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La vida en Holloman, excluyendo la zona que en otra época alojara a las comunidades de negros e hispanohablantes, volvía a la normalidad después del 28 de abril. Todavía había más casas desocupadas que ocupadas, pero en cada manzana había una o dos, cuyos tablones habían sido retirados de las ventanas, dejando que las cortinas se mecieran al viento como triunfantes banderas. En las calles se veían peatones, habían más comercios abiertos, aumentaba la frecuencia y el número de autobuses y las escasas industrias, que no habían cerrado permanentemente sus puertas, producían los siete días de la semana. La gente limpiaba la suciedad del invierno, los cines abrían sus puertas, al igual que los restaurantes, casas, de comidas, bares y puestos de helados. Por las calles aparecían algunos coches con batería de carga solar, que se movían lenta y silenciosamente como caracoles. Aquellos que tenían más prisa o que iban o venían del colegio o del trabajo, tomaban el autobús, pero los que iban al parque o al mercado o al médico viajaban en coches eléctricos. Muchos andaban por decisión propia. Probablemente, en esa época, la gente se sentía deprimida o apática, pero nunca habían estado en mejores condiciones físicas.

Sin embargo, a finales de setiembre, esa pequeña euforia que se respiraba en el aire de Holloman durante el verano, empezaba a esfumarse de nuevo. Faltaban dos meses para que se completara la reubicación y, sin embargo, el sol ya había perdido su calor. Durante esos dos meses debían empaquetar todo aquello que no necesitarían en el sur y empezar a hacer llamadas telefónicas y a hacer colas para saber cuándo y cómo se iniciaría el éxodo del invierno. Mientras el glorioso fin del verano, que en ese momento llegaba en setiembre en lugar de octubre, producía el milagro de los días calurosos y las noches frías y los árboles se teñían de tonos rojos, anaranjados, amarillos, cobrizos y purpúreos, para la gente de Holloman empezaba la obsesión de las frías noches y empezaban a cubrir las ventanas con tablones para hacer menos dura la llegada del otoño. Con las primeras nieblas llegaba la odiosa y paciente tristeza y la gente sólo anhelaba abandonar el lugar de forma definitiva. A nadie le gustaba esa vida nómada mi tener que hacer el equipaje tan frecuentemente. En realidad, era poca la gente que deseaba realmente vivir. La ola de suicidios comenzaba su escalada anual; las unidades psiquiátricas de enfermos graves del Hospital Chubb Holloman y del Hospital Católico de Holloman colmaban su capacidad y la Clínica Cristiana se veía obligada a rechazar pacientes.

La noticia más alentadora que había llegado de Washington decía que, a partir del año 2033, la reubicación temporal sería más realista y acorde con las condiciones climáticas: sólo permanecerían seis meses en el norte, desde principios de mayo hasta finales de octubre, y seis meses, en lugar de cuatro, en el sur. De todos modos, no todo el mundo podía viajar en un mismo día; un movimiento de esa envergadura exigía varias semanas y era llevado a cabo con extrema eficacia para reducir al mínimo el uso de combustibles, carbón y leña. Ningún otro país podía hacer tanto y con tanta rapidez como los Estados Unidos, cuando se empeñaban en ello. Pero esta noticia no resultaba en absoluto alentadora para gente como el alcalde D'Este de Detroit, que dedujo correctamente que ése era el principio del fin de la reubicación invernal, lo cual suponía la defunción de las ciudades del norte y del centrooeste. Los lugares de la costa oeste como Vancouver, Seattle y Portland sobrevivirían algún tiempo más, pero a la larga también ellas morirían. Aquellos que insistieran en permanecer en las ciudades malditas durante el crudo invierno, cuando la reubicación invernal fuese completa, lo cual tardaría diez años en llegar, no se verían obligados a mudarse por la fuerza, del mismo modo que no se esterilizaba a la fuerza a las mujeres que desafiaban la ley del único hijo. Simplemente no recibían ayuda ni beneficios impositivos y sociales.

– ¡Yo no quiero mudarme al sur! -exclamó mamá, cuando la familia se reunió en la sala de estar para analizar el nuevo dictamen de Washington.

– Yo tampoco -agregó el doctor Christian con un suspiro-. Pero no nos quedará más remedio, mamá. Es inevitable. Chubb se ha fijado unas metas de reubicación, que se iniciarán el año que viene y terminarán en el 2040. Hoy me llamó Margaret Kelly para contármelo. ¡Ah, por cierto!, me dijo que estaba embarazada.

Andrew se encogió de hombros.

– Bueno, si Chubb se traslada, supongo que eso significa el fin de Holloman. ¿Dónde se instalarán?

El doctor Christian se rió en silencio.

– Han comprado unas tierras en las afueras de Charleston, una extensión bastante grande.

– Bueno, nosotros todavía tenemos tiempo para pensar hacia dónde queremos ir -advirtió James-. ¡Oh, Joshua! De cualquier forma, cuando eso suceda, nos acostumbraremos y, una vez acomodados, volveremos a tener la sensación de bienestar. Uno puede tratar de convencerse de que es una situación falsa, pero eso no reduce el impacto del siguiente cataclismo, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué fue lo que provocó esta decisión? -preguntó Miriam.

– Supongo que el índice de natalidad y las cifras de población han disminuido con mayor rapidez de la que se esperaba -contestó el doctor Christian-. O…, ¿quién sabe? Tal vez mi amigo, el doctor Chasen y su computadora han decidido que éste es el momento de acabar con nuestro sentimiento de derrota y proporcionarnos una especie de venganza. Todo el fenómeno de la reubicación, si me permiten que lo denomine así, se ha llevado a cabo de forma intuitiva. Jamás había sucedido antes algo parecido, a excepción de las migraciones masivas que se produjeron en el Asia Central. La última de ellas ocurrió hace ya más de mil años. Pero estoy seguro de que ésta no es una decisión irresponsable. Así que supongo que deberemos mudarnos.

– ¡Nuestra hermosa clínica! -exclamó Miriam.

Mamá lloraba.

– ¡Yo no quiero irme! ¡No quiero irme! Por favor, Joshua, ¿no podríamos quedarnos? ¡No somos pobres, podríamos sobrevivir!

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo pasó a James, que a su vez se lo pasó a Andrew, que se inclinó para tomar el rostro de su madre con una mano y secarlo con la otra.

– Mamá -explicó el doctor Christian pacientemente-, decidimos quedarnos en Holloman, porque pensamos que los que más nos necesitarían serían los que no viajaban al sur. Pero ahora debemos ir hacia el sur porque supongo que la situación allí va a empeorar durante los primeros años de esta nueva fase. Nosotros debemos estar allí donde se nos necesite y ésa es la verdadera razón de la existencia de nuestra clínica.

Mamá pareció encogerse y se estremeció.

– Será a alguna ciudad pobre de Texas, ¿verdad?

– Todavía no lo sé, pero si me envían a varios lugares en esta gira publicitaria, quizás eso me proporcione la respuesta. De todos modos, me parece que es un buen momento para empezar a buscar.

Andrew besó los párpados de su madre y le sonrió.

– ¡Vamos, mamá, no más lágrimas y arriba esa cara!

– ¡Oh! -suspiró Martha, tan repentinamente que todo el mundo se volvió a mirarla.

– ¿Oh? -preguntó el doctor Christian, sonriéndole con una tierna expresión.