Выбрать главу

– ¿Sabe que tal vez hubiera roto la autorización de la OSH? No estoy en una mala situación económica, mi marido es un buen hombre y a mi hijo le va muy bien en el colegio, pero francamente, no sé si hubiera podido soportar el dolor de las demás. Hay muchas Daphne Chornik por ahí.

El doctor suspiró.

– Lléveme con Margaret.

– ¡Pero si vino conmigo!

– Claro, quiero decir que me acompañe a la sala de espera y me la presente. Ella no me conoce a mí, la conoce a usted. Por lo tanto, no puede confiar en mí y, en cambio, confía en usted. Sea el puente para que me conozca y pueda confiar en mí.

De todos modos, fue un puente muy corto. El doctor entró en la sala de espera de la mano de Patti Fane y se acercó directamente a la pálida y bonita mujer que aguardaba en la silla del rincón.

– Margaret, querida, éste es el doctor Christian -dijo Patti.

Él tendió sus manos a Margaret sin pronunciar una palabra. Ella las tomó sin pensarlo dos veces y pareció estupefacta al descubrir que esa unión física era un hecho.

– Querida, creo que usted no necesita hablar con nadie -dijo él sonriéndole-. Vuelva a su casa y tenga a su hijo.

Ella se levantó, le devolvió la sonrisa y apretó con fuerza sus manos.

– Lo haré -afirmó.

– ¡Espléndido! -exclamó él, soltándole las manos.

Instantes después había desaparecido.

Patti Fane y Margaret Kelly salieron por la puerta trasera y empezaron a recorrer las dos manzanas que las separaban del cruce de la calle Elm con la carretera 78, por donde pasaban los autobuses. Sin embargo, perdieron por pocos segundos el autobús de North Holloman y no les quedó otro remedio que esperar cinco minutos; en invierno, por lo general, no había que esperar más tiempo.

– ¡Qué hombre tan extraordinario! -comentó Margaret Kelly mientras se guarecía tras una pared de hielo de tres metros de altura.

– ¿Lo has percibido de veras?

– Sí, ha sido como un shock eléctrico.

El doctor Christian volvió en seguida al 1.047, y estaba de nuevo de pie junto a la cocina conversando con su madre cuando entraron sus dos hermanos acompañados de sus esposas, y su hermana.

Mary era la segunda y su única hermana. A los treinta y un años todavía era soltera. Se parecía muchísimo a su madre y, sin embargo, no era nada bonita. «Carece de atractivo -pensó el doctor-, nunca fue atractiva. ¿Será tal vez lo que suele ocurrirles a las chicas que tienen una madre realmente hermosa? Mirar a mamá y mirar luego a Mary es como ver a mamá en un espejo sutilmente distorsionado.» Mary tenía siempre un gesto agrio. Y, sin embargo, en la clínica, donde trabajaba como secretaria, era maravillosamente bondadosa y dulce con los pacientes y nada le resultaba demasiado pesado.

James era el hijo del medio; Mary se libraba de la desventaja que ello suponía por ser la única mujer. Él también se parecía a mamá, pero de una forma opaca y neutra, al igual que Mary. Miriam, su mujer, era una joven enérgica, alegre y pragmática. Se encargaba de la terapia de grupo y era un pilar de fortaleza para la clínica y hacía muy feliz a James.

Andrew era el niño bueno, papel que el hijo menor de la familia encajaba a la perfección. Era muy parecido a mamá, pero muy masculino, rubio como un ángel y duro como una roca. Resultaba extraño que se relegara siempre a un segundo plano. Martha, su mujer, que se encargaba de realizar los tests psicotécnicos en la clínica, era varios años mayor que él y la apodaban Mouse, porque realmente parecía una ratita. Era dulce y bonita como una ratita y fácilmente asustadiza. A veces, cuando Joshua se encontraba preso de un excéntrico estado de ánimo, se le ocurría imaginarse a sí mismo, no en el papel de un gato, sino de un gigantesco par de manos, listas para asestar el golpe que mataría en el acto a la muchacha.

– ¿Costillas de cordero, mamá? ¡Estupendo! -Miriam era inglesa y muy cuidadosa en sus modales y lenguaje. Inspiraba una especie de temor religioso a los miembros de la familia Christian, no sólo porque era considerada como la mejor terapeuta, sino porque además era una renombrada lingüista. Su broma más reiterada era que no sólo hablaba francés, alemán, italiano, español, ruso y griego, sino también norteamericano, y los Christian la querían tanto, que nunca se atrevieron a decirle que esa broma ya no resultaba graciosa.

Mamá se había encargado de todo, por supuesto. Ella creó ese grupito notablemente eficaz y autosuficiente para que complementara a su hijo mayor y más querido. Independientemente de la profesión que Joshua hubiera elegido, mamá habría incitado a James, Andrew y Mary para que se dedicaran a la misma actividad y pudieran así ayudarle. La medida de su éxito en el lavado de cerebro que había hecho a sus hijos menores se notaba en la elección de esposas hecha por James y Andrew, pues ambos se habían casado con mujeres altamente cualificadas para unirse a la actividad y al grupo familiar. Hacía falta una terapeuta profesional en la clínica y James se casó con una. Andrew se casó con una experta en tests psicológicos, pues la clínica necesitaba una. Ambas mujeres habían asumido encantadas el hecho de que se cediera el primer lugar a mamá y se conformaban con que sus maridos le cedieran el primer lugar a Joshua. Mary nunca se rebeló contra su mediocre destino de oficinista, ni siquiera cuando muchos años atrás Joshua le ofreciera su apoyo frente a mamá para mejorar su posición.

Si el doctor Joshua hubiera advertido alguna señal de descontento, habría pasado por encima de la autoridad de su madre en beneficio de aquéllos a quienes consideraba más como hijos que como hermanos, pues a pesar de que quería y admiraba mucho a su madre, reconocía sus deficiencias y sabía que no era una mujer demasiado inteligente y que a veces le faltaba criterio. Pero nunca se vio obligado a librar una batalla por su familia, pues ninguna tensión había empañado jamás la alegría y la satisfacción que a todos les producía vivir y trabajar juntos. Así que agradecido, no sin cierta perplejidad, Joshua había aceptado la posición de jefe de familia, que su madre le había asignado.

Se sentaron a cenar en el comedor. Mamá se sentó en el extremo de la mesa que quedaba más cerca de la cocina; Joshua, en la cabecera opuesta; a un lado estaban Mary, James y Miriam; al otro Andrew y Martha. Mamá había decidido que no debía hablarse de asuntos de trabajo hasta que la comida hubiera llegado a su fin y se hubiera servido el café y el coñac, regla que todos respetaban escrupulosamente, pero que, de hecho, provocaba largos silencios porque, a excepción de mamá, todos trabajaban en la clínica de la casa contigua y prácticamente no salían de los edificios de la calle Oak. Sólo podía hablarse de temas positivos, con lo cual quedaban igualmente suprimidos los temas de actualidad mundial o nacional, estatal o urbana, porque siempre resultaban depresivos, a menos que en ese día se hubiera llegado a algún hito importante en el largo trayecto hacia el Equilibrio de la Energía de la Población Humana del Mundo.

Todos disfrutaron de la comida porque estaba apetitosa y bien presentada. Mamá era una artista desde el punto de vista culinario y había enseñado a sus hijos a apreciar las cosas refinadas que todavía podían obtenerse. En este sentido, su batalla más difícil la libró con Joshua, al cual nunca le preocuparon demasiado sus necesidades materiales, la comodidad o la autoindulgencia, no porque tuviera tendencias masoquistas, ni porque fuera excesivamente austero: simplemente, eran aspectos de la vida que no le interesaban.

El café y el coñac se servían en la sala de estar, un gran salón que se comunicaba con el comedor a través de una arcada. Se sentaban en semicírculo alrededor de una mesita laqueada en tonos rosados.

Las paredes eran de un blanco satinado; más allá del marco de las ventanas ni siquiera se alcanzaba a ver el alféizar, que había sido retirado para que nadie recordara que por allí, medio año antes, se advertía el espectáculo de la calle. El piso estaba cubierto de baldosas de cerámica y, frente a los sillones, había réplicas sintéticas de alfombras de piel de oveja, pues habían llegado a la conclusión de que con toda el agua que derramaban los domingos, las pieles auténticas correrían el riesgo de pudrirse. Los sofás y sillones estaban tapizados en suaves tonos rosados y verdes, haciendo juego con las mesitas laqueadas.