El mensaje se repitió alrededor de las dos de la tarde, y el tono de voz del Presidente hizo pensar al doctor que no era la primera vez que intentaba comunicarse con él. Sin embargo, no le hizo ningún reproche y se mostró simplemente encantado de que el doctor Christian hubiese llegado.
– Enviaré un coche a buscarle a las cuatro -informó Tibor Reece y cortó la comunicación con tanta rapidez que el doctor no tuvo tiempo de decirle que no tendría inconveniente en hacer el trayecto a pie.
Tampoco tuvo demasiado tiempo de inspeccionar la Casa Blanca, porque un sirviente le condujo rápidamente a través de varios pasillos hasta llegar a lo que parecía ser la sala de estar. Al pensar en ello retrospectivamente, el doctor Christian sintió una ligera desilusión. La mansión presidencial no podía compararse en belleza o elegancia a ninguno de los palacios europeos; ni siquiera a los castillos privados, que había conocido a través de vídeos en su época de estudiante. En realidad, el lugar le produjo una sensación de tristeza. Tal vez la frecuencia con que cambiaba de habitantes y los dispares gustos de las primeras damas impedían que el lugar adquiriera belleza o elegancia. Según su humilde opinión, no había una sola habitación que pudiera compararse con la planta baja de su casa de la calle Oak.
El presidente Tibor Reece y el doctor Joshua Christian se parecían muchísimo; ambos se dieron cuenta de eso en cuanto se vieron. Sus ojos se encontraron a la misma altura, un hecho poco habitual y agradable. Sus manos, de largos dedos, se estrecharon en un firme apretón.
A pesar de que la piel de sus manos era suave, eran manos de trabajadores.
– Casi podríamos ser hermanos -afirmó Tibor Reece, señalando un sillón, para que su invitado tomara asiento-. Siéntese, por favor, doctor.
El doctor Christian se sentó, sin hacer ningún comentario sobre la frase del Presidente. Rechazó una copa, aceptó una taza de café y permaneció en silencio hasta que se la sirvieron. No se sentía incómodo, lo cual alivió al Presidente, que a menudo se veía obligado a esforzarse excesivamente para tranquilizar a sus invitados.
– Por lo visto, usted no bebe, doctor.
– Sólo un buen coñac después de las comidas, señor Presidente. Pero no creo que eso sea un hábito de bebedor. En casa adquirimos esa costumbre para entrar en calor antes de irnos a la cama.
El Presidente sonrió.
– No necesita disculparse, doctor. Me parece una costumbre sumamente civilizada.
A los pocos minutos se había establecido entre ambos una cómoda y respetuosa afinidad, más propiciada por los frecuentes silencios que por la chachara intranscendente que imponían las buenas costumbres. Finalmente, el Presidente lanzó un suspiro y depositó su taza sobre la mesa.
– Corren tiempos difíciles, ¿no es así, doctor Christian?
– Sí, señor, yo diría que sí.
Tibor Reece permaneció en silencio durante algunos instantes con el entrecejo fruncido y la mirada clavada en sus manos entrelazadas. Después se encogió levemente de hombros y alzó la mirada.
– Doctor Christian, tengo un problema personal importante y espero que pueda ayudarme. Después de leer su libro estoy convencido de que podrá hacerlo.
El doctor Christian se limitó a asentir sin decir nada.
– Mi mujer está muy angustiada. En realidad, yo diría que es un clásico ejemplo de la neurosis del milenio; la causa de todos sus problemas es la época que nos ha tocado vivir.
– Si está muy angustiada, señor, tal vez se trate de algo más grave que una simple neurosis. Se lo digo porque no puedo permitir que crea que yo puedo curar cualquier cosa. No soy más que un hombre.
– De acuerdo.
El Presidente inició su relato y, a pesar de que su historia se hacía cada vez más desgarradora y humillante, no se detuvo una sola vez para recordarle al doctor Christian que el asunto era confidencial. Y, en el caso de que hubiera juzgado mal a su interlocutor, estaba corriendo un peligroso riesgo. Pero no estaba confiando enteramente en su propio juicio, ya que la doctora Carriol había investigado a fondo a ese hombre, y en ningún momento había descubierto en él una tendencia a traicionar la confianza de sus pacientes o a faltar a sus principios.
Tibor Reece estaba desesperado. No existían prácticamente relaciones conyugales en su hogar y con su hija no se llevaba demasiado bien. Carecía de los cuidados que necesitaba. Su esposa se preocupaba cada vez más por su propia persona. La posibilidad de un escándalo nacional era una amenaza que se cernía sobre él desde hacía tanto tiempo, que ya no le preocupaba tanto como los aspectos puramente personales del problema. Era evidente que lo que realmente deseaba era que su mujer sanará y no que se tranquilizara, simplemente para aliviar su temor.
– ¿Qué es lo que quiere concretamente que yo haga? -preguntó el doctor Christian, cuando el Presidente hubo finalizado toda su explicación.
– No lo sé; francamente, no lo sé. Por ahora, le sugiero que se quede usted a cenar, si usted quiere. Julia siempre está en casa los sábados y los domingos por la noche. -Esbozó una triste sonrisa-. En esta ciudad, sólo hay vida entre semana; los fines de semana, todo el mundo, incluso los amigos de Julia, se van de aquí.
– Me quedaré a cenar con mucho gusto -aceptó el doctor Christian.
– Ella le tomará simpatía inmediatamente, doctor. Siempre le sucede cuando ve una cara masculina nueva. Y, además, usted se parece un poco a mí. -Lanzó una carcajada, que parecía poco habitual en él-. ¡Desde luego, eso puede provocar su antipatía a primera vista! Aunque, en el fondo, lo dudo, porque no suele ser ésa su actitud por lo general. Haré que me llamen en cuanto terminemos de comer el primer plato, para que usted tenga oportunidad de hablar con ella y volveré aproximadamente media hora después. -Miró su reloj-. ¡Dios mío! ¡Ya son más de las cinco! Mi hija y yo nos encontramos aquí cada día hacia las cinco y media.
En ese mismo instante entró la niña, escoltada por una mujer que vestía el uniforme de una niñera inglesa. La mujer se inclinó con gran dignidad ante el Presidente y salió, cerrando la puerta firmemente a sus espaldas. La niña era demasiado alta y demasiado delgada, con las mejillas hundidas igual que su padre, pero se parecía demasiado a él para ser atractiva, aunque el paso del tiempo y algunas clases de gimnasia o baile hubieran podido mejorar su porte y su figura. También se llamaba Julia, pero su padre la llamaba Julie; tenía unos doce o trece años y, probablemente, se quedaría estancada en la pubertad con su metro ochenta de estatura.
Se comportaba con total inmadurez y actuaba como una niña de dos años. Su padre la condujo de la mano hasta un sillón, se sentó y la instaló sobre sus rodillas y ella empezó a jugar con su corbata, mientras canturreaba con voz desafinada. Parecía ignorar la presencia del doctor Christian, que les estaba observando. Sin embargo, de vez en cuando, le miraba de soslayo, y era una mirada furtiva, intencionada y calculadora, dirigida por un par de ojos decididamente inteligentes. La primera vez que el doctor Christian percibió esa mirada le costó dar crédito a lo que estaba viendo, pero se las ingenió para poder mirarla sin que ella se diera cuenta, entrecerrando los ojos, o simulando que miraba hacia otro lado, porque cuando sus miradas se encontraban, esa luz de inteligencia desaparecía del rostro de Julie. Después de interpretar esa comedia durante varios minutos, el doctor Christian empezó a preguntarse si la niña no sería un caso de autismo.
Porque, decididamente, más que retardada, parecía psicótica. Hacía ya bastante tiempo que él había llegado a la conclusión de que la gente rica y famosa socialmente estaba peor atendida médicamente que la gente más pobre. Y se preguntó si la habrían analizado a fondo, sometiéndola a los tests necesarios. Sintió un deseo repentino de ponerla dos días en manos de Martha, ya que no existía persona en el mundo que hiciera los tests mejor que ella.