Mary no insistió ni demostró sus sentimientos.
– ¿Estarás ausente mucho tiempo? -preguntó Martha, clavando la mirada en sus propios pies.
Era tan pequeña y tan dulce, que Joshua siempre la trataba con una ternura especial. Le dedicó una encantadora sonrisa antes de contestarle.
– No lo creo, querida. Supongo que bastarán una o dos semanas.
Ella había levantado la mirada para ver en la suya, con los ojos enormes tristes y empañados en lágrimas.
Andrew se puso de pie en seguida, bostezando.
– Estoy cansado. Si me disculpáis, creo que iré a acostarme.
James y Miriam también se levantaron, contentos de que alguien hubiera sugerido que ya era hora de acostarse. Su matrimonio era un éxito, porque les brindaba una alegría inesperada. Habían descubierto la deliciosa sensación del contacto de ambas pieles, cuerpo contra cuerpo. Y el verano era su época preferida porque les permitía recrearse en la cama durante horas, sin los incómodos pijamas y camisones. Si Miriam prefería a Joshua en algún sentido, sin duda era únicamente en el intelectual.
– ¡Dormilones! -exclamó Joshua, poniéndose de pie-. ¿Nadie quiere acompañarme?
Mamá se levantó de un salto y fue a buscar un par de zapatos cómodos, mientras Martha explicaba con su tímida voz que creía que debía seguir a Andrew a la cama.
– ¡Tonterías! -exclamó Joshua-. Ven con nosotros. ¿Y tú, Mary?
– No, gracias. Me quedaré a limpiar la cocina.
Durante varios segundos, Martha vaciló, mirando alternativamente a Joshua y a Mary con confusión.
– Yo tampoco iré, Joshua. Le echaré una mano a Mary y después me iré a acostar -decidió por fin.
Mary dirigió a Martha una mirada un poco severa y después la tomó de la mano para ayudarla a levantarse del sillón. Como siempre, cuando los fuertes dedos de Mary se cerraron sobre los suyos, Martha sintió que esa mano la arrancaba de un mar de dudas para transportarla a un terreno seguro.
– Gracias -dijo, en cuanto llegaron a la cocina-. Nunca sé cómo salir de las situaciones difíciles. Y además, estoy segura de que mamá prefiere estar a solas con Joshua.
– Tienes toda la razón -contestó Mary. Levantó una mano para colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja. Realmente, su cabello parecía el de una ratita-. ¡Pobre Ratita! Si te sirve de consuelo, te diré que no eres la única que se siente atrapada.
Mamá y Joshua caminaban en la tranquila noche, con los brazos entrelazados, milagro que él consiguió, a pesar de la estatura de ambos, agarrándose más bien al hombro que al codo de su madre.
– Me alegro de que Lucy se haya ido y de haber terminado el libro -dijo ella, para empezar la conversación.
– ¡Yo también, por Dios! -contestó él, con toda franqueza.
– ¿Eres feliz, Joshua?
Cuando alguien le hacía este tipo de preguntas, él las desoía, pero ellos dos habían sido cabezas de familia juntos durante casi treinta años y el lazo que les unía era muy maduro.
– Sí y no -contestó-. Me doy cuenta de que se me están abriendo muchas posibilidades y agradezco esas oportunidades, y eso me hace feliz. Sin embargo, preveo problemas. Supongo que tengo un poco de miedo y eso me hace sentir un poco desgraciado.
– Ya se te pasará.
– ¡De eso no me cabe la menor duda!
– Eso es lo que siempre quisiste hacer. Y no me refiero a escribir un libro o a convertirte en alguien famoso, sino a la posibilidad de ocupar una posición, desde la que puedas ayudar a mucha gente. ¿Sabes una cosa? Judith es una mujer sorprendente. A mí jamás se me hubiera ocurrido la idea de que escribieras un libro, teniendo en cuenta tus dificultades para la expresión escrita.
– A mí tampoco. -La condujo hacia el parque, atravesando la carretera 78. Alrededor de las pocas luces revoloteaban enormes mariposas; los árboles, cubiertos de hojas, suspiraban con la leve brisa; el aroma de algunas flores desconocidas les envolvía; los habitantes de Holloman paseaban en la corta noche de aquel breve verano-. ¿Sabes una cosa, mamá? -siguió diciendo Joshua-. Creo que eso es lo que más me asusta. Esta tarde me sorprendí pensando en Judith como en el geniecillo de mi lámpara personal de Aladino. Cada vez que deseo algo, aparece ella con todas las respuestas.
– ¿Cómo puedes decir eso, Joshua? Todo fue una casualidad. Si no hubieras ido a Hartford para presenciar el juicio de Marcus, nunca os habríais conocido. Y ella es una persona terriblemente importante, ¿no es así?
– Sí.
– ¡Pues ya está! Ella ve y sabe tanto o más que nosotros, que estamos aquí, encerrados en Holloman. Y, probablemente, debe conocer a todas las personas que a ti te convienen.
– ¡Desde luego que sí!
– ¿Y no te parece lo más natural del mundo?
– Debería serlo, pero hay algo extraño, mamá. En cuanto yo formulo un deseo, ella lo convierte en realidad.
– La próxima vez que la veas, si es que yo no la he visto antes, ¿le podrías pedir que me concediera también a mí un deseo?
Él se detuvo bajo una farola para mirarla.
– ¿A ti? ¿Y qué es lo que tú deseas y no tienes ya?
Ella alzó hacia él su hermoso rostro, más hermoso aún cuando sonreía.
– Quiero veros juntos a ti y a Judith.
– Eso no es posible, mamá -contestó él, empezando a caminar de nuevo-. La respeto; a veces, incluso me gusta, pero no podría amarla. Verás, es que ella no necesita amor.
– No estoy nada de acuerdo contigo -contestó mamá, tozuda-. Algunas personas saben ocultar muy bien sus sentimientos, y Judith es una de esas personas. No sé por qué, pero estoy convencida de que ella es la mujer idónea para ti.
– ¡Mira, mamá! ¡Un concierto en el lago! -dijo, empezando a caminar con mayor rapidez hacia el lago ornamental, donde cuatro músicos interpretaban piezas de Mozart sobre un pontón.
Mamá se dio por vencida. No podía competir con Mozart.
Capítulo 7
El verano transcurría cada vez más caluroso, exuberante y terriblemente lánguido. Resultaba más efímero, porque la gente era cada vez más consciente de su brevedad, pero no menos caluroso. Parecía imposible que un lugar tan gélido en invierno, pudiera ser tan tropical, caluroso y húmedo en verano. Pero esa cuestión era una pregunta que los norteamericanos de los Estados del norte se hacían desde el siglo XVII. La única diferencia real entre un verano del segundo milenio y uno del tercero, estribaba en su duración, porque en la actualidad era aproximadamente cuatro semanas más corto.
En las ciudades evacuadas del norte y centrooeste, el verano pasaba casi desapercibido. Aquellos que habían realizado el arduo viaje desde el sur, durante los primeros días de abril, seguían trabajando para equilibrar su forzosa inactividad invernal. Y, siguiendo una pauta anual, que ya resultaba evidente desde hacía algunos años, en esa primavera del 2032, había regresado mucha menos gente al norte, mientras crecía el número de personas que se reubicaban permanentemente en alguna ciudad de la Zona A o de la Zona B, situadas al sur de la línea Masón Dixon, o al oeste y al sur del río Arkansas.
Cuando, veinte años atrás, se iniciara la reubicación, la gente que tenía un empleo en el norte no deseaba que éste fuera permanente. Pero las cosas habían cambiado y, en la actualidad, cada vez era más larga la lista dé los que solicitaban la reubicación permanente, mientras que el angustiado Gobierno sólo estaba en condiciones de ofrecer un limitado número de plazas. Muchos de ellos no recurrían a la ayuda gubernamental y se limitaban a vender lo que podían en el norte y a comprar algo en el sur. Pero como en el norte y en el centrooeste las propiedades no tenían prácticamente ningún valor, la mayoría no podía reubicarse de forma permanente, a menos que recibiera ayuda oficial. En esa época, se enriquecieron muchos, al mismo tiempo que desaparecían antiguas fortunas. Los constructores, organizadores de consorcios y especuladores de la tierra se hicieron ricos, mientras que los pequeños comerciantes y los profesionales del norte veían desaparecer sus dólares día a día. Los Estados más cálidos del sur luchaban desesperadamente por frenar la aparición de barrios de precarias casas, recurriendo para ello a Washington, mientras que los Estados del norte recurrían también al Gobierno central para defender los esqueletos en que se habían convertido sus ciudades, que antiguamente habían conocido una gran prosperidad. Todo ello convertía a las familias de un solo hijo en un factor de equilibrio importantísimo. Y, por extraño que pareciera, habían muchas más personas dispuestas a infringir la orden del Gobierno para permanecer en el sur todo el año, que gente dispuesta a desafiar la ley del único hijo.