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Y la conoció, después de pasar varias horas conversando con pacientes y de realizar una visita completa a la clínica, desde la sala de espera, situada en la parte trasera de la planta baja, hasta las salas de terapia, que ocupaban todo el último piso. ¡Qué sorpresa se llevó al encontrar allí a Miriam Carruthers! De modo que ése era el lugar al que había emigrado cuando renunció repentinamente a sus cátedras de Columbia.

La doctora Carriol decidió que ésa era la clínica más autosuficiente de ese tipo, que ella había conocido. Era imposible superar a un equipo familiar, cuando a sus integrantes les encantaba trabajar juntos y habían elegido a uno de ellos como jefe indiscutible. Después de observar la forma en que el doctor Christian trataba a un nuevo paciente, comprendió mejor la frase del informe que afirmaba que él contaba con seguidores que le profesaban una especie de culto. Joshua carecía de afectación profesional, porque sabía por instinto lo que muchos colegas suyos habían tenido que estudiar. Y sus pacientes lo intuían. Les proporcionaba una enorme fuerza espiritual. No le sorprendió que los antiguos pacientes con los que había estado conversando afirmaran que nunca se habían sentido alejados de él y que tenían la sensación de pertenecer a un grupo privilegiado. La diferencia entre un psicólogo clínico brillante y el resto de sus colegas residía en una combinación de personalidad y percepción de los pensamientos ajenos. El doctor Christian sabía lo que ocurría en el interior de las personas, sentía en su propia carne los sufrimientos ajenos y amaba a su prójimo más que a sí mismo o a su familia. Porque Joshua daba y daba, pero siempre a extraños.

Mientras cruzaban el pasadizo que unía ambas casas, la doctora pensó que si le entregaran a él el mundo, conseguiría doblegarlo. Pero jamás debía sospechar que alguien le entregaba el mundo. Siempre debería creer que él mismo lo había encontrado.

Mamá habló a destajo, sin parar de sonreír de puro nerviosismo. Mary la había advertido horas antes de la llegada de la doctora Carriol y, divertida, había adornado un poco la verdad. Mamá llegó a la romántica conclusión de que por fin su hijo había encontrado a la mujer adecuada, que además de ser brillante y sofisticada, actuaba en el mismo campo que él. La doctora Carriol adivinó rápidamente los motivos del nerviosismo de la madre de Joshua, que insistió en que debían quedarse a comer. De repente, la doctora Carriol reparó en la presencia de Mary. La única hermana de Joshua estaba a bastante distancia del grupo y miraba a su madre con una mezcla de amargura, vergüenza y desprecio. Mary tenía el rostro claro, pero su alma era oscura, no por la maldad o la malicia, sino porque nadie la había iluminado jamás con un poco de ternura. En todas las familias había siempre alguien que destacaba menos que los demás. En la familia Christian, Mary era esa persona.

Los informes no mencionaban la espectacular belleza de los hermanos de Joshua. La doctora tomó nota de la necesidad de redactar un memorándum dirigido a todos los integrantes del equipo de investigadores de la Cuarta Sección, para recordarles que los comentarios sobre las características físicas de las personas que investigaban eran no sólo necesarios, sino indispensables. Una amplia fotografía del padre de Joshua, colocada sobre la mesita laqueada de la sala de estar, acalló las silenciosas dudas de la doctora Carriol. Joshua era idéntico a su padre. Sin duda, en esa familia, los hijos se parecían a uno de los dos progenitores, un dato interesante en sí mismo.

Las casas eran verdaderamente hermosas, sobre todo la planta baja del 1.047, que parecía una jungla pintada por Rousseau; poseía la misma simetría y la misma perfección magnífica de cada hoja, que le confería un aspecto irreal. No se veía una rama seca o un brote defectuoso. No se hubiera sorprendido si hubieran aparecido leones y tigres en ese lugar; sin duda, hubieran tenido los ojos redondos de los animales pintados por Rousseau, que eran inocentes criaturas del Edén, sin colmillos ni garras. Era imposible tener la mente enferma en medio de un ambiente tan hermoso. El futuro se revelaba ante los ojos de Judith como una interminable revelación, cuyo artífice era Joshua Christian. Era una forma ideal de vida, un lugar para vivir…

La madre le resultó sorprendente, pues lo último que ella esperaba era encontrarse con una tonta. Y, sin embargo, la madre era una tonta. Es cierto que poseía una poderosa fortaleza, no tenía un carácter débil y, en cierto sentido, no carecía por completo de inteligencia. Pero era como si una parte de su ser no hubiera crecido, no se hubiera desarrollado satisfactoriamente. Tal vez eso tuviera alguna relación con el hecho de que se hubiera casado tan jovencita, pero no con su temprana viudez. La doctora Carriol empezó a comprender la educación recibida por Joshua y entendió por qué se había convertido en una especie de patriarca, a pesar de su relativa juventud. Su madre había actuado muchas veces por instinto, ni por un momento había sospechado que fuera capaz de moldear al carácter de su hijo hasta convertirlo en lo que era. Había logrado lo que quería simplemente deseándolo, pero deseándolo de una forma ciega y primitiva. Era un logro poco común, que sólo le resultó posible porque el hijo nacido de sus entrañas, por un capricho genético, resultó perfecto para sus fines. Ese cuerpecito de cuatro años tuvo las espaldas suficientemente anchas para cargarlas con las responsabilidades de la paternidad y de la dirección de la familia. No era, por lo tanto, sorprendente que sus hermanos menores le reverenciaran o que su madre le adorara abiertamente. Tampoco le extrañaba que él hubiera enterrado sus necesidades sexuales tan profundamente que, probablemente, no le volverían a molestar hasta la hora de su muerte. Por primera vez, experimentó una oleadla de lástima por aquel niño de cuatro años.

Finalmente, después de empaquetar la última maleta para el doctor Christian, tomaron el tren nocturno con destino a Washington. Gracias al certificado de prioridad de la doctora Carriol, consiguieron un compartimiento privado, un lujo que hizo que el doctor Christian cayera en la cuenta de lo importante que era el cargo de su compañera de viaje en el Ministerio del Medio Ambiente. Ella ya le había descrito en qué consistía su trabajo, pero ahora él podía disfrutar de sus efectos colaterales. El camarero les sirvió café y sándwiches, sin que le fueran pedidos y el doctor Christian sintió que, por primera vez en su vida, estaba disfrutando del placer de viajar.

A pesar de ello, le dominaba un sentimiento de enorme tristeza y un terrible cansancio, que le pesaba sobre los hombros, rodeándole como una especie de velo gris. Presentía que el viaje a Washington con esa mujer era algo que modificaría tanto su vida, que ni siquiera él volvería a reconocerla. En realidad, no se trataba más que de un viaje para conocer a un especialista en procesamiento de datos, al que debía convencer de que las estadísticas con las que él jugaba no eran abstracciones, sino seres de carne y hueso, almas y cuerpos, sensaciones e identidades individuales. En el término de una semana, volvería a estar en Holloman, ocupándose de sus tareas habituales. En el fondo, no lograba convencerse de que eso fuera cierto. Miró a la doctora y se preguntó por qué habría decidido instalarse al lado de él en lugar de ocupar el asiento de enfrente, lo cual hubiera sido una elección más normal para cualquier mujer, con la que tenía una relación amistosa, pero no íntima. Había algo en esa mujer, que ella jamás admitiría, pero que él percibía. Era una especie de excitación, un tremendo empuje, provocado por él, pero que no era generado por una atracción sexual o por la diferencia de sexos. Ambos tenían plena conciencia el uno del otro, como hombre y mujer, pero no pertenecían al tipo de personas capaces de romper ese delicado equilibrio mental, para dejar paso a sensaciones menos refinadas. Ninguno de los dos esperaba recompensas carnales, lo cual no significaba que el sexo les resultara indiferente o poco atractivo. Ella sabía el esfuerzo que le exigía el sexo y hacía ya mucho tiempo que lo había sopesado con sus energías y el platillo de balanza se había inclinado hacia el trabajo intelectual. Para él, hubiera lo un peso intelectual intolerable.