A ningún hombre le gusta que un desconocido le diga que se ha construido una cama de clavos con sus propias manos, pero Tibor Reece era un auténtico caballero con un gran sentido de la justicia. Así que se tragó lo que acababa de oír, no sin cierta dificultad.
– Comprendo. ¿Y no cree usted que si ella leyera su libro…?
El doctor Christian lanzó una carcajada.
– Tengo la ligera impresión, señor, de que si usted le ofreciera mi libro, ella se lo arrojaría por la cabeza. Creo que debo decirle que, mientras usted estuvo fuera, tuvimos algunas diferencias. Le dije exactamente lo que pensaba de ella, no explícitamente, pero sí con la suficiente claridad. Y la experiencia no le gustó nada.
El Presidente suspiró.
– Bueno, entonces no queda nada más que decir. Esas cosas nunca tienen fácil solución, ¿verdad?
– No -contestó el doctor Christian con suavidad.
– Yo había depositado todas mis esperanzas en usted.
– Me lo temía. Realmente, lo siento muchísimo, señor.
– ¡No es culpa suya, doctor Christian! Sé perfectamente que la culpa es mía, pero sentía tanta lástima por ella y me sentía tan culpable… ¡En fin, será mejor no preocuparse demasiado! Como bien dicen, la vida sigue igual. Sírvase otro coñac, por favor. No es malo, ¿verdad?
– Es excelente, gracias.
De repente, el Presidente miró a su alrededor con un aire alegre y conspirador. En aquel momento, parecía capaz de cometer un acto ilícito.
– Este cargo que ocupo, doctor Christian, tiene algunas particularidades; una de ellas es que si quiero evitarme problemas, es mejor que fume dentro de mi casa. No le preguntaré si se opone, porque fumaré de todas maneras, pero, ¿le gustaría acompañarme?
– Señor -contestó el doctor Christian-, en respuesta a su pregunta, no puedo menos que citar una frase de Kipling, que conozco de memoria: «Una mujer no es más que una mujer, pero un buen cigarro es un placer.»
Tibor Reece se estremeció de risa.
– ¡Oh, Dios mío! Desde luego, que la cita es apropiada para las circunstancias -exclamó, mientras iba en busca de los cigarros.
Al tercer «Hennessy», se habían desinhibido bastante y estaban cómodamente instalados en sus sillones, arrojando nubes de humo hacia el techo con gran deleite.
En ese momento, el doctor Christian reunió el coraje suficiente para decir lo único que se había callado.
– Señor Presidente, tengo que hablarle acerca de su hija.
De repente, Tibor Reece adquirió el aire de un hombre muy cansado.
– ¿Qué pasa con ella?
– Que no creo que se trate de un simple caso de retraso mental.
– ¿No?
– No. Me dio la impresión de que tal vez sea sumamente inteligente, pero que, o bien ha sido violentamente traumatizada, o tal vez sea psicótica. Es difícil decirlo después de haberla observado tan breve tiempo.
– Pero, ¿qué está diciendo usted? -preguntó el Presidente con una voz llena de dolor-. Espero que no sea usted una de esas personas que quitan con una mano y dan con la otra. ¡Dios mío! ¡Puedo soportar la verdad con respecto a Julia, pero le ruego que no manosee el caso de mi hija!
– Le estoy hablando con absoluta seriedad, señor. Me resulta imposible ayudar a su esposa, pero ¿quién ha tratado a la niña? ¿Qué pruebas tiene de que es realmente retrasada? ¿Fue difícil el parto? ¿Tomó la madre alguna droga durante el embarazo o existe algún antecedente clínico familiar?
La expresión del Presidente permaneció inescrutable durante algunos instantes.
– Todo fue normal durante el embarazo y el nacimiento. Y puedo asegurarle que en mi familia no hay antecedentes. La verdad es que yo dejé este caso enteramente en manos de Julia. Ella insistió desde el principio en que Julie no era normal, y por eso estaba tan desesperada por tener otro hijo.
– Señor, ¿podrá perdonarme por haberle fallado con su esposa y concederme un gran favor?
¿Qué?
– Déjeme hacerle una serie de pruebas a Julie.
El sentido de la justicia del Presidente se puso inmediatamente en evidencia.
– ¡Por supuesto que se lo permito! Porque, en definitiva, ¿qué puedo perder con eso? -Respiró hondo-. ¿Qué es lo que espera encontrar?
– Por desgracia, señor, nada demasiado consolador. Sospecho que su hija es autista. Si fuera así, las cosas no serían más fáciles para usted, por lo menos al principio. Y un diagnóstico de este tipo tampoco suavizaría la antipatía que su esposa demuestra por la niña. Pero existiría un potencial cerebral, lo cual no existe en los retrasados mentales. Actualmente, a largo plazo, los resultados del tratamiento del autismo y de otras clases de psicosis son muy buenos. Mas lo único que pretendo es que le hagan los tests correctamente. Quizá me equivoque y sea realmente retrasada. Los tests confirmarán todas nuestras dudas.
– La enviaré a su clínica cuando usted quiera.
El doctor Christian sacudió la cabeza vigorosamente.
– ¡No, señor! Si no le importa, preferiría que mi cuñada Martha viajara a Washington por un par de días, de forma que los tests puedan hacerse con la mayor discreción, sin que nadie sepa que yo estoy involucrado. No tengo la menor intención de inmiscuirme en la enfermedad de la hija del Presidente. En realidad, no pienso hacerlo. Si el resultado de los tests indica que Julie necesita un tratamiento, le proporcionaré los nombres de algunos especialistas sumamente competentes.
– ¿Y no cree que sería mejor que la tratara usted mismo?
– No puedo, señor. Yo soy psicólogo clínico, lo cual actualmente significa que tengo mucho que ver con los psiquiatras, pero me he especializado en neurosis y, decididamente, su hija no es una neurótica.
El Presidente acompañó personalmente al doctor Christian hasta su coche y se despidió de él con un afectuoso apretón de manos.
– Gracias por haber venido.
– Lamento no haber podido ayudarle.
– En realidad, me ha sido de una gran ayuda y no me refiero a mi hija. La compañía de un hombre bondadoso y sensible que no piense únicamente en sí mismo, es una excepción en mi vida y ha convertido esta noche en una ocasión memorable. Le deseo mucha suerte con su libro. Creo sinceramente que es magnífico.
El Presidente permaneció en el porche hasta que las luces traseras del coche se perdieron tras una curva. Así que ése era el Mesías que la doctora Judith Carriol había fabricado para cicatrizar las heridas de la generación perdida del tercer milenio. Honestamente, no podía decir que ese hombre le hubiera entusiasmado locamente; ni siquiera había percibido el tan mentado carisma. Sin embargo, tenía algo, una amabilidad, una bondad, un desinteresado cariño por el prójimo. Era un hombre cabal y valiente. ¡Le sobraba valentía! Trató de imaginar esa especie de enfrentamiento que debió producirse entre su mujer y ese hombre, tan poco dispuesto a hacer concesiones y sonrió. Pero su sonrisa desapareció en seguida, al pensar de nuevo qué debía hacer con Julia. Sólo faltaban dos meses para las elecciones, de modo que, de momento, no podía hacer nada. Desde luego, no sería el primer Presidente divorciado y a finales del siglo xx hubo incluso uno que sobrevivió a un divorcio, cuando ya estaba instalado en la Casa Blanca y fue reelegido, a pesar de ello. Por supuesto, el viejo Gus Rome no había cometido ningún error en su vida matrimonial, que transcurrió felizmente durante sesenta años. El Presidente sonrió para sus adentros. «¡Viejo zorro!», pensó. Decían que al cumplir veinte años, llegó a Washington y examinó cuidadosamente a todas las esposas de la ciudad y eligió a Olivia, la mujer del senador Black, por su belleza, su inteligencia, su capacidad organizadora y su gusto por la vida pública. Se la robó sencillamente al senador. Y el matrimonio dio resultado, a pesar de que ella le llevaba trece años. Fue la mejor Primera Dama que el país conoció jamás. Pero, en familia, era realmente insoportable. A pesar de todo, él jamás la oyó quejarse del viejo Gus. El león público estaba muy satisfecho de ser un ratón en privado. El se sintió tan perdido cuando ella murió, que, al finalizar el funeral, abandonó Washington para recluirse en su casa de Iowa y murió dos meses después.