El tren disminuyó su velocidad para internarse en el laberinto de túneles que corrían por debajo de Manhattan. En ese momento, el doctor Christian recuperó el uso de su voz.
– Recuerdo que una vez leí un cuento corto sobre un tren que, después de internarse en los túneles de la ciudad de Nueva York, atravesó pequeño agujero del espacio-tiempo y quedó maldito para toda la eternidad, condenado a viajar en la oscuridad, recorriendo un túnel tras otro indefinidamente. En estos momentos, esa historia me parece absolutamente creíble.
– A mí también -contestó ella.
– Piensa en nuestro caso. Si estuviéramos condenados a no volver salir nunca a la luz, ¿qué haríamos tú y yo, sentenciados a permanecer aquí sentados para toda la eternidad? Me pregunto qué temas de conversación encontraríamos y si, por fin, serías completamente sincera conmigo o,si todavía ocultarías algo. Ella se movió, inquieta, y lanzó un suspiro.
– No lo sé. -Volvió la cabeza para mirarle, pero él le pareció tan afligido, qué en seguida volvió a desviar la mirada. Después sonrió, mirando el asiento vacío, que tenía frente a ella-. Tal vez fuese agradable. En realidad, no se me ocurre una persona mejor con quien pasar eternidad. Y te aseguro que no lo digo movida por intenciones vulgares.
– ¡Vulgares! -Impresionado, analizó cuidadosamente la palabra-. Explícame por qué elegiste este adjetivo. Ella ignoró la pregunta.
– Bueno, si lo deseáramos con bastante fuerza, es posible que logáramos que el tren se internara en ese pequeño agujero del espacio-tiempo. Siempre he creído que la verdadera medida del infinito se enfrenta dentro del cerebro del ser humano. Si nosotros conociéramos nuestras fronteras y supiéramos demolerlas, éstas no existirían. -Afortunadamente, no estaba obligada a mirarle, porque no sólo le resultaba incómodo, sino que estaba segura de que él sabría leer en sus ojos. Izó la cabeza, pero continuó sin mirarle-. Tú podrías hacerlo, Joshua tu serías capaz de ayudar a la gente a encontrar las barreras que han construido en sus cabezas y podrías enseñarles a destruirlas.
– Es exactamente lo que hago -contestó él.
– Sí. ¡Pero con pocas personas! ¿Y si lo hicieras con el mundo entro?
Él se puso tenso.
– Fuera de Holloman, no sé absolutamente nada del mundo, ni quiero saberlo. -Y se encerró en sí mismo.
Permanecieron en silencio viendo pasar la oscuridad, que parecía durar eternamente. ¿Sería oscura la eternidad, o quizás eterna la oscuridad? La tristeza seguía embargando a Joshua, rodeándole como un perfume. Cuando por fin el tren entró en los sucios andenes de la estación Pen, parpadeó ante la miserable luz que los iluminaba, como si un millón de kilovatios se concentraran sobre él, convirtiéndole en el punto de mira de miles de ojos fisgones y libidinosos.
Cuando el tren abandonó esta estación, ambos se entregaron a un inquieto sueño, entre paradas y arrancadas y el uniforme movimiento del tren. Apoyaron sus cabezas en los rincones opuestos del largo asiento, subieron los pies al asiento de enfrente y se despertaron cuando el tren entraba gimiendo en Washington y el guarda les golpeó la puerta.
Habían llegado al territorio de la doctora Carriol. Ella se encaminó decidida hacia la salida de mármol de la Union Station en dirección a la parada de autobús, mientras el doctor Christian la seguía a tropezones.
– El Ministerio del Medio Ambiente no queda lejos de aquí -explicó ella señalando hacia el norte con la mano-, pero creo que será mejor que pasemos antes por casa para asearnos un poco.
Milagrosamente, el autobús de Georgetown llegó a la hora exacta para enlazar con el tren, pero, por supuesto, porque el tren llegaba con una hora de retraso.
Era un día relativamente cálido y soleado de mediados de marzo; ese año se preveía una primavera temprana en el país. Sin embargo, los cerezos todavía no habían florecido; cada año florecían más tarde. La doctora Carriol ya estaba harta del invierno. «¡Ojalá pueda vivir para volver a verlos en flor! ¿Seré yo también víctima de la neurosis del milenio de la que habla Joshua? ¿O seré víctima de él?»
Su casa estaba fresca porque había dejado abierta una de las ventanas delanteras, la del fondo, y la que daba a una galería lateral cubierta.
– El interior de la casa todavía no está terminado -se disculpó mientras le acompañaba al vestíbulo y le hacía señas de que no dejara la maleta allí-. Se me acabó el dinero. Pero me temo que, teniendo en cuenta la belleza de tu casa, la decoración de la mía te parecerá muy aburrida.
– No, me parece preciosa -contestó él, pensando que era un gran acierto, para ese clima más cálido, la decoración de estilo Reina Ana; los sillones y sofás estaban tapizados con brocado y la alfombra parecía reflejar las luces y las sombras del exterior.
Subieron por una escalera de madera color miel, se internaron por un pasillo del mismo color y se detuvieron ante una puerta de madera de idéntico tono. Al abrirla, se encontraron con un dormitorio que sólo tenía una cama de dos plazas contra una de las paredes.
– ¿Crees que estarás cómodo aquí? -preguntó ella con aire de duda-. No recibo a menudo, de modo que la habitación de los invitados es la última en mi lista de prioridades. Tal vez hubiera sido mejor que te alojaras en un hotel, de cuyos gastos se ocuparía el Ministerio, por supuesto.
– Aquí estaré perfectamente bien -aseguró él, depositando su maleta en el suelo.
Ella le indicó una puerta.
– Aquí está el baño.
– Gracias.
– Pareces muerto de cansancio. ¿Quieres dormir un rato?
– No, simplemente me daré una ducha y me cambiaré de ropa.
– ¡Perfecto! Estoy pensando que lo mejor sería que almorzáramos en el Ministerio y luego te presentaré a Moshe Chasen. Puedes pasar la tarde con él. Después iremos a cenar a algún restaurante. – Sonrió con aire culpable-. Porque te confieso que no sé cocinar.
Y con estas palabras, cerró la puerta y le dejó solo.
Capítulo 4
La madre y los hermanos del doctor Christian apoyaban decididamente su relación con la doctora Carriol; en cambio, sus cuñadas y su hermana se oponían a ella con el mismo vigor.
La discusión había ido cobrando intensidad desde la inesperada partida del doctor Christian a Washington, pero alcanzó su punto álgido al domingo siguiente, cuando a primera hora de la mañana, la familia se reunió en la planta baja del 1.047 para iniciar el día de atención a las plantas.
Las mujeres, cargadas con cestas, plaguicidas y abonos, tenían la misión de alimentar la tierra, podar y retirar las hojas secas, mientras que los hombres debían desenrollar varios metros de manguera para regar. Antes de regar una planta, debían apoyar una mano contra la tierra para verificar su humedad. Su larga experiencia en este trabajo les había concedido un grado de eficacia tan elevado que conocía a cada planta, como si se tratara de un pariente muy cercano. Sabían cuánta agua necesitaba cada una, qué pestes podían atacarla y en qué dirección crecerían sus ramas. Normalmente la única discusión que surgía en ese día se refería a un producto para dar brillo, al que el doctor Christian se oponía con fuerza, pero del que su madre era una entusiasta defensora.
– ¡Hasta la perfección puede ser mejorada! -anunciaba ella.
– No, mamá. Eso perjudica a las plantas.
Pero ese día, en que podía haber aprovechado la ausencia de Joshua para aplicar a las plantas el producto, estaba demasiado ocupada defendiendo a su más querido hijo para pensar en el brillo de las plantas.
– Te aseguro que esto es el principio del fin -aseguró Mary con tono lúgubre-. Ni siquiera se acordará de nosotros, nunca lo hace.