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Media hora antes del comienzo del programa, llegó otra joven asistente de producción para conducir al doctor Christian a la sala de maquillaje. Él la siguió dócilmente y la doctora Carriol se sentía absolutamente a sus anchas, hasta el punto de que hacía sentir levemente incómodos al resto de los presentes en la habitación.

En la sala de maquillaje, tuvo la sensación de estar sentado en el sillón del dentista, mientras un individuo de aspecto taciturno murmuraba algo sobre las pieles oscuras y los poros abiertos y procedía a ocultar esos desagradables defectos.

– ¡Pan de jenjibre! -exclamó de repente el doctor Christian.

El maquillador se detuvo y le miró por el espejo, como si acabara de darse cuenta de que era un ser humano.

– ¿Pan de jengibre? -repitió.

– Estaba pensando en mí mismo como en un lirio, pero eso es completamente ridículo -explicó el doctor Christian-. Jamás seré un lirio, trabajo demasiado. Pero tal vez pueda parecerme al pan de jengibre.

El maquillador se encogió de hombros y, sin mostrar más interés en la conversación, terminó de maquillar con gran habilidad a ese invitado tan indiscreto.

– ¡Ya está listo, doctor! -anunció, quitándole la bata de maquillaje, como si se tratara de un mago.

El doctor Christian se contempló en el espejo con expresión irónica. Parecía diez años menor, tenía la piel tersa, las ojeras habían desaparecido y, misteriosamente, sus ojos parecían más grandes.

– ¡Se diría que tengo treinta años en lugar de cuarenta! Gracias, señor -murmuró, antes de empezar a recorrer de nuevo los interminables pasillos, guiado por una tercera asistente de producción.

– Hace años que no me divertía tanto -le confió a la doctora Carriol antes de dejarse caer nuevamente en su sillón-. Todo esto es como una revelación.

Ella le estudió con aire de aprobación.

– ¡Decididamente, te han rejuvenecido!

Y allí terminó toda la conversación. Durante la ausencia de Joshua, el desierto estudio se había ido llenando de público que, animado por Manning Croft, reía cada vez más fuerte.

Pero Joshua no llegó a ver a Bob Smith, porque cuando las primeras notas anunciaron el comienzo del programa, llegó otra joven asistente a la sala verde, que venía a buscarle.

Entre rápidos susurros, le situaron frente a un pesado cortinaje de seda.

– Espere aquí hasta que le hagamos una señal; entonces suba al escenario, deténgase, sonría al público con una gran sonrisa, por favor, y después acérquese al estrado. Bob se pondrá de pie para estrecharle la mano y usted se sentará en la silla a su derecha. Cuando anuncien al siguiente entrevistado, usted se levantará y se sentará en el extremo más cercano al sofá y, cada vez que aparezca un nuevo invitado, irá corriéndose hacia el otro extremo, ¿ha comprendido?

– ¡Comprendido! -exclamó él alegremente, pero en un tono demasiado alto.

– ¡Ssshhh!

– ¡Perdón!

El diálogo preliminar que sostuvieron Manning Croft y Bob Smith terminó entre risitas del público y Bob Smith se adelantó hacia el centro del inmenso y reluciente escenario, situándose entre el cortinaje de seda y el estrado desierto, tapizado de un negro brillante, que resplandecía a la luz de los focos del estudio.

El doctor Christian no oyó el monólogo, porque en ese momento se le acercó un individuo, que se le presentó como productor del programa y le agarró fuertemente del brazo.

– Es un placer y un privilegio que nos haya concedido esta entrevista en exclusiva, doctor Christian -susurró-. ¿Ha participado usted alguna vez en algún programa de televisión?

El doctor Christian le contestó que no y el productor le tranquilizó en voz baja, explicándole que todo iría bien y que simplemente debía prestar toda su atención a Bob e ignorar a las cámaras por completo.

El monólogo llegaba a su fin y el público estaba a la expectativa. El productor, que seguía agarrando su brazo con fuerza, se puso tenso.

– Conteste con inteligencia, con gracia e ingenio… y haga quedar bien a Bob -aconsejó el productor, empujándole hacia el escenario.

Después de haber dado el primer paso, recordó que debía detenerse para sonreír al público; después recorrió el largo trayecto hasta el estrado. Bob Smith se puso en pie y se inclinó para estrechar su mano y le dio la bienvenida al programa con una amplia sonrisa. El doctor Christian se sentó, girando el cuerpo para poder mirar la jovial expresión del conductor del programa, preguntándose por qué no les permitirían instalarse frente a frente, ya que resultaba muy incómodo tener que estar torcido todo el tiempo.

Bob Smith alzó un ejemplar de La Maldición Divina. El departamento artístico de «Atticus» había diseñado una maravillosa cubierta blanca con letras rojas, atravesadas por un rayo plateado, de derecha a izquierda. El libro apareció en primer plano, dramático y expresivo.

Bob Smith no se sentía nada satisfecho, aunque no lo demostró, ni siquiera ante su entrevistado, que era la causa de su descontento. Un tema serio, un invitado serio y doctoral y toda una serie de graves implicaciones llenaban ese día su programa. Sus objeciones, perfectamente válidas hasta ese momento, no habían sido nunca desatendidas por los directivos de la emisora. Pero esa vez protestó en vano, arguyendo que la presencia del doctor Christian iba en contra de toda la filosofía del programa; que todo el país cambiaría de canal a los cinco minutos de haberle escuchado y que ése sería el peor fracaso en la historia de su programa. Ante sus protestas, el productor se limitó a asentir, informándole simplemente que el doctor Christian debía aparecer contra viento y marea y que no tendría más remedio que afrontar la situación de la mejor manera posible.

Al final de su monólogo, ya había advertido al público de que iba a presentar a un libro y a su autor y que, aunque ambos estaban un poco lejos de la línea habitual del programa, él presentía que eran tan importantes que tenía el deber de colaborar para que todo el país fijara su atención en ellos. Terminó mirando a la cámara con gran seriedad, advirtiéndoles que prestaran gran atención, mientras el clima se cargaba de una gran expectativa.

Esperó a que el doctor Christian se sentara en esa inadecuada silla para los invitados y, alzando el libro, se volvió hacia el doctor Christian.

– Doctor Christian, ¿qué es la neurosis del milenio? -preguntó, sintiéndose absolutamente absurdo.

El doctor Christian tampoco se comportó como un invitado habitual ni le facilitó la tarea al conductor del programa, ni siquiera centró en él su atención. Fijó su mirada en algún punto de la cámara que colgaba sobre el escenario. Alzó la cabeza y entrelazó las manos, cruzando las piernas.

– Yo nací en el amanecer del tercer milenio -explicó-, cuatro días antes del año 2000. Mis padres tuvieron cuatro hijos, de los cuales yo soy el mayor. Entre cada uno de nosotros no hay más que un año de diferencia. Cuando nació Andrew, mi hermano menor, nuestro padre murió congelado en su coche en una carretera, al norte de Nueva York. Se dirigía allí para visitar a un paciente. Era un médico muy poco ortodoxo, pero empezaba a ser bastante respetado. Murió en enero del año 2004, pero no lo desenterraron de la nieve hasta el mes de abril del mismo año. Fue uno de los miles que murieron en esa tormenta, en ese mismo tramo de la carretera. Fue el peor invierno en la historia del país. Se nos había acabado el petróleo, los piares se congelaban y no teníamos la suficiente cantidad de rompehielos para mantener limpios los puertos y las rutas marítimas. Tampoco podíamos limpiar las carreteras ni las vías de ferrocarril y, entre enero y abril, las nevadas eran tan constantes, que la mayoría de los aviones no podían despegar. El resultado fue que, a lo ancho del país, por encima del paralelo cuarenta, la gente murió. Ese invierno del año 2004, sufrimos uno de los primeros impactos que nos devastaron.