– Por favor, no trate de ponerse en contacto con el doctor Christian -le advirtió John Wayne, en un tono de voz que indicaba que las instrucciones no eran suyas, sino de su jefa.
– ¡Pero necesito su ayuda! -exclamó el doctor Chasen.
– Lo siento, señor, pero realmente no puedo ayudarle.
Y no hubo nada más que decir hasta que la doctora Carriol se presentó en su oficina el miércoles por la tarde.
– ¡Maldita sea, Judith! Por lo menos, podrías haberme dado la oportunidad de despedirme de ese hombre -bramó Chasen.
Ella alzó las cejas.
– Lo siento, Moshe, pero ni siquiera lo pensé -explicó con frialdad.
– ¡Eso no es más que una excusa! Jamás dejas de pensar en todos los detalles.
– ¿Le echas de menos, Moshe?
– Sí.
– Me temo que tendrás que seguir adelante sin él.
Él se quitó las gafas de lectura para mirarla fijamente.
– Judith, ¿qué es exactamente la Operación de Búsqueda? -preguntó.
– La búsqueda de un hombre.
– ¿Para hacer qué?
– El tiempo te lo dirá. Yo no puedo. Lo siento.
– ¿No puedes o no quieres?
– Un poco de cada cosa.
– ¡Judith déjale en paz! -Fue un grito que le surgió del fondo del alma.
– ¿Qué diablos quieres decir?
– Que eres la peor clase de entrometida que existe. Utilizas a los demás para obtener tus propios fines.
– Eso no es nada fuera de lo común. Lo hacemos todos.
– Pero no como lo haces tú -contestó él con aire adusto-. Tú eres de una raza especial. Tal vez seas un producto de nuestro tiempo, no lo sé, o quizá la gente como tú siempre ha estado entre nosotros pero las circunstancias del mundo actual te han proporcionado la oportunidad ilimitada de subir tan alto, que estás en condiciones de hacer mucho daño.
– ¡Qué estupidez! -exclamó ella con desdén, saliendo. Cerró la puerta con suavidad tras de sí para indicar que él no había dado en el blanco con sus palabras.
El doctor Chasen permaneció un rato, chupando las patillas de sus gafas, luego suspiró y tomó un montón de hojas de informe de la computadora. Pero no lograba leer lo que decían, porque no se había puesto las gafas. Y no se las podía poner, porque tenía los ojos bañados en lágrimas.
Capítulo 5
Durante seis semanas la doctora Judith Carriol no tuvo el menor contacto con el doctor Joshua Christian, pero durante las mismas pudo observar hasta los detalles más íntimos de su vida, hora tras hora, gracias a las grabaciones de vídeo. Y cuando no le observaba a él o a su familia escuchaba las declaraciones de sus pacientes, de sus antiguos pacientes, de los parientes de sus pacientes, de sus amigos y hasta de sus enemigos, que habían sido grabadas. Le pareció muy significativo que nada de lo visto u oído lograra disminuir el entusiasmo que le producía Joshua.
Incluso después de que Moshe Chasen la acusara tan directamente de las consecuencias que podía llegar a tener su plan, a ella ni se le ocurrió pensar que sirviendo a sus propósitos, no estaba sirviendo a los de Joshua. Empezó a considerar que ambos eran una única e indivisible persona y que su secreto trabajo de espionaje era una evidencia de la más pura y altruista devoción. Si en lugar de haber sido acusada por Moshe Chasen, la hubiera acusado Joshua por lo mismo, ella le hubiera mirado directamente a los ojos, asegurándole que todo lo que hacía era por su propio bien y por el de la comunidad. Judith no era conscientemente malvada; de ser así, el doctor Christian lo hubiera advertido en seguida. Tampoco era totalmente desalmada. Tal vez su peor defecto es que carecía de ética, que no era honesta. Pero había que tener en cuenta que ningún momento de su vida estuvo dedicado a inculcarle ese sentido de la ética.
Su infancia fue un caso clarísimo de pobreza y de privaciones afectivas. Si su situación hubiese sido levemente peor, el Estado la habría retirado de su casa para colocarla en un ambiente menos duro; y si hubiese sido levemente mejor tal vez Judith habría conseguido conservar un poquito de la suavidad que sin duda tiene cualquier ser humano al nacer. Tenía diez años más que el doctor Joshua Christian y había sido moldeada por circunstancias mucho más crueles. Era la penúltima de trece hijos nacidos en una familia de Pittsburg, en la época en que la industria del acero cayó en una depresión total y permanente. En esa época, su apellido no era Carriol, sino Carrol. Contemplando retrospectivamente esa época, ya adulta, desde el pináculo de sus logros, decidió que la plétora de criaturas que habían engendrado sus padres, eran más bien el resultado de la pereza y el alcoholismo que del tal mentado catolicismo que ellos profesaban. Ciertamente, en la atmósfera de su hogar primaba más el olor del whisky barato que el de la piedad. Pero Judith fue la única de los trece hermanos que logró sobrevivir, aunque ninguno de los demás muriera, al menos en esa época. Y sobrevivió porque se negó a considerar los problemas ajenos y sólo pensó en los propios. A los doce años ya había logrado encontrar un trabajo de media jornada, y siguió trabajando durante todos sus años de escuela. Se mantenía limpia y su aspecto era saludable. Consiguió que su cuerpo le rindiera tanto como su mente y, de este modo, lograba mantener sus empleos durante el tiempo que le fuera necesario. Hacía oídos sordos a las súplicas de su familia, cuando éstos le pedían ayuda económica, y muy pronto aprendieron que ni siquiera con malos tratos físicos lograrían arrancarle el secreto de dónde escondía sus ahorros. Por fin la dejaron en paz, despreciándola, atormentándola, pero también temiéndola. Cuando obtuvo la puntuación más alta en el Examen de Aptitud Escolar y le ofrecieron una beca en Harvard, Chubb o Princeton, ella dijo a su familia que había aceptado la de Harvard, pero se inscribió en Princeton. Una vez allí, lo primero que hizo fue modificar su apellido. Y, a partir de ese día, se hizo el firme propósito de no averiguar más lo que había ocurrido con el resto de su familia, que siguió instalada en Pittsburg.
El Tratado de Delhi fue anterior a su graduación Summa cum laude, pero las consecuencias del cataclismo que aquél provocó, estaban todavía muy presentes. Ella había seguido un curso doble de psicología y sociología y, a pesar de la cantidad de candidatos existentes, logró introducirse en el flamante Ministerio del Medio Ambiente. Se convirtió en una infatigable colaboradora de Augustus Rome y de los nuevos programas que él estableció para el país. Nadie detestaba tanto a las familias numerosas como la doctora Carriol. Mientras el presidente Rome hablaba constantemente a su pueblo de la necesidad de reducir el índice de natalidad con las familias de un solo hijo, ella estudiaba la forma de poner en práctica esa ley. Viajó a China, pionera de esas medidas desde 1978; a la India, que había logrado idénticos resultados con métodos mucho más sangrientos; a Malasia; a Japón; a Rusia; a la Comunidad Árabe; a la Comunidad Europea y a muchas otras partes. Fue incluso a Australia y a Nueva Zelanda que, al igual que Canadá y los Estados Unidos, habían firmado el Tratado de Delhi, a condición de no ser presionados a través de invasiones militares e inmigraciones pasivas. Siguió a los equipos chinos a lo largo de docenas de países, observando y escuchando sus enseñanzas, sus demostraciones y sus consejos.
La Sección de Planificación del Ministerio se convirtió desde el primer día en su hogar. Y cuando el Ministerio tuvo que redoblar sus esfuerzos ante la oposición y la falta de cooperación del pueblo ante la ley del único hijo, ella estuvo siempre en primera línea de combate. Intentaron seguir las pautas chinas, apelando al sentido común, al patriotismo y a razones económicas, en lugar de adoptar el método de esterilización obligatoria, utilizado en la India. El hecho de que el programa diera resultado se debió indudablemente a los fuertes golpes recibidos por el país y que todavía seguían estremeciéndole. También se debió a los esfuerzos personales del presidente Rome que, afortunadamente, era padre de un solo hijo. Y el hecho de que continuara en plena vigencia se debía al hecho insoslayable de que se acercaba con rapidez una era de hielo y no era posible postergar las medidas necesarias hasta que llegaran tiempos mejores.