La doctora Carriol detuvo el proyector de vídeo y entregó al Presidente una copia del manuscrito del doctor Christian. Se puso en pie para entregarle otra a Harold Magnus.
– «Atticus Press» publicará este libro en otoño, coincidiendo con una gira publicitaria del autor, que incluye entrevistas por Radio, Televisión, periódicos y revistas, conferencias, y apariciones personales. Todavía es muy pronto para contar con opiniones de los lectores sobre la obra, porque esto es simplemente un borrador pero, a pesar de todo, vale la pena leerlo.
Harold Magnus se inclinó hacia delante con incredulidad, furioso al descubrir que encontraría oposición en la que creía su aliada, pues así se lo había dado a entender con suficiente énfasis durante su viaje a la Casa Blanca.
– Doctora Carriol, ¿intenta decir que este hombre, este doctor Joshua Christian es el candidato que usted ha escogido para la Operación?
– ¡Por supuesto! -contestó ella, sonriendo con calma.
– ¡Pero eso es ridículo! ¡Es un desconocido!
– También lo fueron Jesucristo y Mahoma -contestó ella con toda deliberación-. Pasaron muchos siglos antes de que el cristianismo y la religión islámica comenzaran a tener vigencia. Pero actualmente tenemos más facilidades que en cualquier época del mundo para convertir en famoso a un desconocido. En el caso de que el ganador de la Operación de Búsqueda fuese un desconocido, podríamos hacerle famoso de la noche a la mañana, y ustedes lo saben tan bien como yo.
El Presidente, que permanecía en silencio, se cubrió sus grandes ojos oscuros con una mano.
– Doctora Carriol, hace cinco años le encomendé la tarea de encontrar una persona, hombre o mujer, pero una persona adecuada. Una persona que fuera capaz de enseñar a una nación enferma la forma de cicatrizar sus heridas. Una persona que le supiera tomar el pulso al pueblo y que echara a volar la imaginación de la gente de una forma, que ya no es capaz de hacerlo ninguna figura religiosa. ¡Y ahora usted me habla de religión!
– Sí, señor Presidente.
– Pero, ¿qué diablos es esto? -rugió Harold Magnus-. ¡Nadie mencionó la religión!
La doctora Carriol se volvió para enfrentarse a él.
– ¡Oh, vamos, señor! Supongo que a estas alturas ya se habrá dado cuenta de que la única forma de curar los males de este país, no consiste en proporcionar al pueblo un apoyo moral, sino un apoyo espiritual. ¡El hombre que buscamos debe poseer una habilidad sin precedentes para modificar el estado de ánimo del pueblo y ese tipo de influencia hace referencia claramente a un factor espiritual, a un pensamiento religioso, y de alguna manera a Dios! Nosotros necesitamos una propuesta norteamericana, una propuesta contemporánea, un código que nos permita vivir en esta época, creado concretamente para el pueblo de los Estados Unidos por un hombre al que ellos puedan considerar como a uno de los suyos. ¡Un hombre que les comprenda y que se dirija a ellos, y no a los irlandeses o a los alemanes o a los judíos o a cualquier otro grupo racial que haya emigrado a este país, aunque de eso haya transcurrido ya largo tiempo! Si no estuviéramos desmoralizados, no estaríamos aquí sentados, observando los resultados de una de las investigaciones más amplias y costosas que se han realizado jamás. ¡Pero lo cierto es que, lamentablemente, tenemos la moral por los suelos!
Tibor Reece les observaba, sin dejar que sus pensamientos le alejaran del asunto más importante del día, pero fascinado al descubrir la clase de personas que eran realmente Judith Carriol y Harold Magnus. Un hombre podía tener considerable confianza en otro y creer que le conocía a fondo, pero nada mejor que un altercado para mostrar los verdaderos colores de los contendientes. La damita parecía un terrier; Harold Magnus no hacía más que ladrar.
– Observe esto -ordenó la doctora Carriol, abandonando la discusión, cuando más interesante se ponía. Oprimió un botón del control remoto y en la pantalla apareció la imagen del doctor Christian, sentado frente a su escritorio. Tenía el rostro contraído y tenso y en sus ojos se veía una expresión de sufrimiento.
– No sé por qué me siento así, Lucy, y sé que ni siquiera debería decirlo pero, de alguna manera, siempre he tenido la sensación de que tenía algo más que hacer que quedarme aquí sentado escuchando a mis pobres pacientes. ¡Y le aseguro que he luchado contra esa sensación! Es demasiado profunda y está demasiado enraizada en mí para ser positiva. Al menos, eso es lo que trato de decirme constantemente. ¡Pero yo sé que tengo una misión que cumplir! ¡Sé que me espera una tarea determinada, Lucy! Algo que debo hacer allí afuera, entre los millones de personas, que ni siquiera saben que existo. Y quiero tomarlos entre mis brazos y amarles. ¡Quiero demostrarles que alguien les quiere…, cualquiera…, incluso yo!
La doctora Carriol apagó el monitor de vídeo y la imagen desapareció.
– Ese hombre es un revolucionario o un maníaco -aseveró Harold, señalando la pantalla con un dedo acusador.
– No, señor ministro -contradijo la doctora Carriol-. De ninguna manera, no se trata de un revolucionario. En el fondo, es un ciudadano obediente a la ley, cuyo carácter es muy constructivo. ¡No odia, ama! ¡No quema, sangra! No es un maniático. Su proceso intelectual demuestra lógica y método y está en contacto con la realidad. Admito que puede ser un depresivo en potencia, pero si se le encomienda una misión que coincida con su vocación de servicio a la Humanidad, logrará convertirla en un éxito.
– Por lo que he podido ver en la pantalla, tiene una fuerte personalidad-decidió el Presidente, con aire pensativo.
– Es un claro ejemplo de carisma, señor Presidente. Y precisamente, por sus dotes carismáticos fue elegido por el doctor Chasen, por encima del senador Hillier. Luego, basándome en mis experiencias personales con el doctor Christian, yo también me convencí de que es el único candidato que merece seguir en la carrera. Podría seguir mostrándoles distintos aspectos de su vida y de su personalidad, pero no pienso hacerlo. Lo que ya han visto es de tanta importancia para la Operación de Búsqueda, que resume todo el motivo de su existencia. Y, después de eso, el mejor argumento que puedo ofrecerles es el libro que ha escrito él mismo. Les recomiendo que lo lean.
– ¿Por lo tanto, no tiene usted absolutamente ninguna duda de que debemos encomendarle la misión al doctor Christian? -preguntó el Presidente observándola cuidadosamente.
– Ninguna, señor. Es el único que posee las características necesarias para llevar a cabo la tarea tal como debe ser hecha.
– ¡Hillier! -gruñó Harold Magnus,
– ¿Y qué piensa con respecto al senador? -preguntó Tibor Reece, dirigiéndose a la doctora Carriol.
La doctora Carriol depositó el control remoto sobre la mesa, a un lado, y se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas. Habló en esa pose, pero con la cabeza levantada, para poder mirar directamente a los ojos de Tibor Reece.
– Señor Presidente, señor ministro, voy a ser absolutamente honesta con ustedes. No puedo ofrecerles pruebas fehacientes que respalden mis puntos de vista, porque mis puntos de vista derivan de pautas de comportamiento semióticas, que solamente alguien con mi entrenamiento y experiencia puede sopesar apropiadamente. Tengo la firme convicción de que el senador Hillier no es apto para esta misión. Hace poco pasé una tarde agradable y tranquila en su compañía y salí de allí totalmente convencida de que el senador Hillier está enamorado del poder, por el poder mismo. Y, simplemente, me parece que sería un riesgo encomendarle esta tarea a alguien que va en busca de poder.