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Contuvo el aliento, una vez más estupefacto, al comprobar que su madre seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida, aunque ella no fuera consciente de ello o, por lo menos, así lo creía él. No, ciertamente, no había vestigio de vanidad en su cuerpo. Y aunque él tenía ya treinta y dos años, a ella le faltaban cuatro meses para cumplir cuarenta y ocho. Se había casado siendo apenas una criatura. Decían que había amado apasionadamente a su padre, un hombre mucho mayor que ella, y que, deliberadamente, había hecho todo lo posible por quedar embarazada para vencer los escrúpulos que a él le causaba casarse con una jovencita tan hermosa. Resultaba reconfortante comprobar que tampoco su padre había logrado resistirse a los encantos de su madre.

Joshua Christian tenía sólo un vago recuerdo de su padre, ya que éste había muerto cuando él tenía apenas cuatro años, y el doctor nunca supo con seguridad si realmente le recordaba o si le veía retratado en el espejo de las múltiples historias que le contaba su madre. Él era el vivo retrato de su padre, pobre tipo, ¿qué diablos tendría para que su madre estuviera tan enamorada de él? Era muy alto y delgado, de cabello oscuro, ojos negros, con uno de esos rostros de mejillas hundidas y nariz grande y aguileña.

Volvió a la realidad sobresaltado y se dio cuenta de que su madre le observaba con ojos llenos del amor más simple y puro, tanto que jamás le resultaba una carga, sino que lo aceptaba sin miedo ni culpa.

– ¿Dónde están todos? -preguntó acercándose a la cocina para poder conversar más cómodamente con ella.

– Todavía no han vuelto de la clínica.

– Realmente, pienso que deberías dejar ciertos trabajos domésticos para las chicas, mamá.

– No es necesario -contestó ella con firmeza. Era un tema que surgía a cada instante-. Las chicas deben estar en el 1.045.

– Pero esta casa es demasiado grande para que tú sola te encargues de todo.

– Lo que complica el manejo de una casa son los niños, Joshua, y en esta casa no hay niños. -Lo dijo con un tono de voz levemente triste, pero tratando de eliminar cualquier tono de reproche. En seguida hizo un esfuerzo visible por sobreponerse y siguió hablando animadamente-. Además, no tengo que limpiar el polvo, cosa que debe ser la única ventaja de estos inviernos modernos. Es absolutamente imposible que entre polvo en casa.

– Me siento orgulloso de que seas tan optimista, mamá.

– ¿Te imaginas el mal ejemplo que daría a tus pacientes si me quejara? Algún día James y Andrew tendrán hijos y yo volveré a estar en mi elemento, porque pronto volverán a ser necesarias las madres en el 1.045 y, después de todo, yo soy la que tengo más experiencia en este sentido. Pertenezco a la última generación afortunada, tuve la libertad de tener todos los hijos que quise y te aseguro que hubiera deseado tener docenas de ellos. Di a luz a cuatro en cuatro años y si tu padre no hubiera muerto, habría tenido muchos más. Y ésa es una bendición que siempre tengo presente, Joshua.

El doctor permaneció en silencio, aunque ardía en deseos de contestarle: «¡Oh, mamá, qué egoísta fuiste!» Cuatro hijos. «El doble de seres humanos de lo que sumabais tú y papá, en una época en que el resto del mundo las parejas no sólo no tenían cuatro hijos, sino que se conformaban con uno solo, y cada vez había más gente que se preguntaba escandalizada por qué en Norteamérica podíamos seguir teniendo todo lo que quisiéramos. Ahora tus cuatro hijos debemos pagar por tu ceguera y tu falta de previsión. Ésa es la verdadera carga que llevamos sobre los hombros, no el frío ni la falta de comodidades o de intimidad cuando viajamos, ni siquiera las estrictas normas, tan lejanas al corazón de cualquier norteamericano de verdad. Nuestra verdadera carga son los hijos. O, más bien, el no poder tenerlos.»

Sonó el interfono.

La madre del doctor contestó antes de que él llegara a hacerlo, escuchó un instante y, tras pronunciar unas palabras de agradecimiento, cortó la comunicación.

– Dice James que si no estás muy ocupado, le gustaría que fueras hacia allí. Ha venido la señora Fane con otra de las Pat-Pat.

Probablemente debería ver a James antes de reunirse con la señora Patti Fane y la otra Pat-Pat, así que decidió subir un piso y pasar al 1.045 por el puente, evitando así la sala de espera.

Como era previsible, James le esperaba al final del pasadizo.

– No me digas que ha recaído, porque no lo creería -comentó el doctor Christian mientras caminaba con su hermano hacia su consultorio, situado en la parte delantera del segundo piso.

– Al contrario, lo ha superado estupendamente bien -comentó James.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– La haré subir. Ella te lo explicará mejor personalmente.

Cuando James hizo pasar a la señora Patti Fane al consultorio, el doctor Christian no estaba sentado detrás del enorme escritorio que ocupaba por completo un ángulo de la habitación, sino en el sofá destartalado, más amistoso y acogedor.

– ¿Qué sucedió? -preguntó él sin más preámbulos.

– ¡Fue un desastre! -contestó la señora Fane, sentándose al otro extremo del sofá.

– Cuéntemelo.

– Bueno, todo empezó bien. Después de cuatro meses de ausencia, todas las chicas se alegraron de verme y les impresionó la tapicería que había hecho. Milly Thring -creo que nunca le he comentado lo tonta que es- no logró reponerse cuando se enteró de que estoy ganando dinero haciendo restauraciones para anticuarios.

– ¿Y fue usted la causante del desastre?

– ¡Oh, no! Mientras les iba explicando esto, todo fue bien, hasta que les conté que la causa de mi depresión fue la carta que recibí de la Oficina del Segundo Hijo, notificándome que no había tenido suerte en el sorteo.

Aunque la estaba observando atentamente, no detectó en ella una verdadera angustia cuando se refirió a esta amarga desilusión. ¡Espléndido! ¡Espléndido!

– ¿Mencionó que yo la estaba tratando?

– ¡Por supuesto! En cuanto les di la noticia, Sylvia Stringman intervino con sus comentarios de siempre. Según ella, es usted un charlatán porque Matt Stringman, el mejor psiquiatra del mundo, asegura que usted es un charlatán. Dice que yo debo estar enamorada de usted, porque, de lo contrario, me daría cuenta de la verdad. En serio, doctor, no sé cuál de los dos es más imbécil, si Sylvia o su marido.

El doctor Christian contuvo una sonrisa y siguió observando a su paciente, que en ese día había vivido su primera prueba de fuego, pues desde que cayera en la depresión, era la primera vez que se había atrevido a asistir a una reunión de las Pat-Pat.

La habían elegido socia de honor de la tribu de las Pat-Pat, si podía definirse de esa manera a ese grupo de mujeres, que tenía más o menos la misma edad; cinco mujeres llamadas Patricia, que eran grandes amigas desde el día en que el destino las reunió en la misma clase de la Escuela Secundaria de Holloman. La confusión resultante fue tan grande que sólo permitieron que la mayor de ellas -Patti Fane, entonces Patti Drew- conservara el típico diminutivo de las Patricias. Y aunque las siete Pat-Pat eran muy distintas de carácter, aspecto físico y antecedentes étnicos, esa casualidad bautismal las unió en un grupo tan estrecho que desde entonces nada consiguió separarlas. Todas continuaron sus estudios en Swarthmore y después todas se casaron con altos ejecutivos o profesores de la Universidad de Chubb. A lo largo de los años continuaron reuniéndose una vez al mes, ofreciendo sus casas por turno para esas reuniones. Y eran tan fuertes los lazos afectivos que las unían, que sus maridos e hijos pasaron a engrosar las filas de las Pat-Pat en calidad de tropas auxiliares y aprendieron a aceptar con resignación la fuerte solidaridad Pat-Pat.

Patti Fane -catalogada como Pat-Pat primera por el doctor- había llegado a su consultorio tres meses antes, presa de una honda depresión, que comenzó cuando extrajo una bola azul -perdedora- en el sorteo de la Oficina del Segundo Hijo, un fracaso que le resultó más duro de soportar porque ya había cumplido los treinta y cuatro años y, por lo tanto, iba a ser borrada de la lista de madres potenciales de un segundo hijo de la Oficina. Afortunadamente, cuando el doctor consiguió traspasar las defensas externas de su depresión, encontró a una mujer cálida y sensata, dispuesta a entrar en razones y fácilmente orientable hacia pensamientos más positivos. En realidad, ése era el caso de la mayoría de sus pacientes, porque sus problemas no eran imaginarios, sino demasiado reales y sólo se solventaban cuando los razonamientos se apoyaban en la fortaleza de espíritu.