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– Sí, pero, dada la escasez de posibilidades de ganar el sorteo y la severidad del test económico, es lógico que para ellas la OSH sea la culpa personificada.

El doctor Christian hubiera seguido exponiendo -no era la primera vez- sus opiniones sobre el tema, pero mamá se levantó rápidamente, ansiosa por intervenir directamente. A excepción de las habituales conversaciones nocturnas, el único contacto que mantenía con la clínica tenía lugar durante las visitas guiadas en la planta baja del 1.047, organizadas por el doctor Christian, que estaba ansioso por que sus nuevos pacientes aprendieran lo que podía hacerse en una casa sin luz natural ni calefacción y en la que durante los largos meses de invierno casi no se renovaba el aire.

– ¡La OSH es inhumana! -exclamó mamá, al borde de las lágrimas-. ¿Qué saben esos malditos funcionarios de Washington sobre las necesidades de las mujeres?

– Pero mamá, ¿cómo puedes decir esas cosas? -preguntó irritado el doctor Christian-. Por el amor de Dios, ¿de veras crees que no lo saben? Y además, ¿por qué presupones que son hombres? Y aunque lo fuesen, ¿crees que un hombre siente menos pena que una mujer al no poder tener un hijo? Acaso crees que tengo la clínica llena de pacientes del sexo femenino. ¿Lo crees? ¡Mamá, en la casa de al lado hay un cincuenta por ciento de hombres y otro cincuenta por ciento de mujeres! Y protestar contra el destino no soluciona las cosas. La Oficina del Segundo Hijo fue un regalo que nos endosaron por haber firmado pacíficamente el Tratado de Delhi y, en mi opinión, la OSH ha resultado ser la peor lacra de esta década miserable y humillante.

Y tú, mamá, deberías recordar esa época mucho mejor que yo, pues tú eras ya una mujer hecha y yo no era más que un niño.

– ¡Augusto Rom nos vendió! -afirmó ella con los dientes apretados.

– ¡No, mamá, nosotros mismos nos vendimos! Cuando uno oye hablar a la gente de tu generación, juraría que el problema nos cayó encima surgiendo de la nada. Y no es cierto, porque hace mucho tiempo que nosotros sembramos la semilla de Gus Rome y del Tratado de Delhi, hace noventa años, cuando nuestra población era de ciento cincuenta millones y nos encontrábamos en la cima de nuestro poder… y de nuestro orgullo. Lo teníamos todo. ¿Y qué hicimos? Derrochamos el dinero como si nos sobrara y conseguimos ganarnos el odio del mundo, al que le ofrecíamos una forma de vida para la que no tenían los medios ni el talento para imitar, y también nos odiaron por eso. Intervenimos en guerras de otros países en nombre de la justicia y de la libertad, y el mundo también nos odió por eso, incluyendo a la gente por la que luchábamos y, por supuesto, no digo que las guerras en que intervenimos fueran siempre altruistas, pero buena parte de nuestro pueblo creía que lo eran. Y además de seguir engañándonos con pensamientos pasados de moda -marciales y altruistas-, nos empeñamos en convertir a la guerra ortodoxa en una imposibilidad, a las enfermedades en un problema del pasado, a la religión en un hazmerreír y a la gente en números digitales.

Arrebatado, se puso en pie y empezó a caminar con movimientos desgarbados y sin embargo extrañamente gráciles, por esa habitación, en la que resultaba tan difícil caminar. Se movía entre las hojas temblorosas, haciendo estremecer las macetas y los pedestales, mientras su familia permanecía inmóvil como en trance, inmovilizada por el rugido de su voz y los rayos que despedían sus ojos. Su hermana temblaba por el miedo que él le provocaba y por la vergüenza que sentía de sí misma; sus cuñadas estaban llenas de admiración; sus hermanos eran incapaces de envidiarle; y su madre…, su madre lanzaba en su interior silenciosos gritos de triunfo. Porque cuando la inteligencia y el apasionamiento se aunaban en el discurso de Joshua, éste ejercía un efecto casi mágico sobre sus oyentes y era como si les paralizara. Incluso en ese círculo tan íntimo, cuyos miembros le escuchaban hacía años, poseía el poder para transfigurarlos.

– No recuerdo el amanecer del tercer milenio, porque nací justamente en esa época, pero, ¿qué nos trajo? Unos entonaban himnos y se preparaban para morir consumidos por las llamas de la Segunda Llegada; otros se preparaban para vivir en la luminosidad de la superioridad tecnológica del universo, pero, ¿qué nos trajo? Dolor. Impotencia. El anticlímax. ¡Realismo! Un realismo más duro, cruel e insoportable que cualquier otro en la historia de nuestro planeta desde los tiempos de la Muerte Negra. El frío aumentaba a una velocidad vertiginosa, Dios sabrá por qué, porque nadie conoce las causas. La única explicación que ofrecieron los científicos fue que se trataba de una miniera glaciar. Por supuesto, se hablaba de corrientes y de capas atmosféricas, de plataformas continentales y de polos magnéticos reversibles, de campos de fuerza solar, pero no eran más que simples especulaciones. No obstante, aseguran que dentro de algunas décadas o tal vez siglos contarán con los datos suficientes para dar una explicación exacta; mientras tanto, sólo Dios lo sabe. Aseguran que no durará demasiado tiempo, que es cuestión de un simple milenio o dos, apenas una partícula en el transcurso de los tiempos, pero la realidad a la que nos enfrentamos es lo suficientemente larga para sobrevivirnos a nosotros y a nuestros descendientes durante muchas generaciones. La masa de tierra habitable se reduce con rapidez, la mayor parte de nuestra agua potable queda aprisionada por la capa de hielo polar y la población mundial sigue siendo excesiva. ¡Eso fue lo que nos trajo el tercer milenio! Y, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no conseguimos dominarlo.

Se encogió de hombros y se detuvo unos diez segundos, una pausa oportuna pero instintivamente calculada para obtener el máximo efecto. Cuando continuó hablando, el tono y el volumen de su voz habían decrecido y arrastró a sus oyentes en su cambio de humor.

– Pero nosotros, los norteamericanos, no nos preocupábamos demasiado. Estábamos a la cabeza del mundo y creíamos que podríamos superar todas las dificultades. Ni siquiera se nos ocurrió pensar que deberíamos apretarnos un poco el cinturón. Pero nos olvidamos del resto del mundo. Y el resto del mundo nos arrastró en su caída, pues era un problema que todos debíamos afrontar. Permitir que los Espiados Unidos de América siguieran creciendo y multiplicándose mientras las demás potencias introducían programas de reducción de natalidad era algo absolutamente inconcebible. Se acordó que las familias tendrían un solo hijo en todos los países del mundo, durante un mínimo de cuatro generaciones, y después un máximo de dos a perpetuidad. Y nosotros fuimos los únicos que nos opusimos. Pero pronto descubrimos que no contábamos con la fuerza suficiente para enfrentarnos al resto del mundo, unido contra nosotros, ni siquiera en nuestro momento de máximo poder, aunque, desengañémonos, ya no nos encontrábamos en la época de nuestro mayor poderío. Habíamos malgastado casi todo lo que una vez tuvimos, incluso el espíritu y la fuerza de nuestro pueblo. Habíamos destrozado nuestros cerebros con drogas, nuestros corazones con sexo sin amor y nuestras almas con basura. Cuando las fronteras de la Comunidad Europea se unieron con las de la Comunidad Árabe -y eso fue algo inevitable, pese a nuestros esfuerzos- nos vimos obligados a sentarnos a la mesa de negociaciones de Delhi.

Su voz se había convertido en un triste murmullo, las exhibiciones de pirotecnia habían terminado. Pero mamá, que conocía perfectamente los puntos débiles de su hijo, estaba deseando que continuaran los fuegos artificiales.

– ¡Yo jamás creeré que nos vimos obligados a firmar o a morir! -exclamó-. ¡El viejo Gus Rome nos vendió para conseguir el Premio Nobel de la Paz!

– ¡Mamá, eres un típico ejemplar de tu generación! No comprendo porque te niegas a aceptar que tu generación sucumbió por el golpe que le asestaron a su orgullo, por la vergüenza y por la humillación que sufrió. Y eso es algo que ya no tiene remedio. Pero es nuestra generación la que debe recoger los restos para ponerse en marcha de nuevo y, con la cabeza baja, custodiar todo lo que Norteamérica tiene y lo que volverá a ser. Tú sentiste tu orgullo herido. ¡Yo no tengo orgullo! ¿Crees que puede importarme si Gus Rome tuvo o no razón al firmar el Tratado de Delhi en lugar de embarcarnos en una guerra imposible de ganar? ¡No, no me importa en absoluto!