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– ¡Bueno, bueno! -exclamó él, mirando su reloj-. Tengo un compromiso arriba -agregó-. Dada la urgencia del caso, es probable que tu protegido tenga que estar un buen rato con Lucy. ¿Tienes algo que hacer mientras esperas?

– En este momento, lo único que tengo que hacer es ocuparme de él -contestó ella con sencillez-. No te preocupes por mí. Me quedaré aquí y curiosearé tu maravillosa colección de libros.

Pero pasó largo rato antes de que la doctora Carriol se pusiera de pie para acercarse a la biblioteca. Se quedó mirando a través del gigantesco ventanal recubierto por tres gruesos vidrios, aislados uno del otro con una cámara de aire. Habían intentado cubrir con tablones los ventanales de los rascacielos de Nueva York, pero no había dado resultado. La racha de suicidios y el estado depresivo de la gente creció. Así que, finalmente, optaron por cubrir con muros de ladrillos algunos de los ventanales y otros, con vidrios triples.

Ese año se anunciaba una primavera temprana y Nueva York parecía obedecer los pronósticos. Los árboles estaban todavía desnudos y así seguirían, por lo menos, hasta mediados de mayo, por templado que fuese el tiempo, pero el aire no era frío y brillaba el sol. Una nube pasó flotando, pero la doctora Carriol no alcanzó verla; sólo vio su reflejo en el espejo dorado que era el rascacielos vecino.

«¡Pórtate bien, Joshua Christian -exclamó para sus adentros-, y todo será espléndido. Ya sé que te he empujado para emprender un camino que ni siquiera tú sabes si quieres seguir, pero lo hago movida por los más nobles motivos, por motivos que no te avergonzarían si los conocieras. Lo que te impulso a hacer no te hará daño, más bien te prometo que cuando te acostumbres te encantará. Posees enormes poderes para hacer el bien, pero nunca te pondrás en marcha, a menos que alguien te empuje. ¡Así que aquí estoy yo! Pienso que al final me estarás agradecida. No busco tu gratitud, no hago más que cumplir con mi trabajo y te aseguro que trabajo mejor que nadie. Durante miles de años los hombres han asegurado que las mujeres jamás podrían competir con ellos, porque permiten que sus emociones se interpongan en su trabajo. No es cierto. Aquí estoy yo para demostrarlo y estoy decidida a demostrarlo. Tal vez nadie sabrá jamás que lo hice. Pero lo sabré yo y eso es lo único que importa.»

Quedaban siete semanas. Podía hacerlo. ¡Debía hacerlo! Porque el 1 de mayo, más allá de cualquier condición personal, tendría en sus manos la prueba de que el doctor Joshua Christian era el hombre que buscaban. Para esa fecha, el libro debía ser una realidad. Al igual que los informes, respaldados por cintas y vídeos que debían mostrarle en acción: Cuando ella fuese a ver al Presidente, tenía que tener en sus manos un caso cerrado a favor del doctor Joshua Christian. El Presidente no era un hombre que se dejara entusiasmar con palabras, y Harold Magnus lucharía denonadamente por la candidatura del senador Hillier.

Acercó su silla al escritorio de MacKenzie y tomó el teléfono de la línea privada del editor.

Marcó un número de treinta y tres cifras, sin necesidad de consultar su agenda ni papel alguno.

– Habla la doctora Carriol. ¿Está el señor Wayne?

El contestador le replicó que el señor Wayne no estaba allí..

– ¡Encuéntrelo! -ordenó Judith Carriol con frialdad.

Esperó pacientemente mientras clasificaba mentalmente todas las pruebas que le resultarían necesarias.

– ¿John? No te hablo por un teléfono protegido contra las interferencias, pero esta línea no figura en el tablero general de «Atticus». ¿Quieres teclear la computadora para asegurarte de que no esté intervenida? El número es 5556273. Supongo que no se trata de un número que le interese al gobierno, pero es posible que exista alguna forma de espionaje industrial, aunque se trate de un negocio del siglo xviii. Vuelve a llamarme.

Esperó cinco minutos hasta que volvió a sonar el teléfono.

– Puede hablar con tranquilidad -aseguró John Wayne.

– Muy bien. Escucha. Necesito que instalen inmediatamente algunas cámaras de vídeo y muchos micrófonos en los números 1.045 y 1.047 de la calle Oak de Holloman, Connecticut, en la clínica y en la casa del doctor Joshua Christian. Que los instalen por todas partes. Quiero controlar cada centímetro cuadrado de ambos edificios y quiero que tengan una guardia de veinticuatro horas. El equipo deberá ser instalado hoy mismo y retirado el próximo sábado por la tarde, porque la familia Christian pasa los domingos subida a escaleras para regar las plantas y podrían ver alguna cámara, ¿de acuerdo? También necesito una lista completa de los pacientes del doctor Christian, los pasados y los actuales. Es necesario que se les hagan a todos entrevistas grabadas en cinta y en vídeo, sin que se den cuenta de que los están entrevistando, por supuesto. Tú te encargarás de hacer lo mismo con su familia y sus amigos. Y también quiero que entrevistes a sus enemigos. Estas entrevistas pueden demorarse más que el editaje del vídeo de la casa y de la clínica, pero tienen que estar listas para presentarlas el 1 de mayo, ¿de acuerdo?

Ella alcanzaba a percibir la excitación de su asistente.

– Sí, doctora Carriol. -Y en ese momento encontró el valor suficiente para formular la pregunta que había contenido mientras el doctor Christian estuvo en Washington-. ¿Así que es él?

– ¡Es él, John! ¡Pero tendré que presentar batalla y estoy decidida a ganarla! No puedo permitirme el lujo de perderla. Porque éste es el hombre que buscamos.

Y, evidentemente, así era. A medida que iban transcurriendo los días, la decisión que tomara esa noche en Hartford le parecía cada vez más acertada. De los nueve finalistas, él era el único que poseía lo necesario para realizar esa misión. Por lo tanto, estaba en sus manos proporcionarle la posibilidad de llevar a cabo esa tarea que sólo él podía hacer. La misión requería a un hombre que no tuviera compromisos políticos y que no estuviera absorto en su carrera, un hombre que no pensara en sí mismo, que no tuviera una imagen.

La Operación de Búsqueda era su hija. Ella lo soñó y sólo ella comprendía lo que se buscaba. Y desde el momento en que conoció al doctor Christian, esa comprensión pareció extenderse en su interior, lo cual era una señal evidente de que él era el hombre. Cinco años antes hubieran elegido simplemente al senador Hillier y le hubieran indicado el camino a seguir. Pero ella ni siquiera quería que se le incluyera en los cien mil nombres que procesarían sus investigadores con sus equipos y computadoras. En esa oportunidad, Tibor Reece apoyó a Harold Magnus, pero ella conservó sus fuerzas durante cinco años y se negaba a considerar la posibilidad de que Magnus resultará vencedor de esa próxima batalla. La anterior no había sido más que escaramuza preliminar, que ella podía permitirse el lujo de dejarle ganar, pero no cometió el error de dejarla asumir proporciones de verdadera batalla. Posiblemente él creyó que no presentaría una verdadera lucha, pero en eso se equivocó.

De alguna manera ella siempre supo que existía un hombre, que había nacido para realizar esta tarea, alguien destinado a eso de forma natural e inevitable. Y era extraño que siendo tan feminista estuviera convencida de que se trataba de un hombre y no de una mujer. Pero ya habían pasado los días, en que un hombre podía salir caminando del desierto o de la selva y encontrar su camino. Vivían en el tercer milenio, y el mundo estaba tan superpoblado que los mejores seres humanos podían permanecer ocultos, no por su culpa o por falta de esfuerzo. Era una época tan sofisticada, que las pocas personas que destacaban entre las masas, podían permanecer ocultas o elevarse hasta niveles insospechados. Tal vez ese tercer milenio fuese tan torpe en sus procedimientos como los dos anteriores, pero había perfeccionado el arte de controlar sus millones de habitantes sin rostros, y el cinismo de la época había echado profundas raíces en cifras, hechos, tendencias y exponentes. Había remplazado la ética por lo sintético, la filosofía por la psicología, y el oro por papel. Ella era la única que se negaba a creer que los gigantescos ríos de hielo silencioso que se desplazaban hacia abajo del círculo ártico, estuviesen destinados a arrasar la raza humana. A pesar de que la naturaleza de ambos era totalmente opuesta, ella creía, al igual que el doctor Joshua Christian, que el hombre poseía en su interior los poderes necesarios para vencer todos los obstáculos que se le presentaran en el camino.