Выбрать главу

Él la siguió.

– ¿Fantasmas? -Estaba tan lejos de la línea de pensamientos de Judith, que interpretó la palabra en su sentido sobrenatural.

– ¡Oh, Joshua! No me refiero a espectros. Hablo de la gente que se dedica a escribir los libros para otros.

– Una palabra repulsiva para denominar una ocupación igualmente repulsiva.

– Tú tienes mucho que ofrecer y deberías estar ofreciéndolo a mucha gente, no sólo a ese grupito que tratas en la clínica. Y ya que estás convencido de que no sabes escribir, no veo por qué no puedes utilizar un fantasma.

– Ya sé que tengo mucho que ofrecer a los demás, pero sólo puedo hacerlo personalmente.

– ¡Qué tontería! Míralo desde otro punto de vista. Por ahora, a las únicas personas que puedes ayudar es a los pocos que están en Holloman, a tu alcance. Me parece bien que la clínica no sea más grande, ya que así tienes la posibilidad de seguir personalmente a todos tus pacientes. El tratamiento que les ofreces es intensamente personal y depende de ti y no podrías delegar esa responsabilidad en otros terapeutas, por más que les entrenaras. Excluyo a tu familia porque es un caso especial, algo así como una extensión tuya. Pero un libro, y cuando lo digo no me refiero a un texto escrito para expertos, podría llegar a aquellos que necesitan desesperadamente recibir ese mensaje que tú quieres transmitir. ¡Sería una bendición del cielo! Podrías volcarte en él de tal forma, que sólo superarías personalmente y acabamos de admitir las limitaciones de ese acercamiento. En cambio, un libro puede llegar a millones de seres humanos. A través de un libro podrías ejercer un profundo efecto sobre la neurosis del milenio a lo largo de todo el país. Y tal vez a lo largo de todo el mundo, cuando éste estuviera dispuesto a escuchar. Dices que las personas necesitan desesperadamente que les quieran y que nadie se lo dice. Pues entonces, ¡hazlo tú! ¡Hazlo tú en tu libro, Joshua, un libro es la única solución!

– Admito que es una excelente idea, pero impracticable. ¡Ni siquiera sabría cómo empezar!

– Yo puedo enseñarte a empezar -insistió ella con tono persuasivo-. Puedo enseñarte incluso a terminarlo. Pero no estoy diciendo que pueda escribir el libro en tu lugar, sino que puedo encontrarte editor, que se encargaría de encontrar a la persona indicada para colaborar contigo en el libro.

Él se mordisqueaba los labios, debatiéndose entre el temor y la ansiedad. Al fin llegaba su oportunidad. Se preguntaba a cuánta gente podría llegar a través de un libro. Y si el proyecto no diera resultado, ¿no empeoraría las cosas? ¿No sería mejor seguir ayudando a las pocas personas que tenía a su cargo en Holloman, en lugar de meterse con las vidas y el bienestar de muchos miles de personas, a las que jamás conocería, ni siquiera de nombre? Un libro podía llegar a mucha gente y era personal, siempre y cuando él se asegurara de que dijera exactamente lo que él quería decir. Pero no era lo mismo que ver a la gente en una situación clínica.

– Creo que no tengo ganas de asumir este tipo de responsabilidad. -decidió con sobriedad.

– Pero si lo estás deseando. Te encantan las responsabilidades. ¡Sé honesto contigo mismo, Joshua! Lo que realmente te impide dejarte llevar por el entusiasmo es que no estás seguro de que ese libro será realmente tuyo, porque necesitarás que alguien te ayude físicamente a escribirlo. Y lo comprendo porque además de ser un pensador, eres un hombre práctico. Mira, el motivo por el que quiero que se publique este libro es porque creo que tus ideas valen. Y porque tienes valor para transmitir un mensaje espiritual. Y eso no es algo común en nuestros días y coincido contigo en que la gente está más necesitada de ayuda espiritual que de cualquier otra cosa. No te culpo por estar asustado -agregó, mirándole directamente a los ojos-. ¡Pero debes producir ese libro, Joshua! Es el principio de un camino para llegar a la gente.

¡Qué mundo tan maravilloso! Miró a su alrededor, tratando de observarlo todo con ojos nuevos e ingenuos. Ése era el mundo que él había intentado preservar y seguiría luchando por ello, para que en un futuro distante volviera a ser el paraíso de belleza y confort que era sin duda antes de que el hombre se hiciera cargo de él. ¡El hombre podía y debía aprender! Y, más allá de sus dudas y temores, supo que él, Joshua Christian, tenía una contribución muy real e importante que hacer. Lo sabía desde siempre. Cuando escribían acerca de hombres como Napoleón o Julio César, los autores hablaban de una «sensación de predestinación». ¡Él también tenía esa sensación! Pero no quería pensar en sí mismo como un Napoleón o un Julio César. No quería sentirse como un ser elegido, especial y privilegiado. No quería caer en el error de interpretar su propia capacidad como algo superior a los demás. Empezar a dirigir las vidas ajenas, convencido de que era un elegido y que, por lo tanto, estaba capacitado para ello, era algo que no tenía ningún derecho a hacer. Y, sin embargo…, sin embargo, ¿y si esa oportunidad que le brindaban en ese momento fuera la gran oportunidad, la única, la que jamás se le volvería a presentar? ¿Y si él la rechazaba y a causa de ello se desmoronaba su país? En ese caso, tal vez pensaría que él hubiera podido contribuir a salvarlo.

No estaba seguro de atreverse a pensar en su futuro en esos términos. Pero había soñado infinidad de veces con esa misión y, últimamente, lo soñaba incluso despierto. En un frenético intento de encontrar excusas, se dijo para sus adentros que lo soñaba de la misma forma que un niño sueña con fábricas de chocolate, con que nadie le obligue a ir a la escuela o con un perrito al que no haya que sacar a pasear o dar de comer. ¡No como una realidad! Ni por una sensación de ser privilegiado, independientemente del hecho de que en lo más profundo de su alma, todo hombre y toda mujer se consideran únicos, exclusivos e irremplazables.

¿Y si él rechazaba esa oportunidad y su país perecía porque su gente vagaba demasiado tiempo sola y sin nadie que les guiara? Ante tal perspectiva, se le ocurría pensar que tal vez él podría contribuir a salvar a su gente y a su país. O tal vez su destino fuese ser el precursor de otro hombre, un hombre más fuerte y mejor que él, cuyo camino había que preparar. Después de todo, pensó, mordiéndose los labios y observando a los perros y a los pájaros que poblaban el parque soleado, cualquier contribución que él pudiera aportar no empeoraría el estado del mundo, que era ya catastrófico. ¿Lograría cambiar algo de verdad? Y el solo hecho de pensarlo, ¿no era ya una forma de sentirse exclusivo? ¡Oh! Podría, podría, podría, quizá, quizá, tal vez… ¡Sí!

¿Habría sido ella enviada a pedírselo? ¿Y la había enviado Dios? No, la política de Dios no consistía en intervenir personalmente, ni siquiera por mediación de un delegado. O tal vez fuera una enviada del demonio. Pero él no estaba demasiado convencido de la existencia del demonio y, en cambio; sí de la de Dios. Le parecía que la invención del demonio era más necesaria para la mente del hombre que la invención de Dios. Dios era. Dios es. Dios será. En cambio, el demonio no era más que un monstruo armado con un látigo. El mal existía, pero como un espíritu puro; no tenía forma, ni cascos, ni cola, ni cuernos, ni mente humana. Dios tampoco tenía formas, ni brazos, ni piernas, ni genitales, ni una mente humana. Sin embargo, era sabio, organizado y lleno de conocimiento. En cambio, el mal no era más que una fuerza.

Tal vez ella no fuera, como él suponía, una importante funcionaría de los Estados Unidos de Norteamérica. Benigna o maligna: signo de interrogación. La vida era un signo de interrogación imprevisible. Unas veces, subía y otras, bajaba.

– Muy bien, lo intentaré -resolvió, tenso, tembloroso, cerrando los puños.

Ella no cometió el error de lanzar exclamaciones de entusiasmo y asintió simplemente con vehemencia.

– ¡Perfecto! -Entonces empezó a caminar en dirección a Georgetown-. Dese prisa, amigo, si nos damos prisa, todavía alcanzaremos el tren que va a Nueva York.