de los Bartholomew databa de las últimas décadas del siglo anterior, cuando todo el mundo había empezado a quemar lefia, durante esa despreocupada época, antes de que las autoridades locales, federales y estatales empezaran a actuar con mano de hierro, porque los árboles estaban desapareciendo con demasiada rapidez, y el aire frío y húmedo se amontonaba alrededor de las partículas de carbón hasta formar una niebla impenetrable. Esas nieblas eran cada vez peores y cada vez era mayor la cantidad de gente que quemaba madera y mayor la energía generada con carbón.

Al principio, las únicas zonas libres de humo eran las urbanas y las suburbanas. Harry vivía en las afueras, donde las colinas eran suaves y los bosques, extensos. De repente, se prohibió el uso de la madera como combustible. Había que reservarla para fabricar papel y para la construcción, y había que ahorrar carbón para que generara energía, para fabricar gas y manufacturar materiales sintéticos. Se limitó al mínimo el uso del petróleo. A partir de ese momento, el país entero se convirtió en una gran zona sin humos.

La gente seguía quemando madera de forma clandestina, pero esta situación duró poco tiempo, porque muchos ecologistas, enamorados de sus árboles, se ofrecieron para formar grupos de vigilancia y los ladrones descubiertos eran castigados drásticamente con severas multas y se les retiraban, además, toda clase de privilegios y concesiones. A pesar de todo ello, Harry Bartholomew seguía quemando leña. Le aterrorizaba, le daba pánico, pero no podía liberarse de esa costumbre.

A diferencia de los últimos diez años, en que empezó a prohibirse el consumo de leña en las casas, las nieblas ya no se sucedían durante todo el invierno. Pero, a pesar de todo, se presentaban cada vez que las condiciones atmosféricas eran favorables. El carbón que quemaban las fábricas producía las condiciones atmosféricas favorables para la aparición de la niebla. Sin embargo, la niebla era una bendición para gente como Harry, pues había ideado un plan para robar leña y le daba resultado.

Su propiedad y la de su vecino, Eddie Marcus, estaban divididas por un alambre y un bajo muro de piedra. La propiedad de Eddie era mucho más grande que la de Harry y estaba llena de árboles, pues Eddie no sembraba nada en sus terrenos. Antes de que estuviera prohibida la quema de madera, Eddie había perdido muchos árboles, pero su posición de líder de la brigada local de vigilancia, unida a la magnitud de sus amenazas, obligaron a los ladrones a dirigir sus miradas hacia otros lugares. Pero una noche Harry ató un extremo del alambre, que dividía ambas propiedades, a un poste, que colocó en un pozo, disimulado con hojas, y el otro extremo del alambre, lo ató al muro que dividía ambos terrenos.

El arreglo quedó así hasta que apareció la niebla. Entonces Harry fue siguiendo el alambre desde su casa hasta el muro de piedra, lo saltó y fue tendiendo otro alambre en la propiedad de su vecino. Para ganar tiempo, decidió usar una motosierra, confiando en que la niebla sofocaría los ruidos. Como había mucha distancia entre el límite de ambas propiedades y la casa de Eddie, cuyas puertas y ventanas estaban cubiertas con tablones, él pensó que aunque llegaran a oírlo, podría huir con mucha rapidez, gracias al hilo de alambre, que llegaba hasta su casa. Cubrió la sierra con unas mantas para ahogar el ruido del motor.

Durante cinco años robó los árboles de su vecino, sin ser descubierto. Cuando Eddie encontraba los restos del trabajo de Harry, le echaba la culpa a otro vecino, con el que se había enemistado hacía más de veinte años. Mientras tanto, Harry se felicitaba por su agudeza y era feliz testigo del odio, cada vez mayor, que se profesaban los dos vecinos y seguía robando los árboles de Eddie Marcus.

A finales del año 2032, hubo una impenetrable niebla, que coincidió con un deshielo casi increíble en invierno. Ese deshielo auguraba una temprana primavera y muchas nieblas, pensó feliz Harry Bartholomew.

Ése día había tendido el hilo en una nueva dirección y fue contando los pasos que había hecho para medir la distancia. Cruzó el muro divisorio y se encontró entre los árboles de Eddie. Pero por fin su sistema fracasó, porque se detuvo demasiado cerca de la casa de Eddie Marcus y éste alcanzó a oír el ruido de la sierra.