Pero ella sabía muy bien de qué clase de ternura se trataba: del amor de un padre por su hija menor o el de un hermano por su hermanita. Ella se acercó a Mary, que estaba sentada a su lado en el sofá y cuando ésta le tendió su mano, ella la agarró con fuerza.
– La… la señora Kelly -consiguió decir Martha-. ¿No les parece una buena noticia que esté embarazada?
– Sí, me parece maravilloso -contestó el doctor Christian, levantándose. Miró a su madre-. No llores a los muertos, mamá. La Ratita tiene razón, alégrate por los vivos.
Abrió la puerta central, que todavía no estaba cubierta con tablones y salió al porche, cerrándola a sus espaldas con mucha rapidez para impedir que le siguieran, lo cual indicaba que deseaba estar solo.
La noche estaba muy quieta y, a pesar del frío, no había humedad. Se apoyó sobre la barandilla helada del porche y observó la nube de humo que producía su aliento. En los últimos meses, la familia pocas veces le molestaba con sus pensamientos, pero ese día había sido una excepción. Y eso le recordó que, aunque tuviera grandes responsabilidades sobre la comunidad en general, también era responsable de esos seres queridos que estaban sentados allí. «Me estoy alejando de ellos -pensó- a medida que me acerco a las multitudes, les voy dejando atrás. ¿Por qué no podremos seguir siendo los mismos? ¿Por qué tenemos que cambiar? Ellos tienen miedo y están afligidos. Y tienen motivos para sentir ese miedo y ese dolor. Sin embargo, ya no consigo esa misma intensidad de afecto que les brindaba antes y estoy demasiado extenuado para ser con ellos tan paciente y suave como debería.»
La bestia que llevaba dentro le mordía y le arrastraba sin remordimientos. Se llevó las manos al pecho, metiéndolas debajo del jersey; tiró de su camisa y se tocó el pecho hundido, como si pretendiera localizar físicamente esa cosa que tanto le torturaba para desprenderse de ella. Cerró los ojos y pensó en la posibilidad de llorar para aliviar su dolor. Pero no hubo lágrimas.
La Maldición Divina: Nueva Propuesta para la Neurosis del Milenio quedó impreso a finales de setiembre. Un paquete que contenía varios ejemplares fue enviado al día siguiente al doctor Christian, desde la planta impresora de «Atticus», situada en Atlanta, Georgia. «Atticus» también era propietaria de una planta en el sur de California, que abastecía al sector oeste del país.
El doctor Christian descubrió que el hecho de ver su nombre en un libro maravillosamente impreso le producía una emoción extraordinaria. Jamás había experimentado una sensación tan irreal. No se trataba de la alegría prevista, porque eso hubiera implicado una sensación de realidad y ese libro no era nada realista.
Por supuesto, tendría tiempo más que suficiente para acostumbrarse a la idea de la existencia del libro antes de iniciar la gira publicitaria, porque no sería distribuido a las librerías hasta finales de octubre. Los vendedores de «Atticus» aprovecharían las semanas intermedias para presentar el libro a los libreros de todo el país, que seis semanas antes ya tendrían en su poder las pruebas de galeradas. Después de esos trámites, los ejemplares serían distribuidos a las librerías en las cantidades especificadas. Durante las semanas siguientes se repartirían ejemplares gratuitos entre los críticos literarios de televisión, radio, periódicos y revistas.
Desde el momento en que el libro llegó a la calle Oak, en Holloman, la vida empezó a adquirir un tono irreal para el doctor Christian. No se le concedió ningún período de descanso, porque al día siguiente su hermana le llamó por el interfono para comunicarle un insólito mensaje.
– Joshua, no sé si tengo en la línea a un paciente que está verdaderamente loco o si se trata de un auténtico -dijo Mary con un extraño tono de voz-. Tal vez sea mejor que le atiendas y decidas tú mismo. Dice que es el Presidente de los Estados Unidos y lo peor es que no parece un loco.
El doctor Christian levantó el auricular de su teléfono con cierta desgana.
– Habla Joshua Christian -dijo-. ¿En qué puedo servirle?
– ¡Ah, es usted! -le contestó una profunda voz de tono familiar-. Soy Tibor Reece. Por regla general, no me veo obligado a presentarme yo mismo, pero en este caso existen buenas razones para que le llame personalmente, doctor Christian.
– ¿Sí, señor Presidente? -dijo, sin saber qué otra cosa podía añadir.
– Doctor Christian, he leído su libro y me ha impresionado mucho. Sin embargo, no le he llamado personalmente para decirle eso. Tengo que pedirle un favor.
– Por supuesto, señor Presidente.
– ¿Cree que le sería posible viajar a Washington por un par de días?
– Sí, señor Presidente.
– Gracias, doctor Christian. Lamento interrumpir su trabajo y me temo que por tratarse de un asunto sumamente confidencial, me será imposible proporcionarle un medio de transporte especial o invitarle a que sea mi huésped en la Casa Blanca. Pero si está dispuesto a llegar a Washington por sus propios medios, le haré reservar una habitación en el «Hotel Hay Adams». Es confortable y está cerca de la Casa Blanca. ¿Podrá disculparme por todos estos inconvenientes, doctor Christian?
– Por supuesto, señor Presidente.
En el otro extremo de la línea se oyó un fuerte suspiro de alivio.
– Me pondré en contacto con usted en el «Hay Adams», digamos… el sábado. ¿Le parece bien?
– Me parece perfecto, señor Presidente -dijo, preguntándose si sería necesario que continuara diciendo «señor Presidente» o si ocasionalmente podría decir «señor» a secas. El doctor Christian decidió que cuando se encontrara con el Presidente, se arriesgaría a ese ocasional «señor». De otra forma, no podría evitar que su comportamiento fuera totalmente protocolario.
– Muchísimas gracias, doctor Christian. ¿Puedo pedirle otro favor?
– Por supuesto, señor -contestó valientemente el doctor Christian.
– Le agradecería muchísimo que no divulgara este asunto. Será hasta el sábado entonces.
– Hasta el sábado, señor Presidente -dijo, pensando que no tenía sentido abusar de ese «señor» a secas.
– Gracias de nuevo. Adiós.
El doctor Christian se quedó como petrificado mirando el auricular que aún tenía en la mano. Después se encogió de hombros y lo colgó.
Mary llamó por el interfono.
– ¿Joshua? ¿Todo va bien?
– Perfectamente, gracias.
– ¿Quién era?
– ¿Estás sola, Mary?
– Sí.
– Era realmente el Presidente. Tengo que ir a Washington, pero él no quiere que se entere nadie -suspiró el doctor Christian-. Hoy es jueves y debo estar allí el sábado, por la mañana, probablemente. Pero como el asunto es muy confidencial, esta vez no tendré prioridad para sacar el pasaje. ¿Crees que podrás conseguirme una plaza en el tren de mañana?
– Creo que sí. ¿Te gustaría que te acompañara?
– ¡No, por Dios! Me puedo arreglar perfectamente bien solo. Pero supongo que no debo decir nada al resto de la familia. ¿Qué excusa puedo darles que explique un viaje tan apresurado a Washington?
– No me parece tan difícil -contestó Mary secamente-. Diles que vas a ver a la doctora Carriol.
– ¿Por qué no se me habrá ocurrido eso antes? ¡Qué gatita astuta eres!
– No soy nada astuta; ¡lo que pasa, Joshua Christian, es que algunas veces tú eres tonto! -Y cerró el interfono con tanta fuerza que el aparato emitió un chillido ensordecedor.
– ¡Vaya! Sin duda, he cometido un error, pero me gustaría saber cuál -murmuró él.
A pesar de que el Presidente no había podido invitar al doctor Christian para que se alojara en la Casa Blanca, el hotel en el que le reservaron una habitación era muy agradable y cuando el doctor Christian presentó su tarjeta de crédito para pagar le dijeron que la cuenta ya había sido abonada. Tras consultar un plano en la ciudad, Joshua hizo a pie el trayecto entre la estación y el hotel, donde encontró un mensaje del Presidente, antes del mediodía del sábado.