Выбрать главу

– ¿A Nueva York? -contestó él, estupefacto, todavía no repuesto de su propia respuesta.

– ¡Por supuesto! ¡Nueva York! Allí está «Atticus Press».

– Bueno, sí, pero…

– ¡Sí, pero nada! Quiero empezar a trabajar en seguida en esto. Esta semana puedo robarle tiempo a mi trabajo, pero la semana que viene ya no lo sé. -Se volvió para dedicarle una cautivadora sonrisa, que él no devolvió. Joshua se sintió mucho mejor al poner las riendas de todo en manos de Judith, que sabía todo lo que él ignoraba, como ese asunto de libros y editores. Ella era una persona que sabía manejar los hilos, un arte que él nunca dominó y que jamás dominaría.

Además, por el momento, ya le bastaba con haber tomado la decisión. Era justo que ella le guiara hasta que él lograra recuperar el aliento. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que lo último que ella deseaba era que él recuperara el aliento durante un buen tiempo.

– Tenemos que ver en seguida a Elliot MacKenzie -decidió Judith caminando aún más rápido.

– ¿Quién es?

– El editor de «Atticus Press». Afortunadamente es un viejo y querido amigo mío. Su mujer y yo fuimos compañeras en la Universidad de Princeton.

«Atticus Press» era propietaria del edificio de setenta pisos, del cual sólo ocupaba los veinte pisos inferiores, y había reservado una parte del vestíbulo principal como entrada privada de la editorial. Cuando a la mañana siguiente el doctor Christian y la doctora Carriol entraron por ese vestíbulo, fueron recibidos como reyes. Les esperaba una guapa ejecutiva maravillosamente vestida, que inmediatamente les acompañó hasta el único ascensor, cuyo uso estaba permitido en aquel edificio. La mujer introdujo una llave especial en el panel de mandos y el ascensor subió directamente hasta el piso diecisiete.

Elliot MacKenzie les esperaba junto a la puerta. Tendió su mano para estrechar la del doctor Christian y besó a la doctora Carriol en la mejilla. Se instalaron en su oficina repleta de libros, frente a una taza de café y allí les presentó a Lucy Greco, la ejecutiva que les había recibido. MacKenzie y Greco eran personas de aspecto sumamente agradable. Él era alto, apuesto, elegante y transmitía una gran sensación de vitalidad; ella, una mujer atractiva de mediana edad, era un constante estallido de energía.

– Debo confesar que cuando Judith me explicó la idea de su libro, me entusiasmé muchísimo -aseguró Elliot MacKenzie con ese leve tono nasal que denunciaba a una persona de clase y posición social impecables.

AI oír esas palabras el doctor Christian se quedó como petrificado y se le hizo un nudo en el estómago, como a un niño que se pone patines por primera vez en su vida.

– Lucy se encargará de ayudarla en calidad de editora -continuó diciendo MacKenzie-. Tiene enorme experiencia porque ha trabajado muchísimo con personas que no son escritores pero que tienen algo importante que decir. Ella tendrá la misión de llevar su libro al papel y le aseguro que es la persona más eficaz que hay para este trabajo.

El doctor Christian se mostró inmensamente aliviado.

– ¡Gracias a Dios! ¡Una coautora! -exclamó.

Pero MacKenzie frunció el entrecejo con la expresión de desagrado de un hombre, que no sólo ocupa la silla del editor, sino que además es el dueño de la editorial.

– ¡Desde luego que no se trata de eso! El único autor será usted, doctor Christian. Serán sus ideas y sus palabras. Lucy simplemente asumirá el papel de su Boswell.

– Boswell -explicó el doctor Christian-, fue un biógrafo. El doctor Johnson escribió sus propios libros y nadie lo hubiera hecho mejor que él.

– Entonces, digamos que fue su ayudante -contestó Elliot MacKenzie con tono tranquilo para que nadie sospechara que no le gustaba que le pillaran en falta.

– ¡Pero eso no me parece justo! -protestó el doctor Christian.

– Por supuesto que es justo, doctor Christian -intervino la señora Greco-. Debe aprender a pensar en mí como si fuese una partera. Mi tarea consiste en extraerle de las entrañas el libro más hermoso del mundo con la mayor rapidez y el menor dolor posible. ¡Y recuerde que en el Registro Civil no figura el nombre de la partera! Le aseguro que nada de lo que haré por usted me da derecho a figurar como coautora.

– Entonces no tiene la menor posibilidad de poder llevar a cabo su empresa -aseguró el doctor Christian, de repente invadido por una profunda depresión.

Se sentía empujado y obligado a actuar con una celeridad a la que no estaba acostumbrado y, en medio de su confusión, no se le ocurrió pensar que esa gente conocía sus dificultades literarias mucho mejor de lo que él creía. Más adelante pensaría en ese aspecto de la cuestión, pero Judith ya no estaría a su lado para aclarársela y los acontecimientos empezarían a precipitarse con tanta rapidez, que ese punto, por ser de menor importancia, no volvería a surgir a la superficie.

Elliot MacKenzie era una persona muy sensible a los matices y extremadamente eficaz en su oficio.

– Doctor Christian, sabemos que usted no es un escritor nato -dijo con suavidad y firmeza-. Todos aceptamos este hecho y, aunque no lo crea, es una situación muy frecuente en una editorial, especialmente entre los autores que no se dedican al género de ficción. A veces, un hombre o una mujer tienen algo importante que decir, pero no tienen tiempo para escribirlo o tal vez no poseen el talento para hacerlo. En esos casos, el libro es simplemente un vehículo construido por profesionales con la única y exclusiva finalidad de llevar sus ideas al papel. Si usted fuese escritor y teniendo en cuenta que nunca ha publicado un libro, no estaría aquí sentado sin haber presentado antes un manuscrito. Y un manuscrito terminado requiere un cierto tiempo. Y exige un talento muy especial. No tiene sentido discutir el mérito relativo que tendría que usted escribiera su propio libro, en lugar de permitir que otro lo haga por usted. Por lo que me ha dicho la doctora Carriol, usted está en condiciones de hacer una importante contribución al mundo, que debe ser llevada a cabo lo antes posible. Lo único que nosotros pretendemos es que esa contribución se convierta en una realidad. ¡Y le aseguro que nos resulta un trabajo apasionante! Al final de esta tarea, tendremos en nuestras manos un libro, un buen libro. Y ese libro es lo único que importa.

– ¡No sé! -exclamó el doctor Christian, sin dar su brazo a torcer.

– ¡Pero yo sí! -contestó con firmeza Elliot MacKenzie. En seguida dirigió una rápida mirada a su empleada. Lucy Greco se puso en pie de inmediato.

– ¿Qué le parece si me acompaña a mi oficina, doctor Christian? -preguntó-. Ya que tendremos que trabajar juntos, ¿por qué no empezar en seguida un plan de acción?

Él se puso de pie y la siguió sin decir una palabra.

– ¿Estás segura de que sabes lo que haces? -preguntó el editor en cuanto él y Judith Carriol quedaron a solas.

– ¡Segurísima!

– Bueno, debo confesar que no veo qué es lo que te entusiasma tanto. A mí no me parece que él tenga ganas de escribir un libro. Admito que es un tipo de aspecto imponente, que físicamente se parece un poco a Lincoln, pero no diría que tiene una personalidad avasalladora.

– Ahora es como una tortuga, que se ha escondido en su caparazón. Se siente amenazado y manipulado… y no sin razón. Me hubiera gustado trabajarlo más tiempo, que se acostumbrara a la idea para que su entusiasmo natural volviera a surgir espontáneamente. Pero tengo motivos muy importantes que exigen que este proyecto esté muy adelantado dentro de seis semanas.

– No va a ser tan sencillo y además te saldrá caro. Me temo que no será nada fácil hacer trabajar a tu indecisa tortuga.

– Déjale en mis manos y en las de Lucy Greco. Y, en cuanto al libro, no tienes por qué preocuparte. Te avala el Ministerio del Medio Ambiente. Querido Elliot, no todos los días se te presenta un negocio tan interesante, cuyas posibilidades de pérdidas son nulas.