El veloz aparato se detuvo en Washington para recoger a la doctora Carriol.
Al verla, él se mostró infinitamente alegre. Por supuesto, su madre quería acompañarle; James, también se había ofrecido valientemente, pero como debía alejarse por espacio de diez semanas, no era posible prescindir de ellos en la clínica. Mary también ofreció sus servicios, que fueron rechazados por idéntico motivo. Él tenía la esperanza de que Lucy Greco, o Elliot MacKenzie o la directora de publicidad le acompañarían a Atlanta. Subir sólo al helicóptero le impresionó un poco.
Nunca había volado antes. Cuando tuvo la edad suficiente para desear volar, los aviones sólo se utilizaban en ocasiones de considerable importancia y los billetes eran reservados siempre a personas que por su cargo gozaban de prioridad especial. La gente se desplazaba en trenes o autobuses atestados de gente, de ciudad en ciudad, de estado en estado o de una frontera a la otra.
– ¡Oh, Judith! ¡Esto es un milagro! -exclamó, apretándole la mano que ella le tendió, mientras se instalaba en la otra mitad del asiento trasero.
– Bueno, pensé que te resultaría agradable ver una cara amiga. Me deben unos días de vacaciones y Elliot me dijo que podía actuar como escolta oficial y amiga extraoficial. Espero que no te disguste que te acompañe.
– ¡Pero si estoy encantado!
– Esta noche te presentas en el programa de Bob Smith, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Lo has visto alguna vez?
– No, nunca. Anoche pensaba verlo, pero Andrew me aconsejó que no lo hiciera. Él se ha dedicado a ver todos los programas de la lista que «Atticus» me envió, por lo menos, las que alcanzamos a sintonizar. Me dijo que lo mejor sería que me presentara y actuara con naturalidad.
– ¿Y siempre sigues sus consejos?
– Cuando Andrew aconseja, lo cual no sucede a menudo, conviene hacerle caso.
– ¿Estás nervioso?
– No. ¿Debería estarlo?
– No, será pan comido, Joshua.
– Lo más importante es que ésta es una oportunidad de llegar a la gente. Espero que Bob Smith haya leído el libro.
– En cambio, yo espero que no lo haya leído -contestó Judith, que sabía que así era-. ¡Debes explicarle tú mismo a Bob Smith lo que es la neurosis del milenio! No hay nada más aburrido que escuchar a dos personas que se conocen de memoria las preguntas y las respuestas, porque dan muchas cosas por sabidas y toman atajos en el diálogo.
– Tienes razón. No se me había ocurrido pensar en eso.
– ¡Muy bien! -Judith entrelazó sus dedos con los de Joshua y se volvió para sonreírle-. ¡Oh, Joshua! ¡Estoy tan contenta de volver a verte!
Joshua no contestó y reclinó la cabeza contra el respaldo del asiento; cerró los ojos para gozar de la extraordinaria sensación de atravesar el espacio como un proyectil.
Los programas de entrevistas serias formaban parte del pasado, así como las comedias dramáticas, a menos que se tratara de una comedia musical, de una obra clásica o de una obra histórica. Shakespeare y Moliere estaban muy de moda. Los programas de Benjamín Steinfeld y Dominic d'Este sólo eran serios porque discutían temas de actualidad, pero, en realidad, siempre se hacía de tal manera que no provocara demasiadas emociones en sus oyentes. Se diría que el principal objetivo de los medios de comunicación de masas era crear el menor número posible de traumas y sofocar al máximo la sensación de angustia vital. El ejemplo más claro era la televisión, que no cesaba de ofrecer bailes, risas y canciones.
Esta noche con Bob Smith comenzaba a las nueve y duraba dos horas y, después de quince años de emisión, todavía conseguía mantener embelesado al público. Aparecía en pantalla ese rostro pillo, pecoso y feliz, de cabello rojizo, sonriendo de oreja a oreja y empezaba el programa con una serie de entrevistas, canciones, bailes y más entrevistas.
El esquema del programa se remontaba a muchos años antes del nacimiento de Bob Smith, un animador espontáneo, ingenioso y de aspecto atractivo. Se abría con un monólogo, la primera entrevista, número de canto o baile, segunda entrevista, más baile, cuarta entrevista y así sucesivamente.
Generalmente, aparecían entre cuatro y ocho invitados. El número dependía únicamente de la repercusión que, según Bob Smith, tendría el invitado con el público presente en el estudio. Era un maestro en el arte de cortar los largos discursos de los entrevistados y tenía derecho a posponer a los que esperaran, si consideraba que merecía la pena invertir más tiempo del previsto en alguno de ellos.
En realidad, no se llamaba Bob Smith, sino Guy Pisano y debía su rubio rostro a algún antepasado visigodo, que en el siglo xix marchó a través del paso del Brennero hacia el sur, para llegar a Calabria. La emisora le escogió ese nombre, porque Bob era el nombre masculino más popular y Smith, el apellido más común y, además, era un nombre sin connotaciones raciales o religiosas. Manning Croft, su ayudante, cuyo verdadero nombre era Otis Green era un individuo atractivo, negro, que vestía con un gusto exquisito; era una versión modernizada de Rochester o Benson. Conocía su lugar en el programa de Bob Smith y jamás intentaba traspasar sus límites, aunque interiormente soñaba con poder dirigir su propio, show.
Andrew tenía razón cuando aconsejó al doctor Christian que no viera el programa, porque, de haberlo visto, tal vez hubiera cancelado su gira publicitaria para seguir practicando tranquilamente su profesión en Holloman, confiando en que las palabras escritas por él con la ayuda de Lucy Greco, llegarían a las manos de aquellos a quienes tanto deseaba ayudar. Pero, desde otro punto de vista y teniendo en cuenta lo que realmente sucedió, también podía decirse que el consejo de Andrew era erróneo. En todo caso, ignorando lo que le esperaba, se dirigió con la doctora Judith Carriol, en una larga limusina negra, del helipuerto a los estudios de la «NBC», situados en una plaza inmensa, que alberga también los edificios de la «CBS», de la «ABC», de «Metromedia» y de «PBS».
El estudio para el programa ocupaba dos pisos y se erguía en el lado norte del edificio de la «NBC». El doctor Christian fue recibido respetuosamente en el vestíbulo de la planta baja por una jovencita, que le explicó que era una de las quince asistentes de producción del programa. Mientras subía el ascensor con los doctores hasta el piso trece, ensayó cuidadosamente las frases que llevaba escritas en su cuaderno, algunas de las cuales llegaron a oídos de sus invitados.
Finalmente, una hora antes del inicio del programa, el doctor Christian fue instalado con la doctora Carriol en la sala verde. Con el tiempo, el doctor Christian llegaría a ser un experto conocedor de las salas verdes y consideraría la de Bob Smith como la más cómoda y agradable de todas. Los sillones, comprados en «Widdicomb», eran amplios y confortables, las mesitas lucían jarrones repletos de flores recién cortadas y había seis gigantescos monitores de vídeo, instalados de tal forma que todos los presentes podían observar alguno con claridad. Contra una pequeña pared de espejos, había una minicafetería, atendida por una jovencita. El doctor Christian sólo aceptó una taza de café, se dejó caer en el primer sillón que encontró y observó el lugar con el lógico interés de un decorador o un diseñador de interiores.
– ¿Por qué tendré la sensación de que en este lugar tengo que hablar en susurros? -le preguntó a la doctora Carriol con una sonrisa, que no pudo contener.
– Porque esto es una especie de santuario -contestó ella, devolviéndole la sonrisa.
– Desde luego. -Volvió a mirar a su alrededor-. Aparte de nosotros, aquí no hay nadie más.
– Tú eres el primer invitado y siempre citan a los invitados una hora antes de que deban aparecer. Así que pronto llegarán.
Y así fue. Al doctor Christian le resultó sumamente interesante observar a los demás invitados. Todos llegaban con acompañantes y era difícil ver a los más famosos, por la repentina curiosidad que se había apoderado de los presentes. Se conocían muy bien a sí mismos y estaban más impresionados por su propio estrellato que cualquiera que les observara desde su casa. Los distintos grupos no conversaban entre sí; cada invitado se mantenía a una cierta distancia de los demás y sólo hablaba con sus acompañantes. Pero los ojos de todos miraban a su alrededor, examinando; aguzaban los oídos para escuchar las conversaciones ajenas; alzaban sus manos y se agitaban inquietos, como si desearan tener algo útil que hacer. Era como si todos tuvieran al mismo tiempo una sensación de culpa y de privilegio, mezclado con una inevitable dosis de terror. El doctor Christian llegó a la conclusión de que esa experiencia era de una colosal importancia para toda esa gente.